Notas sobre la crisis del Movimiento al Socialismo. Debates políticos e itinerarios militantes entre la caída del Muro de Berlín y el ascenso del menemismo (1989-1992)

Notas sobre la crisis del Movimiento al Socialismo. Debates políticos e itinerarios militantes

entre la caída del Muro de Berlín

y el ascenso del menemismo (1989-1992)

Notes on the Crisis of the Movement for Socialism. Political Debates and Militant Trajectories

between the Fall of the Berlin Wall

and the Rise of Menemism (1989-1992)

RODRIGO LÓPEZ

Centro Latinoamericano de Investigaciones en Historia Oral y Social

Universidad Nacional de Rosario

rodrigolpez61@yahoo.com

RESUMEN

Este artículo examina la crisis del Movimiento al Socialismo (MAS) entre 1989 y 1992, con el objetivo de indagar en sus causas y reconstruir los debates internos que atravesaron al partido durante ese período. El análisis se organiza en torno a tres núcleos problemáticos que articularon los sentidos de la crisis: las interpretaciones sobre la evolución del escenario político internacional —con especial atención a la dinámica de los países de Europa del Este—, la caracterización de la situación política y social en la Argentina a comienzos de los años noventa, y el régimen de funcionamiento interno. Sostenemos como hipótesis que la crisis del MAS se explica, fundamentalmente, por el desfasaje entre las perspectivas políticas elaboradas en torno al rumbo de la lucha de clases y la evolución efectiva de los acontecimientos, tanto en el plano internacional como en el nacional, a partir de 1989.

Palabras clave: Movimiento al Socialismo, crisis, izquierda, trotskismo.

ABSTRACT

This article examines the crisis of the Movimiento al Socialismo (MAS) between 1989 and 1992, with the aim of exploring its causes and reconstructing the internal debates that shaped the party during that period. The analysis is structured around three key problem areas that gave meaning to the crisis: interpretations of the evolution of the international political landscape —with particular attention to developments in Eastern Europe—, the characterization of Argentina’s political and social situation in the early 1990s, and the party’s internal organizational regime. We argue that the crisis of MAS can be fundamentally explained by the mismatch between the political perspectives developed around the trajectory of class struggle and the actual course of events, both internationally and nationally, from 1989 onward.

Keywords: Movement for Socialism, Crisis, Left-wing, Trotskyism.

Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta.

“El traductor”, Salvador Benesdra

En este artículo nos proponemos analizar la crisis experimentada por el Movimiento al Socialismo (MAS) en los primeros años de la década de los noventa en la Argentina. El objetivo consiste en identificar algunas variables de análisis que permitan explicar y problematizar por qué en estos años la evolución de esta corriente política, perteneciente a la tradición del trotskismo argentino, estuvo marcada por su deriva crítica, por el progresivo retroceso de su activo militante y por la existencia de un profuso debate interno que, a la postre, condujo a la fragmentación y la ruptura de la organización en grupos rivales en 1992. Dado el carácter multifacético que revistió la crisis de esta agrupación, este trabajo no pretende agotar el conjunto de dimensiones plausibles a ser consideradas para el análisis de este proceso. Por el contrario, presentaremos algunos de los ejes que articularon las principales características de la crisis del MAS y habilitan la reflexión en torno a los modos en qué fue procesada por su militancia.

Dentro del ámbito del debate político, así como de las ciencias sociales y la historiografía, desde la década de los ochenta en adelante la noción de crisis de la izquierda y del marxismo ha sido un tópico de reflexión frecuente y, en gran medida, no resuelto hasta la actualidad. En realidad, como lo plantea José Sazbón en Historia y representación, la noción de crisis es una categoría imbricada al propio desarrollo histórico del movimiento socialista pues una y otras son coextensivas y complementarías, por lo que “cualquier historia de la ‘crisis del marxismo’ se identifica, sin más, con la historia del mismo marxismo” (Sazbón, 2003, p. 52). Sin embargo, la crisis que fustigó a la izquierda entre los ochenta y los noventa asumió un carácter excepcional. Si a lo largo de su historia, incluso las crisis más traumáticas habían servido “para nutrir y enriquecer dicha tradición, aun cuando esto supusiera su recomposición y la reformulación de algunos de sus postulados” (Palti, 2010, p. 16), el viraje producido a fines del siglo XX parece haber sumido a la izquierda marxista en su crisis más letal. No sólo se habría derrumbado la validez de un marco categorial –su fuerza explicativa y predictiva- para el análisis de la realidad, sino también los fundamentos prácticos de su transformación, en otras palabras, su propia praxis. En efecto, numerosas investigaciones han demostrado que entre la década de los ochenta y principios de la siguiente las organizaciones de izquierda se vieron afectadas por una crisis que recorrió amplias latitudes y asumió el carácter de un fenómeno global. En este marco, se suele señalar que la caída del Muro de Berlín constituyó un acontecimiento bisagra que provocó un reordenamiento radical de imaginarios y prácticas político-sociales en direcciones inesperadas, gravitando negativamente -desde entonces- en la capacidad de actuación e inserción de estas agrupaciones (Traverso, 2018). En la base de dicho fenómeno, los estudios han identificado una serie de transformaciones y tendencias de alcance internacional, entre ellas: los cambios operados en el capitalismo fordista y el consiguiente retroceso de la clase obrera industrial, la emergencia de nuevas formas de conflictividad social a raíz del surgimiento de los nuevos movimientos sociales, la disolución de la URSS, la crisis del pensamiento marxista, entre otras.

Si bien es un dato cierto que la crisis de la izquierda fue un fenómeno de dimensiones marcadamente globales, las particularidades y las periodizaciones locales son elementos significativos a observar. En la Argentina es indudable que la represión desplegada por la última dictadura militar tuvo efectos directos sobre el campo de las fuerzas de izquierdas, propiciando sendos debates acerca de las posibilidades de articular una práctica militante asociada a un horizonte de transformación en clave socialista. En tal sentido, en nuestro país el análisis sobre la crisis de la izquierda ha estado capturado, en gran medida, por estudios que desde la historia intelectual se enfocaron en la reconversión política-teórica del campo intelectual marxista en tiempos dictatoriales y en el modo en el cual el sentido del socialismo ha sido resignificado en el contexto de la transición democrática. Sin embargo, resta por conocer profundamente cómo las transformaciones político y sociales ocurridas entre la segunda mitad de los ochenta e inicios de los noventa, tanto a nivel local como internacional, impactaron y desestabilizaron a las organizaciones y militancias de izquierda emergentes tras el fin del régimen castrense. Con todo, en los últimos años surgieron algunos trabajos que hurgaron en este fenómeno a partir de diversos ejes. Manzano (2018) y López Perea (2021) así lo han hecho desde la perspectiva de la historia socio-cultural, mientras que Casola (2020) se ocupó de la crisis del Partido Comunista Argentino (PCA) y Bonnet (2014) examinó las reacciones suscitadas por la caída del Muro de Berlín al interior de la izquierda marxista argentina. Este artículo busca contribuir al conocimiento sobre esta temática y para ello despliega una mirada sobre el MAS.

El MAS en los inicios del menemismo

Si fijásemos una imagen de la historia del MAS en el año 1989, pocos serían los indicios que dieran a entender que estamos ante un partido en crisis. Por el contrario, en la convulsionada coyuntura política que acompañó el declive del gobierno de Raúl Alfonsín y la asunción del gobierno peronista de Carlos Saúl Menem, el MAS atravesaba un período de notable crecimiento. Incluso, podría afirmarse que, dentro del campo político de las izquierdas argentinas, tras la crisis de dos de sus expresiones más importantes de la postdictadura – el PCA y el Partido Intransigente (PI)-, esta organización representaba uno de sus espacios más dinámicos. El partido había logrado sobreponerse al desafío que supuso la muerte de su principal dirigente, Nahuel Moreno, en enero de 1987, así como a la primera fracción de envergadura ocurrida tras su deceso en el III Congreso partidario de 1988.[1] En este contexto, hacia finales de la década el MAS había consolidado una estructura con presencia en 23 provincias del país, más de 80 localidades y una cifra cercana a los 6.000 militantes.[2] 

Más decisiva aún para su proyección política era su inserción en diversos agentes sociales, especialmente dentro de las organizaciones del movimiento obrero. Sin revertir la hegemonía del peronismo al frente de los sindicatos, el MAS había logrado constituirse como una corriente opositora con inserción en diversos niveles de la estructura gremial argentina. Hacia la segunda mitad de la década de los ochenta, militantes de esta corriente ocupaban cargos en comisiones directivas de sindicatos industriales regionales, como la Unión Obrera de la Construcción Argentina (UOCRA) de Neuquén y, en un número mayor, en sindicatos estatales y de servicio como la Asociación de Trabajadores de la Sanidad Argentina (ATSA) de las filiales de Buenos Aires y Comodoro Rivadavia, seccionales de La Fraternidad y de la Asociación de Señaleros Ferroviarios Argentinos (ASFA) de la provincia de Buenos Aires, entre otros. Su presencia estaba más extendida en cuerpos de delegados y comisiones internas de gremios docentes, bancarios, metalúrgicos, telefónicos, de prensa y del transporte. Esta inserción le permitió a la corriente morenista desempeñar un rol activo en algunas de las contiendas laborales más determinantes del período, como las huelgas telefónicas y ferroviarias contra las privatizaciones entre 1990 y 1992.

Asimismo, en una década en donde la esfera barrial se dinamizó como ámbito de organización y disputa como consecuencia del empeoramiento de las variables económicas, la crisis hiperinflacionaria y la carestía de vida, el MAS logró consolidar una estructura territorial en numerosas barriadas populares de las principales ciudades del país, especialmente en el Gran Buenos Aires, Córdoba y Rosario. En este marco, sus militantes intensificaron su intervención en conflictos derivados de tomas de tierra y protestas por alimentos, algunos de ellos emblemáticos como los saqueos a supermercados de 1989 en Rosario y diversas localidades del conurbano bonaerense. Esta mirada panorámica sobre la organización puede completarse con otro de sus momentos más destacados, como lo fue el acceso a algunos escaños parlamentarios en las elecciones de 1989. Este resultado le permitió sostener, por un breve período de tiempo, una mínima representación con Luis Zamora en la Cámara de Diputados de la Nación, Silvia Díaz en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires y Luis Cuello en el Concejo Deliberante de la ciudad de Rosario. Pese a que el electoral continuó siendo un terreno esquivo para esta agrupación, al igual que para el conjunto de la izquierda argentina, lo cierto es que los comicios de 1989 marcaron una leve excepción en la tendencia dominante de la década. En esta oportunidad, el MAS se presentó en un frente electoral junto al PCA, logrando una performance que, aunque limitada, se diferenció parcialmente del patrón habitual de esta corriente política.

Con todo, si tuviéramos que elegir una imagen que retrate mejor el dinamismo que aún detentaba la organización en el tránsito de los años ochenta hacia los noventa, sin lugar a dudas, escogeríamos la Plaza del No del 1º de mayo de 1990. Construida simbólicamente en oposición a la Plaza del Sí, una iniciativa que fue alentada por referentes del periodismo de la derecha argentina como Bernardo Neustadt, Constancio Vigil y Julio Ramos en apoyo a las políticas de reforma de mercado del menemismo, la Plaza del No, motorizada por el MAS y el PCA, buscaba constituirse como un canal de expresión para el amplio y heterogéneo abanico de perjudicados por la crisis económica y la orientación del nuevo gobierno. Aunque no haya acuerdo en las cifras de asistentes, el acto tuvo una convocatoria importante: Clarín sostenía que un número cercano a las 55.000 personas había participado del mitín, mientras que los organizadores ubicaban esa cifra en las 100.000. [3] Sea como fuese, lo cierto es que se trató de unas de las acciones públicas más importantes en la historia reciente de las izquierdas. La Plaza del No tuvo significados variados y podría ser pensada, como lo sugiere Bonnet (2014), como parte de una secuencia más amplia de resistencia y oposición al neoliberalismo en los tempranos noventa; dato que, en su momento, no pasó desapercibido. Al respecto, Julio Blanck ponderaba que la izquierda había ocupado “un espacio político al que nunca antes había accedido” y que se perfilaba a “hegemonizar la expresión pública de la protesta”. Según este periodista, algunos factores de la escena política podían facilitar este tránsito, entre los cuales destacaba los “titubeos” de sectores del peronismo que no comulgaban con el proyecto menemista, como la CGT de Ubaldini y el Grupo de los Ocho, en asumir una oposición frontal al rumbo asumido por el gobierno.[4] En todo caso, la importancia de la Plaza del No estribaba en la capacidad de convocatoria que el MAS, y en menor medida el PCA, lograban conservar aún en contexto ideológico adverso para el marxismo en general. Sin embargo, en el momento en que el partido se acercaba a su pico de crecimiento, la tendencia dio un giro abrupto en una dirección opuesta. La imagen que había dejado la Plaza del No contrastaría enormemente con lo que sobrevendría pocos meses después, cuando en un proceso tan desgastante como caótico, la organización se sumió en un estado de deliberación interna que no hizo más que alimentar fuerzas centrífugas que, en mayo de 1992, condujeron a la ruptura del MAS en grupos rivales.

¿Qué fue, entonces, lo que animó este curso? Resulta evidente que el clima de derechización política que comenzó a gestarse en el país hacia 1989, y que se consolidaría en la década siguiente, provocó la desaparición de muchos de los elementos que habían caracterizado a gran parte de las culturas de izquierda durante la década de los ochenta, clausurando las condiciones de posibilidad que la transición democrática argentina había habilitado para la recomposición y la reinserción de sus organizaciones tras el fin de la última dictadura militar. Por otra parte, la caída del Muro de Berlín y el derrumbe de los regímenes socialistas de Europa del Este y de la URSS representaron un golpe devastador para las fuerzas de la izquierda revolucionaria en su conjunto. La crisis del MAS no puede abstraerse de este marco histórico y, de hecho, resintió profundamente cada uno de estos impactos. Sin embargo, estos datos no bastan para explicar el entramado de su crisis, para comprenderla es necesario volcar la mirada sobre su propia trayectoria y encontrar en su desarrollo interno las claves de su deriva crítica.

En ese sentido, debiéramos reparar en algunos de los fundamentos político-estratégicos que sustentaron la línea y las prácticas militantes del partido desde su fundación en 1982 y que la coyuntura abierta tras el año 1989 puso en evidencia, como nunca antes, lo frágil de sus bases.  Nos referimos, en particular, a la caracterización esbozada por Nahuel Moreno de la existencia de una “situación revolucionaria” en la Argentina producto del triunfo de una “revolución democrática” en 1982 que habría provocado la retirada de los militares.[5] En efecto, la noción de que el país atravesaba una fase de agudización de la lucha de clases, que sentaba las condiciones de posibilidad para una revolución socialista, fue profundizada en cada una de las instancias fundamentales del partido desde que Moreno formuló esta hipótesis en 1982. El III Congreso partidario, celebrado en 1988, llegaría a afirmar que la Argentina era uno de los “centros de la revolución mundial” y que, por lo tanto, la tarea que debía orientar la acción de sus militantes era transformar al MAS en un “partido con influencia de masas”.[6] Esta perspectiva descansaba, al menos, en dos elementos. El primero refería a lo que podríamos denominar una lectura objetivista de la dinámica de la lucha de clases, donde la mera existencia de una crisis económica prolongada y, según la visión del partido, sin visos de solución determinaban el “carácter objetivamente socialista” de los conflictos sociales.[7] El segundo remitía a una problemática de larga data para las izquierdas argentinas: la caracterización de los vínculos entre movimiento obrero y peronismo. Aunque no era del todo novedoso en los planteos de esta corriente, ya que en períodos anteriores el morenismo había esgrimido argumentos similares (Mangiantini, 2018), el MAS afirmó la existencia de un proceso acelerado de ruptura de la clase obrera con el peronismo en tanto identidad y representación político-sindical mayoritaria.

Una mirada atenta a la historia de las disidencias internas del partido durante los años ochenta permite inferir que las contradicciones presentes en este discurso habían sido advertidas con anterioridad. Es más, las rupturas que llevaron a la expulsión del grupo Convocatoria en el II Congreso de 1985 y de la Tendencia Bolchevique Internacionalista (TBI) –más tarde reconvertida en Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS)- en el III Congreso de 1988, tuvieron origen en este preciso punto: la problemática afirmación de la existencia de una “situación revolucionaria” en el país. Cada uno de estos episodios de fisión tuvieron impactos disímiles, Convocatoria aglutinó apenas a una decena de militantes con la anuencia Enrique Bronquen, una importante figura en la tradición partidaria que se había desempeñado como abogado defensor de presos políticos durante la dictadura. En contraste, la escisión de la TBI-PTS tuvo una mayor envergadura, ya que significó la pérdida de parte importante de los equipos universitarios de la UBA y la UNLP. En todo caso, los debates que atravesaron estas fracturas propendían a una revisión de la validez y los alcances del concepto de “situación revolucionaria”, ya sea porque se la considerara como una hipótesis inconducente y ficticia para los primeros, o porque se afirmase –según los segundos- que no existían motivos por los cuales considerar más aguda a la “situación revolucionaria” de la Argentina que la que atravesaba Europa del Este con los crecientes cuestionamientos a los regímenes políticos del socialismo real. En cualquier escenario, es evidente que estas contradicciones en el discurso y la estrategia partidaria no surgieron de manera abrupta en 1990, sino que ya habían sido señaladas previamente, aunque en aquel contexto sólo resonaban dentro de un sector reducido de la organización.

Distintos factores coadyuvaron a posponer un debate frontal y abierto en torno a esta problemática. El convulsionado escenario político y social que marcó la llegada de Carlos Menem a la presidencia, sumado a la profundización de la crisis económica, consolidó una visión dentro de la dirigencia del MAS que se alineaba y exacerbaba cada uno de los planteos previamente expuestos. En efecto, el partido interpretó que el desplome del alfonsinismo, acicateado por los saqueos de mayo y junio de 1989 en Rosario, habían desencadenado una “crisis revolucionaria” y generado un “vacío de poder”, ante el cual se preveía que el menemismo sería incapaz de revertir. Se caracterizaba al gobierno como débil e inestable e, incluso, se especulaba sobre su eventual caída como consecuencia del empeoramiento de las variables económicas y la resistencia de sectores del movimiento obrero a las políticas de ajuste.

El problema, en todo caso, radicaba en la forma en que estas caracterizaciones operaban sobre el horizonte de expectativas de la organización y, por consecuencia, sobre sus líneas políticas y prácticas militantes. Hacia el año 1989, en el marco de un crecimiento significativo del activo militante del partido, la dirección definía al MAS como una fuerza con “influencia de masas”, lo que abría la posibilidad cierta de la “toma del poder” el corto plazo.[8] Ahora bien, ¿hasta qué punto la militancia se encontraba convencida de estas hipótesis? Precisar en qué medida estas creencias fueron internalizadas como posibilidades reales en el horizonte de la organización resulta una tarea compleja. Más difícil aún es escrudiñar qué significaba para los miembros de la organización, en términos vitales y prácticos, la idea de revolución en la Argentina de los años noventa. El uso de testimonios plantea algunas dificultades a la hora de reconstruir esta trama, pues a menudo la distancia temporal genera interpretaciones que oscilan entre la condescendencia y la ironía. Sin embargo, el análisis de la documentación de la época sugiere que sectores importantes de la dirigencia, así como numerosos militantes—especialmente cuadros medios de la organización—, asumieron esta perspectiva como propia y la consideraron válida.

Algunas medidas implantadas entre mediados de 1989 y 1990 dan cuenta de la carnadura, al menos en términos formales, de estas hipótesis y la Conferencia nacional de julio de 1989 ofrece evidencias de ello. Esta reunión fue convocada a escasos días de la asunción de Menem y congregó a centenas de delegados de todo el país con el fin de ajustar la línea del MAS en la senda proyectada por la dirección. Algunas de sus resoluciones formaban parte de un acervo de prácticas plenamente instaladas en los repertorios de acción de la corriente morenista, como por ejemplo la introducción de cambios en la herramienta partidaria para su adaptación a los entornos de activación política y social. Este fue el caso de la creación de los denominados “grupos partidarios”, una estructura de captación y contención de nuevos militantes con criterios laxos de membresía instrumentada a los fines de capitalizar el fenómeno visualizado del “estallido del peronismo” para extender su “influencia de masas”.[9] En paralelo, se estipuló que un número cercano a los 400 miembros pasen a la categoría de “rentados”, es decir, militantes profesionales a tiempo completo que, según las resoluciones, conformarían una “estructura de cuadros revolucionarios” con la meta llevar a cabo una ofensiva de la actividad partidaria a través de la agitación, la venta de periódicos, la participación en conflictos obreros y en campañas de diversa índole.[10] Sin embargo, ideas como la “toma del poder”  derivaron en iniciativas mucho más complejas y disonantes del cuadro político de la Argentina de finales de los ochenta. Por ejemplo, la creación de una estructura de funcionamiento clandestino para guarnecer a la dirección nacional y las direcciones regionales “en caso de un golpe sorpresivo al partido”.[11] En la misma línea, en marzo de 1990, el Comité Ejecutivo planteó la necesidad de organizar un aparato de defensa armado conformado por “núcleos reducidos por regional, con compañeros bien probados, de preferencia obreros, para que con ellos, sin que abandonen sus tareas políticas partidarias, vayamos haciendo núcleos de especialistas en distintos aspectos (tiro-químicos-organizadores para lugares clandestinos, etc.)”.[12]

En suma, entre 1989 y 1990, la trayectoria de este partido atravesó una de sus etapas más complejas, en la que muchos de los elementos que estructuraban sus caracterizaciones fueron forzados a sus límites: la “situación revolucionaria” devino “crisis revolucionaria”; mientras que la “ruptura de la clase trabajadora con el peronismo” se transformó en el “estallido del peronismo”. De este modo, el discurso de la organización, especialmente en lo referente a sus interpretaciones sobre la dinámica política del menemismo, perdió progresivamente su capacidad de interpelar de manera efectiva la realidad nacional, lo que puso de manifiesto una brecha creciente entre sus perspectivas sobre la lucha de clases y el rumbo neoliberal que el capitalismo argentino profundizaba en los tempranos noventa. Simultáneamente, como veremos en los próximos apartados, el horizonte y las líneas de acción política definidas por la dirección comenzaban a contrastar con la realidad que afrontaban sus militantes en los espacios de intervención, particularmente en los frentes sindicales donde paulatinamente comenzó a predominar una situación defensiva inaugurada por la derrota de la huelga telefónica en el segundo semestre de 1990. En este marco, el crecimiento de la herramienta partidaria experimentado a partir de 1987 y acelerado entre 1989 y 1990, contribuyó a configurar un clima interno de exceso optimismo, que terminó por postergar un debate profundo sobre las contradicciones que se estaban incubando.  

Este fue el contexto que rodeó a la celebración del IV Congreso en junio de 1990, evento que desató la crisis partidaria propiamente dicha. En su documento preparatorio, la dirección sostuvo que el MAS era un “partido con influencia de masas” y que el hecho determinante de la realidad argentina era la ruptura de “millones de trabajadores con el peronismo”, interpretándola como la expresión local del giro histórico desencadenado por la “revolución política en los países de Europa del Este”.[13] El IV Congreso adoptó un funcionamiento atípico dentro de la tradición partidaria: se desarrolló como un acto abierto, sin boletines internos de discusión para que la militancia expusiera sus posturas, ni el habitual período “pre-congreso”. Según datos proporcionados por la propia organización, el Congreso contó con la participación de 3.200 delegadas y delegados plenos, además de observadores.[14] Tanto las memorias como los documentos señalan que el cierre del punto internacional a cargo de Pedro Pujals[15] fue el hecho detonante de la crisis. Según un balance partidario, Pujals, con la presencia de Patricio Etchegaray del PCA y referentes del PT brasilero, concluyó:

Si el PT dirigiera una revolución en Brasil, nosotros nos pondríamos bajo la dirección de Lula y del PT de Brasil (…) estaríamos muy orgullosos de ser dirigidos por Lula (…) Estaríamos muy orgullosos de ser militantes y tener como dirigente a Patricio Etchegaray o a la dirección del PC si ellos están dispuestos a hacer la revolución en la Argentina[16]

Estas declaraciones generaron el recelo de un sector de la dirigencia y de los cuadros medios, quienes interpretaron sus palabras como una estrategia de tipo “frentepopulista” que apartaba a la organización de las premisas del trotskismo. Poco después, se reunieron el Comité Central (CC) y el Comité Ejecutivo Internacional (CEI) de la Liga Internacional de los Trabajadores (LIT). La crisis, que inicialmente se manifestó en la cúpula del partido, no tardó en trasladarse a sus cuadros y militantes de base. El relato predominante que se instaló puertas adentro fue que se trataba de una “crisis de dirección” y de una “desviación política”, es decir, la aplicación de una inadecuada línea que alejaba al partido de los principios de la militancia trotskista. Desde esta perspectiva, la solución a la crisis radicaba en la rearticulación de la dirección y en la formulación de una estrategia correcta que permitiera retomar el rumbo adecuado. Sin desestimar el peso de este elemento, que será analizado en el último de los apartados, consideramos conveniente abordar la cuestión desde otro punto de partida, menos consensuado dentro del partido, pero igualmente presente en este proceso. En este sentido, planteamos la necesidad de examinar las contradicciones generadas por la creciente desarticulación entre las perspectivas teóricas, políticas y estratégicas del partido sobre la lucha de clases y las profundas transformaciones en curso tanto en la arena nacional, como en la internacional.

Polonia, la URSS y la reunificación alemana: ¿“revoluciones aterciopeladas” o “revoluciones políticas”?

En 1990, Silvia Díaz, parlamentaria del MAS en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, fue invitada junto a Adelina D’Alessio de Viola, una figura destacada de la derechista Unión del Centro Democrático, a un debate televisivo en el programa Hola Susana. Durante la transmisión, se desarrolló una acalorada discusión sobre el destino de los países de Europa del Este. La dirigente trotskista no dudó en afirmar: “los rumanos y los alemanes orientales quieren socialismo con democracia”. La respuesta de D’Alessio Viola fue igual de efusiva y categórica: “socialismo con democracia las pelotas”. Sin inmutarse, Silvia Díaz redobló la apuesta: “socialismo con democracia es lo que quieren, lo mismo que hace falta en el país”.[17] Lejos de ser un exabrupto aislado, las palabras de Díaz reflejaban una convicción profundamente arraigada dentro del MAS.

Hacia la década de los noventa, el desplome del socialismo real reconfiguró radicalmente el panorama mundial y tuvo un efecto devastador sobre el marxismo. Como sostiene Enzo Traverso, la caída del Muro de Berlín cobró “la dimensión de un acontecimiento, un viraje epocal que excedía sus causas, abría nuevos escenarios y proyectaba de improviso al mundo en una impredecible constelación” (Traverso, 2018: 25). En principio, sus efectos principales conmovieron de manera directa a aquellas expresiones de la izquierda marxista más asociadas con la dirección soviética, en particular los Partidos Comunistas del mundo occidental, muchos de los cuales venían perdiendo terreno ante la emergencia de los nuevos movimientos sociales y los cambios en el mundo del trabajo con el consecuente debilitamiento de la identidad de clase. No obstante, la manera en la que cada tradición de izquierda procesó este golpe estuvo mediada por la distancia crítica que establecieron con la experiencia soviética. En el caso de las organizaciones que adhirieron al ideario del trotskismo podemos consignar que estas corrientes definieron a la URSS y los países de Europa oriental como “estados obreros degenerados”, un concepto acuñado por el mismo León Trotski el cual refería a la naturaleza sui generis del Estado soviético y a la contradicción entre las bases materiales de la economía socializada, al carácter obrero del Estado y su régimen político burocrático. Trotsky preveía que esta contradicción desembocaría en una de dos posibilidades: o bien una restauración del capitalismo, o bien una “revolución política” liderada por la clase obrera que preservaría la estructura social y económica de esos Estados, pero restauraría la democracia soviética. Tras los acontecimientos de 1989 en Alemania, el MAS interpretó la situación dentro de esta segunda perspectiva, alineándose con la idea de una revolución política como respuesta a la crisis del socialismo soviético.

La caída del Muro de Berlín no fue un rayo en un cielo sereno, sino que estuvo precedida por una década de movilizaciones sociales, crecientes cuestionamientos políticos a los regímenes de los países del bloque soviético y la implementación de reformas como la perestroika y la glasnot en la URSS de Gorbachov. En este convulso escenario, uno de los procesos que más atención concitó en las fuerzas del trotskismo internacional fueron las movilizaciones en Polonia y el surgimiento del Solidarność. Como señaló Daniel Bensaïd, en el umbral de los años ochenta los acontecimientos polacos parecían propicios para “pensar la situación mundial según las categorías actualizadas de la revolución política y la revolución permanente” (Bensaïd, 2002:91). Para las fuerzas trotskistas, intensamente preocupadas por identificar a las “verdaderas” oposiciones socialistas de este país como del resto de las naciones del bloque soviético, este proceso investía un carácter existencial y empeñaron su esfuerzo para establecer lazos con los movimientos oposicionistas que se gestaban al otro lado de la Cortina de Hierro (Boel, 2017). En el MAS, Polonia fue un punto de referencia desde su fundación, reflejado incluso en el nombre de su periódico, Solidaridad Socialista. Desde 1987, la LIT definió como meta profundizar el conocimiento de los procesos de movilización y organización obrera que acontecían en aquella región y para ello enviaron militantes con el objetivo de forjar contactos con los grupos opositores al régimen de Wojciech Jaruzelski. La primera de estas misiones, en 1987, estuvo encomendada a un miembro del Partido Socialista de los Trabajadores (PST) de España y en 1989 Aldo Casas, dirigente destacado del MAS y de la LIT, se instaló en distintas ciudades del este europeo y de la URSS. En ese contexto, se establecieron acuerdos con el Partido Socialista Polaco-Revolución Democrática, una organización fundada en 1987 que operaba dentro del Solidarność y tenía vínculos con pequeños núcleos del activismo obrero de las zonas de Silesia y Wroclaw.[18] No obstante, la realidad con la que se encontró Casas no condecía con la que el partido y la LIT evaluaban desde Latinoamérica. En uno de sus informes, este dirigente ya advertía que, si bien Polonia atravesaba una “situación revolucionaria”, existían elementos significativos que contravenían a la caracterización oficial de la corriente morenista. Casas alertaba sobre el peso abrumador de la Iglesia Católica al interior de la oposición polaca y las expectativas en la apertura económica y la ayuda del capital occidental.[19] No era el único militante que bregaba por afinar una caracterización más precisa de la dinámica política de Europa del Este; en términos similares se expresaba un miembro de la LIT de Alemania Occidental al advertir que para el proletariado alemán de oriente “el socialismo es igual que GULAG”.[20]

La reunificación alemana y los estallidos de movilizaciones en Polonia, Checoslovaquia, las repúblicas bálticas, Hungría y Rumania consolidaron al interior de las dirigencias del MAS y de la LIT una lectura que subestimó elementos clave aportados por sus propios militantes desde aquellas regiones. El II y el III Congreso Mundial de la LIT, celebrado en julio de 1989 en San Pablo y mayo de 1990 en Buenos Aires respectivamente, sintetizaron las principales caracterizaciones del morenismo referidas a la “revolución política” del Este. La caída del Muro de Berlín fue concebida como un acontecimiento progresivo, pues representaba “la muerte de las dictaduras burocráticas y de todas las dictaduras en este mundo, empezando por el entierro del stalinismo”.[21] Según esta tesitura, la crisis del socialismo soviético y la “acción independiente y revolucionaria de los trabajadores, primero en el Este y cada vez más en Occidente”, creaban condiciones favorables para la construcción de organizaciones trotskistas de masas.[22] La dirección del partido reconocía que sectores de la población de Europa del Este albergaban “ilusiones en el capitalismo”, no obstante, esta tendencia fue minimizada dentro de una caracterización más amplia según la cual la región atravesaba una “situación revolucionaria exacerbada”. Bajo esta premisa, se argumentaba que las masas polacas, alemanas y soviéticas adoptaban “inconscientemente” el programa del trotskismo.[23] Tanto el II como el III Congreso de la LIT concluyeron que se abría una etapa de “octubres fáciles”, un concepto propuesto por Eduardo Espósito -quien emergió como el principal dirigente del MAS y, por extensión, de la LIT tras la muerte de Nahuel Moreno-, que aludía a la posibilidad cierta del estallido de revoluciones socialistas en diferentes partes del globo. Si el II Congreso afirmaba que el partido argentino tenía la posibilidad de “tomar el poder”, el III Congreso extendía esa perspectiva al resto de las organizaciones de la LIT, en especial a sus secciones más desarrolladas, como la brasileña y la paraguaya: “llamamos la atención a que discutamos esa perspectiva en cada país, en cada lugar, porque no es sólo la Argentina (…) la gran prueba para la LIT-CI, compañeros, es que definamos en qué lugar, en qué zona, en qué región o país hay posibilidades inmediatas para luchar por la toma del poder” [24] 

La noción de los “octubres fáciles” fue un elemento de peso en el desencadenamiento de la crisis, contribuyendo a azuzar la desconfianza hacia la dirección del MAS en vastos sectores del partido; suspicacias que se acrecentaron con la evolución de los acontecimientos. Si bien, por un breve período, el colapso del socialismo de Estado en Europa del Este alimentó la esperanza en la posible reconstitución de alguna forma de socialismo democrático, la evolución posterior disipó rápidamente esas ilusiones. La disolución de la República Democrática Alemana y su absorción económica bajo el marco alemán consumaron la restauración capitalista en el aquel país y hacia 1990 las reformas de mercado avanzaban en el resto de la región. La reestructuración y desregulación económica desmantelaron la propiedad nacionalizada y consolidaron el giro definitivo hacia el capitalismo. En las primeras elecciones democráticas de estos países, la mayoría de los partidos electos adoptaron el credo neoliberal, promoviendo las supuestas bondades del mercado y la libre competencia (Eley, 2002: 449-454). Al igual de lo que se analizó en el apartado anterior, también en el plano internacional el discurso del morenismo perdió paulatinamente su capacidad de interpelar la realidad. A medida que se volvía evidente que la región no avanzaba hacia un “socialismo con democracia” -como sostenía Díaz en su debate con Viola- sino que la tendencia era en la dirección opuesta, la brecha entre la caracterización del MAS y la evolución política de Europa del Este se hizo cada vez más profunda.

La crisis suscitada en la cúpula partidaria tras el IV Congreso del MAS hicieron que la dirección de la LIT se dirigiera a revisar algunas de las conclusiones centrales de su II y III Congreso. En julio de 1990 se convocó a una Conferencia Internacional y las direcciones nacionales de los partidos integrantes del agrupamiento actuaron críticamente contra la dirigencia del MAS, que además de controlar los organismos decisivos de la propia LIT era, en gran medida, la autora intelectual de las definiciones centrales adoptadas desde 1989. La conferencia redactó un documento cuyo punto decisivo fue impugnar la noción de los “octubres fáciles” como perspectiva inmediata, ya que se razonaba que el desarrollo de las “tendencias objetivas de la situación revolucionaria” habían sido sobredimensionadas, subestimado la hegemonía de la ofensiva capitalista y “exagerado las fuerzas de la LIT-CI”.[25] Este documento contribuyó a sentar algunos de los ejes del debate interno durante el desarrollo de la crisis y aportó argumentos a muchas de las críticas que comenzaron a circular entre la militancia. Por ejemplo, varias minutas de los Boletines de Discusión Interna[26] de modo más insistente expusieron las dificultades acarreadas por la “ofensiva ideológica del capitalismo” en la defensa de las ideas socialistas y la problemática asociación de esta tradición con la experiencia soviética entre vastos sectores de la población.[27] Sin embargo, hasta bien entrado el año 1992, persistió uno de los puntos más problemáticos que se hallaban en la base de la crisis del MAS: la caracterización de la existencia de una “situación revolucionaria”. Según la LIT, era necesario realizar una rectificación sin “tirar al niño con el agua sucia”. En este caso, el “agua sucia” representaba la crisis del MAS, mientras que el “niño” simbolizaba la persistencia de una situación revolucionaria mundial, que, a juicio de la LIT, había sido el resultado de la primera fase de la “revolución política triunfante” en los países de Europa del Este.[28]

De cualquier manera, este breve recorrido por los posicionamientos esbozados ante el escenario abierto por los sucesos de 1989 revela un aspecto que, desde nuestra perspectiva, no debe subestimarse. Reponer el marco del debate político de la época para explicar lo que hace y dice el partido, permite comprender el carácter de "final" abierto que esta coyuntura revestía para sus militantes y sugiere que para esta organización la denominada "crisis del marxismo" no se percibía con total claridad. ¿En qué medida esta lectura era un patrimonio exclusivo de la corriente morenista? En su último estudio sobre el trotskismo, John Kelly repara en el optimismo extendido entre estas organizaciones respecto a que el colapso de las direcciones soviéticas abriría un nuevo ciclo de movilizaciones sociales y política (esta vez sin la tutela de los Partidos Comunista) que redundaría en su crecimiento (Kelly, 2023:48). Ciertamente, la URSS se desmoronó bajo la presión de movimientos populares y de las llamadas “revoluciones de terciopelo”, como las ocurridas en Alemania del Este, Checoslovaquia, Polonia y Rumania. Incluso, podría argüirse, siguiendo a Eley, que estos procesos fueron fundados en movimientos colectivos que apelaron al lenguaje de la inclusión, el pluralismo y la democracia, valores que, según el autor, la izquierda podía reclamar (Eley, 2002: 449). Sin embargo, la disolución del socialismo real no sólo respondió a esas dinámicas, sino también a la presión del mercado mundial y la hegemonía ideológica del nuevo credo neoliberal. El MAS –al igual que gran parte del trotskismo internacional - tardó en reconocer que dicho colapso también afectaría a sus propias fuerzas. Los escombros del Muro de Berlín no sólo cayeron sobre los hombros de los desgastados Partidos Comunistas, también lo harían sobre todas aquellas tradiciones políticas que, con mayor o menor distancia crítica, se reconocían herederas de la experiencia soviética de 1917. En este sentido, propongo considerar que una de las causas de la crisis de esta experiencia de la izquierda argentina fue la dificultad para calibrar con mayor precisión el nuevo escenario internacional, en parte, como consecuencia del apego a un marco doctrinario que se mostró ineficaz para interpretar y procesar dichas transformaciones.

¿Una situación revolucionaria en la Argentina de los primeros años de Menem?

Como hemos señalado, en sus primeros tramos el MAS definió al gobierno de Menem como un gobierno débil e inestable. El partido estaba convencido de que la ruptura de la clase trabajadora con el peronismo se había profundizado y que se estaba consolidando una “nueva dirección” en el movimiento obrero dentro de la cual el trotskismo desempeñaría un rol protagónico. En este punto, podría decirse que la dirección extrapolaba elementos de la dinámica social y económica para formular conclusiones políticas alejadas de la realidad. Ciertamente, hasta la implementación del Plan de Convertibilidad en 1991, el menemismo se asemejaba en muchos aspectos a una prolongación de la crisis que signó los últimos dos años de la administración alfonsinista. Una situación que, como sostiene Alberto Bonnet, tenía un fuerte componente de caos: “un prolongado período de profunda crisis económica y social que desemboca en recurrentes estallidos hiperinflacionarios y que conduce a no menos profundas crisis políticas” (Bonnet, 2008:290). Incluso, desde el punto de vista de las contiendas obreras y sociales del período, existió una oleada de conflictos sindicales de envergadura contra la política de privatizaciones y racionalización de las empresas públicas, entre los cuales sobresalen la huelga telefónica y las huelgas ferroviarias. Sin embargo, pese a ese escenario de conflictividad, en su primer año de gestión el gobierno peronista logró imponer una serie de leyes que pusieron en marcha el proceso de reestructuración capitalista, entre ellas la Ley de Emergencia Administrativa y Reforma de Estado, la Ley de Emergencia Económica[29] y la Ley de Empleo[30]. En un principio, la dirección del MAS cifraba en estas iniciativas “logros coyunturales” que no suponían una “derrota estratégica” del movimiento obrero, proyectando un rumbo de exacerbación de las contradicciones entre gobierno y clase trabajadora.[31] 

Hasta bien entrado el año 1990 y 1991, sectores significativos de la dirección y de la militancia persistían en caracterizar la situación como “revolucionaria” y en considerar que la coyuntura era favorable para consolidar al partido como una “nueva dirección” del movimiento obrero. Sin embargo, incluso antes de la realización del IV Congreso, ya circulaban visiones discrepantes que cuestionaban esta interpretación desde múltiples ángulos. Algunas de ellas propiciaban una revisión de hipótesis centrales de la organización como, por ejemplo, la idea de “estallido del peronismo” en un contexto de claro ascenso del justicialismo luego de la crisis del alfonsinismo. Lo cierto es que estas intuiciones sólo lograron articularse como un cuerpo coherente de críticas cuando, hacia mediados de 1990, la dirección reconoció públicamente la existencia de divergencias internas tras la celebración del IV Congreso partidario. A partir de ese momento, las reacciones no pudieron ser contenidas y se desplegaron de forma reticular. Algunos sectores pugnaron por revisar las perspectivas estratégicas del partido desde su fundación, incluyendo la noción de la existencia de una “situación revolucionaria” desde 1982 en adelante. En esta línea, una de las críticas más recurrentes fue la acusación de que la dirección sostenía una visión “facilista”, exagerando hasta el paroxismo las contradicciones sociales y políticas.[32] De manera complementaria, otros militantes plantearon la necesidad de actualizar el análisis sobre la clase obrera, incorporando las transformaciones estructurales experimentadas a lo largo de la década de los ochenta y su impacto en las formas de acción política, lo que permitiría explicar su limitada disposición a adoptar posturas clasistas y revolucionarias. Si bien el partido había abordado esta cuestión de manera tangencial tras la dictadura militar, sólo la crisis habilitó un debate más profundo sobre el retroceso de la clase industrial, el creciente protagonismo de los trabajadores estatales en las luchas sindicales y el impacto que la dictadura tuvo en la desarticulación de las experiencias más radicalizadas.[33]                       

Aun así, más determinante para visibilizar las contradicciones del discurso y la línea partidaria fue la realidad que afrontó la militancia morenista en sus frentes de intervención, especialmente en los ámbitos gremiales. La situación defensiva con la que el partido debía lidiar en sindicatos y lugares de trabajo donde tenía inserción, perceptible al menos desde 1989, exigía una reevaluación que, sin embargo, se materializó con cierto retraso. Por ejemplo, desde agosto de 1989 el MAS integraba la Comisión Directiva ATSA Buenos Aires y dirigía muchos de los cuerpos de delegados de los sanatorios más importantes de la ciudad. Sin embargo, a mediados de 1990, West Ocampo, sindicalista de FATSA vinculado al menemismo, emprendió una ofensiva para desplazar a la directiva del gremio porteño, lo que finalmente se concretó mediante una orden judicial en octubre de 1991.[34] Un proceso similar ocurrió en la UOCRA Neuquén, dirigida por Alcides Christiansen del MAS. Pocos meses después de su triunfo, la justicia declaró la ilegalidad de las elecciones, lo que dio lugar a una ofensiva impulsada desde la UOCRA nacional, encabezada por Gerardo Martínez, quien además ocupaba el cargo de jefe de Gabinete del Ministerio de Trabajo.[35] En los espacios donde el MAS era una corriente minoritaria, los informes comenzaron a resaltar con mayor énfasis el retroceso del activismo obrero y las crecientes dificultades para articular acciones de resistencia efectivas.

Fue la derrota de la huelga telefónica de 1990 la que marcó un punto de inflexión y un camino sin retorno en la crisis de esta corriente. Este conflicto sindical representó un duro enfrentamiento contra la política de privatización de ENTEL, liderada por María Julia Alsogaray, que incluyó un intenso proceso de movilización y organización. La federación telefónica nacional, conducida por Julio Guillán -afín al menemismo y partidario de la privatización- mantuvo aisladas las luchas regionales, en particular la de Buenos Aires, encabezada por Eduardo Esquivel, secretario general del gremio local e integrante del ubaldinismo. El MAS era una corriente con cierta prédica entre las alas más combativas del gremio bonaerense y en algunos cuerpos de delegados, pero minoritaria en los organismos de representación sindical más determinantes. Tras la cesantía de 3000 telefónicos en agosto y la militarización de CIBA I, el sindicato convocó una asamblea en el estadio de Atlanta el 14 de septiembre, donde Esquivel propuso levantar la huelga.[36] Según los informes, el partido presumía que la dirección de FOETRA Buenos Aires accionaría en un sentido contrario en respuesta a la ofensiva gubernamental y apostaría por profundizar las medidas de lucha. Sin embargo, el resultado final desorientó a sus militantes. El rol de partido en aquella reunión no está del todo claro y los documentos disponibles ofrecen visiones contrapuestas.[37] 

El caso es que la derrota telefónica generó un estado de zozobra en un partido que, apenas dos meses antes, debatía la posibilidad de tomar el poder en la Argentina. En septiembre de ese año, el Comité Central publicó el documento Balance de la huelga telefónica y de la actuación del partido, que provocó un salto de calidad en una crisis contenida hasta entonces en la cúpula dirigente. Este documento resultó clave por tres razones. Primero, porque realizó un balance negativo de la línea política del partido desde 1989, señalando la huelga telefónica como evidencia central de un rumbo erróneo. Se argumentó que el MAS había desplazado su eje de intervención en las estructuras obreras hacia una militancia basada en campañas políticas generales, lo que fue calificado como una desviación “electoralista”, “movimientista” y “propagandística”. Segundo, responsabilizó a un grupo reducido líderes por imponer una conducción burocrática que contravenía al régimen interno y centralizaba el poder, omitiendo las atribuciones de organismos electos como el Comité Central. A este grupo se lo denominó la “camarilla de los tres”, conformada por Eduardo Espósito, Mercedes Petit y Eduardo Barragán, quienes desempeñaban funciones directivas en la LIT y en el MAS. Finalmente, este documento trasladó la crisis de la dirección a las bases del partido, sumiendo a la militancia en una dinámica internista de discusión y fraccionamiento.

Régimen interno y crisis de dirección

Si bien los factores mencionados anteriormente fueron señalados por la militancia como parte integral de la crisis partidaria, gran parte de las narrativas construidas a lo largo de este proceso hicieron hincapié en que la crisis del MAS era, ante todo, la crisis de su dirección. Este fue un rasgo de entendimiento transversal en el conjunto de la organización, desde sus bases hasta sus cúpulas, que se articuló con otro núcleo central para comprender la caladura del fenómeno que venimos analizando: las críticas al régimen interno y a los mecanismos que regulaban su funcionamiento.

En esta línea, un dato llamativo lo constituye el hecho de que las primeras medidas pergeñadas para encarrilar el curso del partido se abocaban al saneamiento de un “aparato” al que se lo consideraba demasiado omnipotente y cerrado sobre sí mismo. Tras la publicación del balance sobre la huelga telefónica, en noviembre de 1990 se convocó a una Conferencia Nacional cuya principal resolución fue la conformación de un Comité Central Ampliado (CCA) de 70 integrantes, con mayoría de miembros provenientes de los frentes obreros. A este órgano se le encomendaron dos metas simultáneas: por un lado, garantizar la realización de un congreso donde se constituyera una dirección legitimada por los votos de los delegados; por el otro, rearmar políticamente al MAS, priorizando su intervención en las luchas del movimiento obrero.[38] En los debates previos a la conferencia despuntó una lectura hegemónica que atribuía los desvíos del partido a las “presiones sociales” que afectaban a su dirección nacional. Según esta visión, el origen de clase pequeño burgués de la mayoría de los principales líderes habría sido el causante del “electoralismo” y el “movimientismo”, comportamientos y formas de accionar político que el partido asociaba ontológicamente a los capas medias.[39] Este enfoque resulta interesante porque refleja aspectos fundamentales de la cultura política del MAS que la crisis no hizo más que acentuar, entre ellos su marcado obrerismo. Altamirano señala que la construcción de la pequeña-burguesía como una “estructura de culpabilización” fue un rasgo característico de la sensibilidad y el sentido común de la izquierda argentina, con antecedentes que se remontan a los años inmediatamente posteriores al golpe de 1955 (Altamirano, 2013: 106). Fiel a este ideario, los militantes obreros del MAS, convocados a asumir la conducción del Comité Central y del Comité Ejecutivo, fueron visto como la “reserva revolucionaria” capaz de corregir el rumbo del partido. Algunas de las resoluciones adoptadas en este período son reveladoras de este sentido, como la decisión de que los miembros de la dirección dejaran de percibir rentas y volvieran a trabajar, o que fueran “reubicados socialmente”, lo que implicaba, entre otras cosas, su incorporación a los equipos sindicales.[40] En línea con esta lógica, la política de militantes rentados fue retirada y duramente cuestionada. Los cuadros medios que entre 1989 y 1990 habían profesionalizado su militancia fueron acusados—y en algunos casos se autoinculparon—de haber servido de correa de transmisión de los desvíos de la dirección hacia los equipos partidarios y de haber conformado un “aparato” con intereses propios.

Las críticas a la dirección, además de articularse en torno al tópico sociológico de su origen de clase, se dirigieron a la denuncia de su burocratización. El ideal regulatorio del modelo partidario en esta corriente era el paradigma de los partidos leninistas de vanguardia y la metodología del centralismo democrático, un sistema que reposaba en la articulación entre la libertad de discusión del conjunto de sus militantes con una disciplina rigurosa una vez tomada una decisión (Duverger, 1969). Aunque en teoría este modelo busca combinar centralización con democracia interna, en la práctica casi todos los partidos que se autodefinen como revolucionarios han tenido dificultades para conciliar ambos principios. En los hechos, tras la muerte de Moreno las tendencias a la centralización en el funcionamiento interno se pronunciaron efectivamente y se hicieron evidentes en múltiples ocasiones. Un ejemplo de ello fue el ocultamiento de documentos críticos que anticipaban muchos de los debates emergentes de la crisis. Otro, fue la convocatoria del IV Congreso que no cumplió con la etapa precongresal, instancia fundamental en la vida interna de la organización en la que la militancia podía expresar sus posturas a través de los canales establecidos. Con todo, algunas salvedades pueden ser hechas al respecto. Entre ellas que la propia lógica de funcionamiento interno del centralismo democrático al establecer una compartimentación piramidal de funciones e información le otorgaba legítimamente a la dirección estas prerrogativas. Inclusive, la profusa proliferación y circulación de minutas críticas tras la publicación del Balance de la huelga telefónica y de la actuación del partido son indicativas de que, al menos en términos formales, se produjo una democratización de la palabra al punto tal de conducir a la organización a un estado de disgregación.[41]

Desde nuestra perspectiva, la crisis del funcionamiento interno del MAS se debió principalmente a una crisis de legitimidad de la dirección tras la muerte de Moreno. En los partidos de izquierda, la confianza en la dirección es un elemento dativo de fortaleza y de cohesión, sin el cual la unidad interna desaparece y con ello la propia continuidad de la organización. Como señala Casola, las luchas fraccionales en las izquierdas rara vez se libran alrededor de intereses económicos o cargos públicos, sino que se corporizan en el orden simbólico, en la capacidad de sus direcciones de persuadir y cohesionar a sus militantes en torno a un programa y una estrategia (Casola, 2020). Ciertamente, este aspecto se hizo presente en la crisis del MAS. Por un lado, la desaparición de Moreno, el fundador de esta corriente, privó al partido de su figura más experimentada y de un dirigente que, por la legitimidad que investía su liderazgo, era capaz de mediar entre las diferentes corrientes internas, logrando un equilibrio entre sensibilidades e intereses diversos. De hecho, dentro del partido existía consenso de que la crisis tenía su punto de arranque en la muerte de Moreno en enero de 1987. A lo largo de la historia del MAS, la figura de Moreno adquirió ciertos rasgos de culto, que tras su fallecimiento no hicieron más que amplificarse. En ese sentido, la crisis del partido también puede entenderse como el producto de la tendencia a la personalización del poder en la construcción de su liderazgo. Al igual que lo observado por John Kelly en el trotskismo británico (Kelly, 2018), la ausencia de un polo unificador al interior de la dirección alimentó una tendencia centrífuga, cuya primera consecuencia fue la lucha fraccional del III Congreso en 1988 que derivó en la conformación del PTS. En muchos sentidos, el proceso que venimos analizando puede verse como una prolongación de aquella disputa. Por otra parte, el relato dominante en los debates de 1990-1992 sostenía que la presencia de Moreno habría evitado o, al menos, atemperado la crisis. Así y todo, esta narrativa, además de contrafáctica, pasaba por alto un punto fundamental: fue el propio Moreno quien incorporó al acervo estratégico del MAS la caracterización de que Argentina, tras la derrota en Malvinas, atravesaba una “situación revolucionaria”. Si bien en sus últimos años de vida introdujo ciertos matices a esta idea, el núcleo de su afirmación se sostuvo. En ese sentido, las definiciones de la dirección posteriores al año 1987 eran una continuidad del enfoque teórico, político y estratégico que Moreno había impulsado a principios de la década. Los “octubres fáciles” que la conducción vaticinaba a fines de los ochenta no eran más que una reformulación de los “febreros recurrentes” con los que Moreno interpretó las luchas antidictatoriales en el Cono Sur.[42] 

En términos conexos, la crisis también tuvo una dimensión subjetiva fundamental, marcada por una importante desconfianza de las bases y cuadros del partido hacia su dirección. La lectura de las minutas refleja un sentimiento generalizado de defraudación ante las expectativas infundadas que se habían alimentado desde 1989, como la idea de la “toma del poder” o la supuesta “influencias de masas” del partido. En ese sentido se expresaba un grupo de militantes juveniles de Rosario al acusar que “la política de la Dirección Nacional es como el tero, grita a un lado y pone los huevos en otro. Nos tenían con el versito de que llegábamos al gobierno en cualquier momento, no nos engañemos: su verdadera política eran las elecciones”.[43] Esta sensación de desencanto corrió pareja con la crisis de un modelo de militantismo consustanciado a valores como la disciplina, la abnegación y la entrega desinteresada que, frente a un panorama adverso, condujo a muchos a abandonar las filas de la organización. Si bien este ethos militante no era nuevo a principios de los años noventa —pues históricamente había definido el compromiso político en la izquierda—, la crisis lo puso en cuestión de manera más profunda ya que las orientaciones elaboradas al calor de definiciones como la “toma del poder” tuvieron efectos concretos en las decisiones y la vida de sus miembros. Por ejemplo, muchos cuadros abandonaron empleos para pasar a engrosar las filas de los militantes rentados y cuando esas rentas desaparecieron se vieron obligados a reinventarse en un mercado laboral jaqueado por la crisis económica. Estas perspectivas también conllevaban a incrementar verticalmente presiones de todo tipo sobre los cuadros medios relacionadas con la cumplimentación de ciertas metas –como la venta de periódicos, la captación de nuevos militantes, la formación de grupos-, presiones que, a su vez, eran trasladadas a los miembros de base. Un entrevistado del frente de la UBA recuerda, en este sentido, lo desgastante que resultaba la actividad partidaria:

Teníamos la mesa ahí en la escalera de Puán y había que garantizar todos los horarios, el MAS estaba todo el tiempo. Se militaba en la mesa, se pasaba por los cursos. Había una confianza tremenda mientras que todo el mundo estaba hecho mierda, sin un peso, sin laburo. Estábamos en otro registro, el MAS estaba en otro registro (…) Yo quedé muy consumido. Todo el tiempo había algo, había una marcha. Estaba la idea loca de que éramos una bicicleta, si te quedabas quieto se cae[44]

Retomando el hilo de los acontecimientos, en agosto de 1991 se reunió el V Congreso partidario con el objetivo de rencauzar a la organización y elegir una dirección legitimada por el voto de los delegados. Desde el verano de 1990-1991, el MAS se había sumido en agotador proceso de discusión interna, perdiendo gran parte de la militancia y el dinamismo que lo había caracterizado tan solo un año atrás. El Comité Central Ampliado también arribó duramente cuestionado por no haber cumplido las metas que se les habían asignado. En julio de 1991, se convocó a una Conferencia en la que se resolvió romper el frente electoral con el PCA y se formalizó lo que ya era un hecho consumado: la existencia de divisiones irreconciliables en la dirección –y, por ende, en la base del partido-, así como la falta de acuerdo en aspectos esenciales de la actividad política. Esta convocatoria cristalizó las principales tendencias en las que se dividió el MAS, dando lugar a tres agrupamientos: la Tendencia Bolchevique (TB), la Tendencia Morenista (TM) y el Grupo de Opinión Proletaria (GOP). La TB se constituyó en el agrupamiento principal y en ella participaron dirigentes como Nora Ciapponi, Aldo Casas, Roberto Franjul, Marina Rodríguez, Eduardo Barragán y Eugenio Greco. Recibió el apoyo del PST de Colombia y el PSTU de Brasil. La TM estuvo integrada por miembros como Miguel Sorans, Silvia Santos, Eduardo Espósito, Mercedes Pettir, Orlando Mattolini y Luiz Zamora. Recibieron el apoyo del PST de Perú y de grupos más pequeños de la LIT como el MST de Ecuador y el PST de Panamá. El GOP fue el más pequeño de los agrupamientos, se constituyó sobre todo a instancias de la Comisión Sindical del partido y por cuadros de los frentes gremiales como Alcides Christiansen, German Kallsen, Abel Cossato y Pipo Marsal.

El conflicto principal se instaló entre la TB y la TM, mientras que el GOP tendió a articular posiciones con la primera. La votación a dirección en el V Congreso otorgó una leve ventaja a la TB, que, sumada al apoyo del GOP, le permitió usufructuar de una mayoría en la resolución de las principales definiciones tomadas entre septiembre de 1991 y la fractura de mayo de 1992. Si bien existieron diferencias en términos políticos y programáticos en la conformación de la TB y la TM, al ponderar su constitución no debe subestimarse el peso de las individualidades como factor explicativo ya que los militantes no siempre se alinearon en una u otra tendencia siguiendo una racionalidad programática y política coherente. Las lealtades regionales y personales, así como las trayectorias compartidas, cumplieron un rol determinante en las alineaciones internas. En cuanto a sus postulados, la TB sostenía una posición crítica de la alianza con el PCA e insistía en la necesidad de articular una práctica basada en la propaganda de las ideas socialistas y en la denuncia contra el “régimen burgués”, combinada con una política sindical arraigada en las demandas inmediatas de los lugares de trabajo.[45] Por su parte, la TM pregonó con mayor énfasis que las condiciones de posibilidad del MAS para devenir en un “partido con influencia de masas” no se habían visto alteradas en sustancia y cuestionaban que la TB buscaba imponer un curso que los llevaría a convertirse en una “secta obrerista”. Además, la TM fue una firme defensora de la alianza con el PCA y se opuso a la disolución de Izquierda Unida.[46] Con todo, y a pesar de sus diferencias, ambas tendencias –al igual que el GOP– estructuraban sus propuestas sobre la base de puntos de partida bastante similares. Todas se reclamaban defensoras de una ortodoxia trotskista-morenista que, a su juicio, había sido diluida por el curso del partido en los últimos años, y proclamaban la necesidad de un retorno a ella. En ese sentido, concebían la crisis en términos de “desvíos” de los principios fundamentales que guiaban la construcción de un partido revolucionario.[47] Asimismo, ninguna de las tres renunciaba a la caracterización de la situación como “situación revolucionaria”, diferenciándose únicamente en los ritmos y las tareas que consideraban prioritarias para la construcción del partido.

Luego de la consagración del nuevo Comité Central en agosto de 1991 y hasta la fractura en mayo de 1992, las divisiones se compaginaron con una exacerbación de las acusaciones cruzadas que derivaron en situaciones complejas como enfrentamientos abiertos en espacios de militancia. Un ejemplo significativo de esta tensión se dio durante la huelga ferroviaria de 1992, donde en algunas de las seccionales dirigidas por distintos sectores del partido se produjeron choques entre militantes. El desafío de garantizar la continuidad de una organización partida en dos no pudo ser afrontado, en parte como consecuencia de que la existencia de tendencias internas permanentes no podía ser absorbida por el ideal regulatorio de partido leninista y las normas del centralismo democrático.    

Recapitulando en torno a la crisis del MAS

Como adelantamos en la introducción, este artículo no pretende ofrecer una explicación definitiva sobre el tema tratado. Nuestro propósito fue más acotado: identificar algunos elementos claves que faciliten la comprensión de la compleja y multifacética crisis del MAS. Cada uno de estos ejes podría ser ampliado mediante la incorporación de nuevas variables que reflejen los diversos niveles en los que se desarrolló la dinámica de la crisis.

Sin embargo, en estas conclusiones quisiéramos recapitular sobre lo analizado y sistematizar nuestras opiniones. Nuestra hipótesis es que la crisis del MAS se explica principalmente como el producto de un desfasaje entre las perspectivas políticas construidas en torno al rumbo de la lucha de clases y la evolución real de los acontecimientos, tanto en la arena internacional como en la nacional, a partir de 1989. En otras palabras, afirmamos que existió una brecha creciente entre el discurso público de la organización (que avizoraba un horizonte de “revolución inmanente”) y sus prácticas políticas (marcadas por el retroceso de la acción de sus militantes). En nuestra opinión, fue precisamente a partir de este eje que se articularon el resto de las sub tramas de la crisis.

A lo largo del trabajo plantemos que algunas de estas contradicciones ya habían sido advertidas con anterioridad, como quedaba demostrado con los episodios de ruptura del grupo Convocatoria y de la TBI-PTS. Ahora bien, ¿por qué los debates de 1990/92 se desplegaron con una magnitud y una intensidad de la que carecieron los desarrollados en 1985 y 1988? Las razones de ello fueron múltiples. Primero, el propio contexto político-ideológico de principios de la década de los noventa. Segundo, la existencia de una serie de factores –como la legitimidad de la dirección o los avances en términos organizativos del partido- que actuaron posponiendo una discusión frontal de estas contradicciones. Tercero, las propias caracterizaciones y orientaciones elaboradas por la dirección partidaria, marcadas en este tramo de la evolución de la corriente morenista por una visión magnificada de la dinámica política y social del país y el mundo que la llevó a ver estallidos recurrentes de “crisis revolucionarias” donde no los había.

Dimos cuenta del carácter multicausal de la crisis del MAS y de la naturaleza colectiva de la elaboración de los significados y sentidos de la misma; y para ello repusimos las sub tramas que surcaron este proceso. Relevamos que existieron dos núcleos centrales que estructuraron el entendimiento de este fenómeno en amplísimas franjas de la organización. Una de las narrativas dominantes fue que la crisis del MAS era, ante todo, la “crisis de su dirección”. Es evidente que en la militancia existió un malestar generalizado por la centralización del poder y las prácticas burocratizadas de su conducción. El énfasis en revertir estos problemas permeó buena parte de las iniciativas elaboradas por la corriente morenista para sanear su crisis. Sin embargo, las medidas que se aplicaron para ello –como la ampliación del Comité Central, la incorporación de cuadros obreros a los organismos de conducción, la intervención de la LIT- se mostraron impotentes, en gran medida voluntaristas y muchas veces generaron el efecto contrario del que se deseaba buscar, azuzando la crisis y deteriorando los lazos de confianza.

Por otra parte, también es cierto que con la muerte de Moreno –en una organización que tendía a la personalización del poder en su figura- desapareció un polo de cohesión interna, lo que contribuyó a acelerar las tendencias centrífugas del partido. Como se desprende del análisis de la documentación, para gran parte del MAS la presencia de Moreno habría atemperado la crisis. Sin embargo, también es un dato de la realidad que muchos de los fundamentos políticos y teóricos a los que apeló la dirección post-Moreno para establecer la existencia de una “situación revolucionaria” habían sido instituidos por el propio fundador de la corriente. Los “octubres fáciles” que el liderazgo del MAS vaticinaba en los prolegómenos de los años noventa, se emparentaban con los “febreros recurrentes” que Moreno anunciaba para referirse al fin de los regímenes dictatoriales en el Cono Sur. Podría pensarse, por lo tanto, que la dirección surgida en 1987 no hizo más que continuar con el bagaje teórico, político y estratégico elaborado por su figura más importante en los umbrales de los años ochenta. Desde este lugar, opinamos que la “crisis de dirección” era más un epifenómeno que una causa estructural.

En segundo término, una clave de entendimiento fundamental fue la crisis del MAS como el producto de una serie de “desvíos”: “movimientismo”, “electoralismo”, “propagandismo”, “desvío socialdemócrata”, etc. Todos ellos partían de una misma idea soterrada que a grandes rasgos postulaba que el partido, a través de las políticas equivocadas implementadas por su dirección, se encaminaba hacia un curso que difuminaba los contornos trotskistas-morenistas de la organización. Frente a ello, se proponía un viraje para reencarrilar al MAS en la senda del “trotskismo ortodoxo”. Sin embargo, esto no fue acompañado de una reflexión más profunda sobre las condiciones de posibilidad de esa estrategia en el marco de un contexto –nacional e internacional- donde el sujeto dirigente de la vanguardia revolucionaria –la clase obrera industrial- estaba siendo acorralado por las transformaciones del capitalismo postfordista y neoliberal. La dificultad por salirse del marco de la caracterización de “situación revolucionaria”, en gran medida por el fuerte apego doctrinal profesado por esta corriente a ciertos núcleos de su tradición, y proceder a una reconsideración de los fundamentos de dicho “trotskismo ortodoxo” poco contribuyó a esta reflexión, lo que probablemente no hubiera evitado la crisis, pero quizás hubiera facilitado las herramientas para procesar otras salidas.

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Recibido: 27 de marzo de 2025

Aceptado: 16 de abril de 2025

Versión Final: 9 de mayo de 2025

Anuario Nº42, Escuela de Historia

Facultad de Humanidades y Artes (Universidad Nacional de Rosario), 2025

ISSN 1853-8835


[1] En el III Congreso la mayoría de la regional juvenil de Capital, que incluía el frente de la UBA, de La Plata y Mar del Plata se fraccionaron y formaron el Partido Socialista de los Trabajadores (PTS).

[2] Estos datos surgen como el resultado de una investigación sistemática sobre la historia de este partido realizada a instancias de un estudio doctoral. 

[3] “La izquierda llevó más de 55 mil personas a la Plaza”, Clarín, 02/05/1990; Solidaridad Socialista, Año VIII, nº329.

[4] “Interrogantes”, Clarín, 03/05/1990.

[5] Moreno, Nahuel, Argentina: una revolución democrática triunfante, 1983.

[6] III Congreso del MAS. Documento sobre la situación nacional¸03/02/1988; III Congreso del MAS. Balance de actividades, 03/1988.

[7] Efectivamente, la corriente morenista desarrolló la hipótesis que dada la crisis económica que transitó Argentina durante los años ochenta y la imposibilidad de las clases dominantes de articular algún grado de hegemonía que integrara a la clase obrera, el conflicto social asumía un contenido per se anticapitalista y socialista, independientemente de factores como el grado de conciencia política de los sujetos involucrados, de sus programas, sus demandas o de las corrientes intervinientes en el mismo. 

[8] Documento electoral. Comité Central, 12/02/1989; Ha cambiado la situación nacional: nos acercamos a pasos acelerados a una crisis revolucionaria, 23/04/1989; Sobre el partido y la orientación organizativa. Documento del Comité Ejecutivo, 18/08/1989

[9] Consolidemos un partido con influencia de masas, agosto de 1989;

[10] Comité Ejecutivo del 07/07/1989-Partido, 07/07/1990; Conferencia 1989 - Informe de Marina, 29/07/1989

[11] Conferencia 1989. Resolución sobre clandestinidad, 30/07/1989

[12] Comité ejecutivo 30/3/90–Defensa, 30/03/1990

[13] IV Congreso del MAS- Documento de actividades y orientación, 12/04/1990

[14] Circular Interna nº 312, 06/06/1990

[15] Pedro Pujals era un dirigente de peso y larga tradición en la corriente morenista. Formaba parte del Comité Central, del Comité Ejecutivo y de la Comisión Sindical del MAS.  

[16] Proyecto de actividades de la Liga Internacional de los Trabajadores, 03/05/1991.

[17] Fragmento extraído del programa Esto Pasó transmitido el 13 de agosto del 2023.  

[18] “Acuerdo PSP-RD-LIT”, Solidaridad Socialista, Año VII, Nº293, 10/08/1989

[19] Comité Ejecutivo del MAS. Internacional. Polonia, 27/10/1989

[20] Pedro Kreye. An Liga Internacional de los Trabajadores, circa 1989

[21] Tres interpretaciones del giro histórico, Correo Internacional, Año VII, Nº48, junio 1990

[22] Ibíd.

[23] La situación revolucionaria mundial, II Congreso de la LIT, julio 1989

[24] “Tomar el poder en algún lugar”, Correo Internacional, año VII, nº38, 06/1990

[25] Evaluación de las Tesis Mundiales: necesitamos otro Documento Mundial, 30/07/1990

[26] Los Boletines de Discusión Interna eran documentos a través de los cuales se publicaban y difundían minutas elaboradas por la militancia que se confeccionaban para encauzar los debates congresuales. Fueron uno de los medios principales a través del cual se entablaron las discusiones en el contexto de la crisis partidaria, por lo que constituyen una de las principales fuentes para recomponer los sentidos de la crisis del MAS elaborados por sus militantes y dirigentes. 

[27] Boletín de Discusión Interna Nº8, 28/11/1990; Boletín de Discusión Interna Nº9, 04/12/1990; Boletín de Discusión Interna Nº28, 05/06/1991

[28] Proyecto de documento de actividades de la LIT, 03/05/1991

[29] La ley de Emergencia Administrativa y Reforma de Estado y la Ley de Emergencia Económica fueron pilares fundamentales del programa económico del menemismo, dispusieron de una masiva delegación de facultades legislativas al Ejecutivo para proceder con las privatizaciones, la suspensión de compromisos laborales (estableciendo la prescindibilidad de empleados y desenganche de los salarios en el estado), la transferencia de funciones sociales básicas (como la salud, la educación y promoción social) desde la jurisdicción nacional hacia los gobiernos municipales y provinciales, la desregulación económica y la descentralización de las negociaciones colectivas

[30] Sancionada en 1991, la Ley Nacional de Empleo instauró nuevas modalidades de contratos de trabajo por tiempo determinado que no permitían gozar de estabilidad, ni percibir indemnización en caso de despido y estableció las pasantías laborales, lo que contribuyó a la expansión de diversas modalidades de precarización laboral.  

[31] Documento sobre la coyuntura nacional, 22/08/1990

[32] Boletín Interno de Discusión Nº10, 07/12/1990

[33] Boletín Interno de Discusión Nº1, 03/10/1990; Boletín Interno de Discusión Nº8, 28/11/1990

[34] “Triaca suspende las elecciones en Sanidad”, Solidaridad Socialista, año VIII, nº289, 13/07/1989; Balance de Sanidad; 12/12/1990

[35] Circular Interna nº 268, 17/05/1989; A la Dirección Nacional - A la Dirección Regional de Neuquén, 03/10/1990

[36] En respuesta a la continuidad de las medidas de lucha de los telefónicos, el gobierno nacional dispuso la intervención de las Fuerzas Armadas en el conflicto que ocuparon las centrales telefónicas y reemplazaron a los huelguistas para garantizar la continuidad del servicio.

[37] Los balances plantean dos hipótesis en torno a la actuación del partido en la decisiva asamblea de Atlanta. La primera postula que la militancia telefónica preveía que el ubaldinismo, con Esquivel a la cabeza, sostendría el conflicto y profundizaría las medidas. Ante el cambio intempestivo de la línea de la dirección del FOETRA Buenos Aires, los militantes del MAS no supieron cómo actuar. Otros balances sostienen que la palabra le fue negada impidiendo, de este modo, presentar un curso alternativo para el conflicto. 

[38] Sobre la Dirección, 11/12/1990

[39] Efectivamente, la Dirección Nacional del MAS, en particular sus organismos más importantes como el Comité Ejecutivo, el Secretariado y gran parte del Comité Central estaban compuestos por miembros provenientes del estudiantado radicalizado de la década del sesenta y setenta. Esta dirección fue formada y sostenida por Nahuel Moreno durante toda la década de los ochenta. 

[40] Al Comité Ejecutivo y al Comité Central, 20/11/1990; Porqué voto afirmativamente la propuesta de que vaya a trabajar inmediatamente el resto del viejo CC, 230/3/1991

[41] Según nuestro registro, entre la publicación del Balance de la huelga telefónica y de la actuación del partido en septiembre de 1990 hasta la ruptura de mayo de 1992 se escribieron y circularon en distintas publicaciones del partido cerca de 1200 minutas. 

[42] No es casual que pocos en el MAS, salvo una de las tendencias surgidas durante la crisis, la Tendencia Revolucionaria La Verdad, hayan planteado la necesidad de revisar estas premisas. Como tampoco lo es, que este planteo haya sido tildado de “revisionista”, “liquidacionista” y fuertemente resistido por el conjunto de la dirección y gran parte de la militancia.

[43] Boletín de Discusión Interna Nº10, 07/12/1990

[44] Entrevista a Esteban realizada por el autor en la ciudad de Rosario, 12/05/2023

[45] Plataforma de constitución de la Tendencia Bolchevique, 11/07/1991

[46] Por una política para pelear por la dirección del movimiento obrera y de masas, 24/07/1991; Tendencia Morenista, 15/08/1991

[47] De un análisis comparativo con otras organizaciones trotskistas que atravesaron procesos similares durante estos años se desprende que un rasgo común es que piensan sus crisis como el producto de desvíos de los principios fundamentales del legado y entablan sus disputas fraccionales en torno a la defensa de la ortodoxia. Ver el caso de las organizaciones trotskistas británicas: Kelly, J. (2018) y Burton, P. (2014).