Estado, soberanía y ciudadanía. Hacia una nueva semántica histórica para la compresión de las transformaciones del arco Atlántico en el temprano siglo XIX: un debate abierto
Estado, soberanía y ciudadanía. Hacia una nueva semántica histórica para la compresión de las transformaciones del arco Atlántico en el temprano siglo XIX: un debate abierto
State, sovereignty and citizenship. Towards a new historical semantics for the understanding of the transformations of the Atlantic arc in the early 19th century: an open debate
FABRICIO GABRIEL SALVATTO[1]
Centro de Historia Argentina y Americana
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad Nacional de La Plata
RESUMEN
En las últimas décadas se han publicado trabajos de gran relevancia para cuestionar las ideas atemporales de estado, soberanía y ciudadanía entre otros términos problemáticos que fueron utilizados sin demasiada reflexión para explicar los cambios del temprano siglo XIX. Otra operación similar fue la de extrapolar los significados que cobraron estos términos en los planteamientos decimonónicos y retrotraerlos con las mismas acepciones a los siglos XVI y XVII. A partir de este problema nos proponemos analizar las nociones de Estado, soberanía y ciudadanía basándonos en algunos aportes teóricos de autores como Reinhart Koselleck, Pierre Bourdieu, Pietro Costa, Javier Fernández Sebastián, Pierre Rosanvallon, Bartolomé Clavero, Carl Schmitt, Carlos Garriga, Nicola Matteucci, Elías Palti y otros. El objetivo es no sólo glosar los aportes de cada uno de estos autores, sino ponerlos en relación para mostrar que estamos ante un debate abierto en la disciplina histórica.
Palabras clave: soberanía; ciudadanía; historiografía; teoría de la Historia.
ABSTRACT
In the last decades, works of great relevance have been published to question the timeless ideas of state, sovereignty and citizenship among other problematic terms that were used without too much thought to explain the changes of the early 19th century. Another similar operation was that of extrapolating the meanings that these terms acquired in the 11th century plantings and retrotraer them with the same meaning to the 16th and 17th siglos. Based on this problem, we propose to analyze the notions of State, sovereignty and citizenship based on some theoretical contributions from authors such as Reinhart Koselleck, Pierre Bourdieu, Pietro Costa, Javier Fernández Sebastián, Pierre Rosanvallon, Bartolomé Clavero, Carl Schmitt, Carlos Garriga, Nicola Matteucci, Elías Palti and others. The objective is not only to gloss the contributions of each of these authors, but to put them in relation to show that we are facing an open debate in the historical discipline.
Keywords: sovereignty; citizenship; historiography; history theory.
Introducción
La reciente obra de Javier Fernández Sebastián titulada Historia conceptual en el Atlántico ibérico. Lenguajes, tiempos, revoluciones (2021) contribuyó a retomar un corpus de dificultades que atañen a la historia conceptual, la historia intelectual y a la que muchos siguen llamando historia de las ideas. Las primeras 151 páginas del libro constituyen una de las mejores síntesis hasta ahora escritas sobre estos problemas conceptuales. Por ejemplo, lejos de diferenciar drásticamente las posturas entre Koselleck y Skinner o entre este último y John Pocock, Fernández Sebastián considera la necesidad de requerir la compatibilidad entre sus perspectivas pues en buena medida pueden llegar a derivaciones categoriales y conceptuales cercanas o semejantes. Por ejemplo, la semántica histórica, los conceptos y los leguajes aclaran mejor el abordaje de la dinámica de los procesos históricos de la formación del Estado en línea con el debate hermenéutico que al problema del Estado. Fernández Sebastián nos advierte que las formulaciones de autores como Skinner o Pocock son perfectamente compatibles dentro de un género teórico que no nos obliga a escoger entre uno u otro al abordar tamaño tema.
También contamos con otra obra reciente cuya propuesta es, a la vez que audaz, un trabajo que contribuirá a perfilar nuevas ideas y pensar los procesos históricos en función de una periodicidad donde los conceptos de soberanía, libertad, ciudadanía, entre otros, se encuentran en permanente movimiento. Se trata del libro de Jimena Tcherbbis Testa La causa de la libertad. Cómo nace la política moderna con el poder de la iglesia (2023). El esfuerzo de la autora por mostrar que el liberalismo y la inquisición española tienen rasgos comunes que no las hace contradictorias en la práctica, aporta un hallazgo importante pero en este libro entran en juego una serie de transformaciones conceptuales al avanzar los proyectos políticos a ambos lados del Atlántico, proyectos en los que el lector familiarizado con aquéllas comienza a dudar de que verdaderamente el final de la inquisición, la iglesia católica y las posturas conservadoras monárquicas estuvieron relacionadas con la línea de análisis que da comienzo a la obra. Por ejemplo, las mutaciones del liberalismo en diferentes regiones es un problema que la autora no deja de mencionar pero para el que, a la vez, no encuentra una respuesta satisfactoria. Sin embargo, los interrogantes que abre al unir procesos que se pensaban dicotómicos no deja dudas acerca del valor de profundizar en los cambios semánticos, no solo los ofrecidos por Fernández Sebastián o Tcherbbis Testa sino poniéndolos en diálogo con otras voces clásicas de la literatura sobre este tema. En las páginas que siguen queremos volver sobre un debate que consideramos abierto en los amplios marcos de nuestra disciplina histórica, pues sería difícil alguna vez alcanzar alguna forma de conclusión absoluta, uniforme o universal sobre el problema. Por otra parte, pensamos que no se ha alentado con suficiencia las discusiones -salvo raras excepciones- sobre las implicancias teóricas en el debate historiográfico sobre estos viejos problemas.
Teoría, Estado y soberanía: Conceptos y categorías en debate
Comencemos por uno de los autores que constituyó en gran parte aquella revolución historiográfica de finales de los años 1960. Reinhart Koselleck (2012) se refirió al problema de la historia del Estado analizando las estructuras federales de Alemania desde un punto de vista histórico:
El estado nación no es ningún telos de la historia, como tampoco lo es una federación determinada. La historia no tiene ningún fin, pero sí posee numerosas estructuras que se repiten al tiempo que se modifican, a menudo despacio, pocas veces de forma repentina (p. 291).
Esta consideración conduce a Koselleck a concluir que Estado y soberanía no son siempre nociones convergentes por completo:
“Estado” y “soberanía” son dos conceptos que remiten uno a otro en su surgimiento histórico y en el lugar que ocupan en el derecho. Desde el siglo XVII hasta nuestros días existe una conexión tan estrecha que ambos se condicionan de manera recíproca. Sin embargo, ni en la realidad ni en la teoría del derecho dependen completamente uno de otro. Hubo príncipes soberanos que no tuvieron el mando sobre el estado, así como hubo y hay Estados que no son soberanos (op. cit., p. 129).
Asimismo, “[e]l concepto de soberanía compartida solo es intrínsecamente contradictorio cuando se sitúa como última instancia el Estado nacional totalmente homogéneo” (op. cit., p. 291). Esta fórmula parece alejarse de la idea de que el Estado Nación se identifica con un exclusivo poder soberano, permitiendo pensar en la posibilidad de la heterogeneidad de los cuerpos políticos en un amplio territorio, por ejemplo, en el ámbito del Sacro Imperio Romano Germánico de los siglos XVI al XVIII, en el que se combinaban diversas instancias de concreción de la soberanía (local, real, imperial, papal, etc.). De este modo, Koselleck señala la contradicción en la expresión soberanía compartida en la medida en que el Estado solo poseyese homogeneidad nacional.
Como se observa, las experiencias históricas de los siglos XVI al XIX suelen reconstruirse teóricamente a partir de unas estrechas relaciones entre los conceptos de Estado, soberanía y ciudadanía. Esto no es extraño porque es a partir del siglo XVI cuando Juan Bodino[2] sistematiza la relación entre nociones que la tratadística formulaba tomando elementos de la tradición grecorromana y cristiana del medioevo (Cfr. Bermejo Cabrero, 1992: 19, 30, 34, 35). Echemos una mirada al papel destacado que han tenido (y en ocasiones tienen) estos conceptos y categorías como problema sociológico, filosófico e histórico.
Un clásico problema fue cómo se utilizaron los términos Estado, república o colonia en obras como las de Richard Konetzte (2002), las del propio Hobsbawm[3] y otras similares: “Estado colonial”[4], Estado monárquico”, etc. Si bien, por un lado, estas obras aportaron nuevos elementos a la historiografía regional, el abordaje de las historias nacionales continuó con la asunción de la tarea de naturalizar la idea estatal, construyendo el Estado en el pasado como forma política propia de los hombres socialmente organizados. Carlos Garriga (2004) sostiene que si la ordenación jurídica del presente se configuró a partir de la dicotomía público/privado como dos polos en permanente contradicción, la misma fue proyectada al pasado, hacia el mundo previo a los Estados nacionales.
Pierre Bourdieu (2015) se ha referido a
...la ambigüedad fundamental del Estado, que consiste en que quienes teorizan sobre el bien público son también quienes se benefician de él. Las dos caras del Estado se ven mucho mejor en sus inicios porque el Estado está en nuestro pensamiento y nosotros estamos aplicando una idea de Estado al Estado. Nuestro pensamiento, siendo en gran medida el producto de su objeto, sólo percibe de él lo esencial, en particular la relación de pertenencia del sujeto al objeto (p. 129).
El autor advierte, en este caso, que el Estado es asumido e interiorizado por nosotros, que de algún modo se encuentra en nuestras cabezas. Al respecto, cabe preguntarse de qué modo se puede eludirse la utilización de ese concepto para pensar las formaciones sociales[5] incluso antes del inicio de aquel.
Lo propio sucede con la idea de “lo público” que desde el siglo XIX y principios del XX se afilia indiscutiblemente con el Estado (Garriga, 2004) y éste, a su vez, con la comunidad política nacional. Pero como señala Pietro Costa “…el estado no es un fenómeno eterno”, sino “…tan sólo la forma moderna de la comunidad política” (Costa, 2007: 20). Para este autor el estado constituye una síntesis de elementos que difícilmente se encuentra en las formas políticas pre-modernas (op. cit.).
Pero, además, como señala Carlos Garriga (2004), esta visión estatal nacional brindó el instrumental teórico necesario para comprender el proceso analizado.[6] El historiador argentino José Carlos Chiaramonte advierte sobre la necesidad e incluso la intencionalidad del Estado en crear una historia justificadora, pero es más complejo cuando el historiador se hace cargo de esas justificaciones, allí la cosa es muy diferente (Chiaramonte, 2010).[7]
Si exploramos una historiografía más reciente, Fernández Sebastián señala que, tanto los historiadores como los teóricos sociales reprodujeron “…un nuevo repertorio conceptual formado por nociones que, al proyectarse hacia el pasado, generaron un nuevo paisaje político-intelectual, en el que algunas cosas se tornaron casi invisibles, mientras otras resultaron realzadas” (Fernández Sebastián, 2014: 43). A esto nos referimos cuando planteamos que la agenda sobre los conceptos fundamentales aplicables para analizar este proceso está formada en gran parte por el paradigma estatal nacional aun cuando en algunos trabajos se esconda en regionalismos o provincialismos.
En este punto la discusión se complejiza porque la respuesta tiene que ver con la alternativa de si el estado nacional tiene o no sus precuelas en las formaciones sociales previas al siglo XIX. Este es un tema polémico entre los historiadores: algunos lo ven como un fenómeno universal. Por ejemplo, por un lado, casos de autores como el soviético S. I Kovialiov (2019) y su Historia de Roma o Mario Liverani (1995) para referirse al Antiguo Oriente y otros contemporáneos, no teorizaron demasiado al utilizar el concepto de Estado en sus relatos. Por otro lado, algunos identifican claros rasgos de estatidad recién en la modernidad temprana (siglo XVI-XVII); otros siguen más apegados a la teoría estatal referida al Estado de la contemporaneidad.
Bartolomé Clavero (2017) señala que la palabra Estado “…es seguramente la peor enemiga de la historiografía”, como así también el vocablo república. Cuando la historiografía aborda los siglos XVI al XVIII a partir de la “Historia del Estado” pierde de vista que la república o el sistema político de este período tiene como base la familia, “…esto es, del gobierno patriarcal de entidades domésticas o corporativas lentamente constituidas por relaciones no solo de parentesco sino también de servidumbre” (Clavero, 2017: 17).
María Inés Carzolio (2018) ha señalado que “los vínculos vertebradores de la sociedad del Antiguo Régimen”, son de índole preestatal y
…anterior al Estado liberal, donde no existía una división entre lo público y lo privado puesto que la monarquía no tenía reservado lo público, como sí lo haría el Estado. No existía como un ente impersonal y abstracto ni a partir de una separación entre Estado y sociedad, ni una unidad política o territorial, sino más bien de una realidad corporativa (pp. 24-25).
La autoridad política podía remitir a la “…iurisdictio, es decir, la serie de relaciones por las cuales un conjunto de individuos estaba subordinado a otro” (op. cit., pp. 133-134), noción ajena al paradigma estatal.
Un común denominador en la discusión contemporánea sobre el Estado fue el carácter monopolizador del poder coactivo por parte de grupos socialmente organizados. Norberto Bobbio (2009) sostiene que ningún grupo social de estas características consintió la des-monopolización del poder hecho que supondría la desaparición del estado.[8] Por otra parte, en las experiencias históricas de las revoluciones atlánticas (siglos XVIII y XIX) no se desecharon las capacidades estatales del Antiguo Régimen sino que se modificaron drásticamente su titularidad y legitimidad.[9] En este sentido, puede señalarse que existe una continuidad de las capacidades estatales -cuajadas a finales del siglo XVIII y principios del XIX- que concebían la heterogeneidad del cuerpo social (naciones, regionalismos, comunidades), puesto que las entidades surgidas de la crisis del mundo colonial fueron heredadas y proyectadas, algunas veces de modo más conservador y otras dándoles nuevos sentidos a las normativas y prácticas antiguas. (Salvatto, 2013). En este caso nos referimos a las formas de representación del Antiguo Régimen y aquellas que irrumpen en la primera parte del siglo XIX.
Por consiguiente, es posible demostrar que no existió en los actores sociales de estas décadas la voluntad de desmonopolizarse del poder coactivo al que podían acceder los grupos que fueron herederos de la simbología o del poder real del Estado monárquico en sus manifestaciones coloniales o metropolitanas. Tengan supremacía territorial y política o no, los grupos organizados que constituyeron las nuevas entidades políticas se reservaron las condiciones de uniformidad, exclusividad y universalidad sin que esto signifique la presencia de un estado nacional concreto como la España o la Argentina de finales del siglo XIX. Sin embargo, la idea de una ciudadanía política en “formación” cuajó en la estructuración de una nueva representación política, de la cual solo debían esperar que desaparecieran las viejas instituciones del Antiguo Régimen en el marco de lo que algunos autores llamaron “balbuceos republicanos”.
Cualesquiera que hayan sido las reivindicaciones del proceso revolucionario –radicales o moderadas- su accionar tropieza con estas capacidades estatales -cada una de ellas con diversas formas de reivindicaciones soberanas- y esto a su vez significó, por un lado, la disolución del “estado colonial” basado en la administración y el control del vasto territorio hispanoamericano (Halperin Donghi, 2014) y, por el otro, la presencia de las diversas dificultades de los nuevos “grupos sociales” para crear un nuevo orden jurídico y político (Lefort, 2014).
Una de las dimensiones del proceso de formación del estado nacional consistiría en la concentración de estas capacidades en una única y excluyente forma de organización político-social durante la segunda parte del siglo XIX, pero no pudo ser posible en la primera parte de este según la restitución conceptual del contenido de las instituciones y prácticas políticas. Desde nuestra perspectiva, hablar de “capacidades estatales” en este período es extemporáneo o anacrónico. En principio porque rastrea en forma atenuada al Estado en donde aún éste no está, en una seleccionada “capacidad”, tal como lo hacen las perspectivas señaladas más arriba.
Sobre el origen histórico y conceptual del término soberanía, Noemí García Gestoso (2003) señala “...que no existe unanimidad doctrinal para datar más exactamente el momento del surgimiento del Estado Moderno, y, por consiguiente, de la soberanía estatal” (p. 302). Mientras que algunos autores consideran que diversos elementos que constituyen la soberanía estaban presentes en los “estados avanzados” del siglo XIV y, por lo tanto, “…al final de la Edad Media, existiría la soberanía y el Estado en su esencia, aunque no estuvieran conceptualizados como tales” (op. cit.). Otros en tanto, consideran detectable la existencia de la soberanía luego de la publicación de Los seis libros de la república de Bodin. De modo que se “conceptualizó la idea y después se llevó a la práctica en la realidad” (op. cit.). García Gestoso intenta conciliar ambas posturas describiendo minuciosamente las correspondencias entre los antecedentes históricos del siglo XIV al XVI, y las formulaciones teóricas de los autores de los siglos XVI y XVII, tales como Bodino, Hobbes y Grocio. Como indicamos más arriba, desde una perspectiva conceptual, este intento de conciliación significaría retrotraer conceptos que difícilmente los actores podrían haber considerado. Por ejemplo, en el medioevo la palabra soberano indicaba preeminencia, es decir, aquél que es superior dentro de un sistema jerárquico determinado (Matteucci, 2011: 1485) pero difícilmente esta concepción pueda retrotraerse al pasado, por ejemplo, a la Roma imperial y mucho menos al Oriente en el 2000 a.C. Por otra parte, tampoco pueden considerarse estas experiencias históricas como antecedentes directos de la soberanía ejercida por Enrique VIII o Luis XIV, ni de los gobiernos constitucionales de los siglos siguientes. Consideramos que, desde que las formas de organización social y política enuncian a la soberanía como regla fundacional de su existencia como comunidad política, toda atribución de la soberanía dependió en su base de su legitimación y su ejercicio.
Koselleck (2021) señala que es posible establecer acuerdos para el uso del término Estado como “concepto general formalizado”:
La aplicación del término estado a todas las culturas y períodos de la historia universal puede ser sostenida si se hace de modo consciente y es metodológicamente justificada en vista a su valor (comparativo) como también a su limitada potencia enunciativa. En un sentido amplio, susceptible de ser fundamentado desde la antropología cultural, no hubo en la historia ninguna existencia humana sin un orden sancionado de mayores o menores unidades sociales al servicio de la vida en conjunto en el interior y de la protección hacia el exterior (p. 136).
Pero es el medioevo el período por excelencia en el que se rastrea el concepto de “Estado”:
Sin duda existieron en la Alta Edad Media -de la cual tiene que partir la historia conceptual europea para concretar el “Estado”- comunidades políticas, asociaciones, organizaciones de poder a las cuales puede ser aplicado el término “Estado”, a pesar de que tal término no se usaba o se encontraba lejos del concepto “Estado moderno” (op. cit.)
Es decir, que para Koselleck no se trata de que existieran “estados avanzados” que contenían elementos característicos de la soberanía, sino que
…estos dos conceptos adquirieron un carácter teórico mucho antes de que lo tuvieran entre nosotros. Así, el ‘stato’ De Nicolás Maquiavelo ya tenía una excepción en tanto concepto autónomo que no necesitaba que se le agregaran ninguno de los complementos de especificación: del príncipe, o de la República, una excepción que se impone entre nosotros recién en el siglo XVIII (op. cit. p. 130).
La noción de “concepto de meta” le permite a Koselleck explicar la posibilidad de la existencia de una forma de Estado y su ejercicio de la soberanía, frente a un tipo de jurisdicción en la que se desarrolló una forma particular de autoridad política que no se rige en esas características de Estado/soberanía:
A pesar de la historia de la teoría latina y de Europa en general, que sigue vigente, los dos conceptos que nos ocupan en particular, más que otros del lenguaje político y social, dependen de las recepciones procedentes de Occidente en las que intervienen la traducción. A partir de eso, se producen distorsiones diacrónicas en el uso sincrónico. Considerado de un modo general desde Jean Bodin, la soberanía, en tanto indica la última instancia de decisión dentro de un Estado y la absoluta independencia de ese Estado hacia el exterior, se adecuaba a la realidad en la Francia de Luis XIV y en Alemania era un concepto de meta que debía ser concretado. Pues en el marco de la Constitución estamental dispuesta por la legislación feudal del imperio los amos territoriales no eran realmente “soberanos”, ni interna ni externamente, aunque fuesen llamados así. Y tampoco era soberano el emperador que dependía en lo legal y en lo político del parlamento y de los príncipes. (op. cit.)[10]
El término soberanía (desde el siglo XVI) se presenta como el necesario punto de referencia para teorías políticas y jurídicas en autores muy diferentes, como ya mencionamos (Matteucci, 2011). Por ejemplo, dentro de las propiedades de este término se incluye la posibilidad del indulto como privilegio real o como condición positiva (reglado por las leyes) que solo posee el poder ejecutivo -o los poderes ejecutivos- y que también se verifica en las distintas tradiciones políticas occidentales, tanto en las mediterráneas como en las anglosajonas. Se trata nada menos que de la “quinta señal de suprema autoridad” que propone Bodino en sus Seis Libros de la República: conceder gracia y juzgar en última instancia (op. cit.). Ya se trate de la vida, el honor o los bienes, corresponde a la voluntad de la suprema majestad “…y esto no lo pueden hacer los magistrados, por grandes que sean” (Bodino, 1992: 367). Para Bodino, si ésta o el resto de las prerrogativas (señales de soberanía) se debilitan, el soberano legal se reduce a la impotencia. Las demandas y reclamos por parte de las capas y estados (status) reforzaron la cuestión teórica de la indivisibilidad de la soberanía en autores como Cardin Le Bret (1558-1655) quien sostenía que la soberanía era indivisible como el punto de la geometría (Matteucci, 2011). Por su parte, John Locke planteaba que el legislativo es el poder supremo de la sociedad política y el rey es soberano en tanto participa en el poder legislativo, además de decidir sobre la guerra y la paz y de tener también prerrogativas para casos excepcionales (op. cit.).
En las últimas décadas se produjo una revaloración de las contribuciones teóricas de Carl Schmitt y se empezaron a considerar sus postulados más allá de las consecuencias totalitarias que estas portaban. Así, esta reformulación fue “…crucial del debate filosófico y teórico, y, de hecho, por obra de autores como Claude Lefort se transformaron en la clave para la comprensión de la democracia moderna” (Palti, 2018: 13).
Carl Schmitt (2009) identificaba la instancia soberana desde el siglo XVII como un problema vinculado a la reducción “a la decisión en caso excepcional” (p. 16), es decir, “[s]oberano es quien decide sobre el estado de excepción”. Para el autor la presencia de soberanía -y con ella el Estado- “…consiste en decidir la contienda, o sea, en determinar con carácter definitivo que son el orden y la seguridad, cuándo se ha violado, etc”. De esta manera, Schmitt corre del eje principal de la soberanía en su formulación clásica que se definía del siguiente modo: “Soberanía es el poder supremo y originario de mandar”. Esta definición bodidiana, que la mayoría de los estudios citan para referirse al concepto de soberanía, para Schmitt se ubica dentro de las competencias del Estado de derecho, pero la constitución sólo puede indicar quién está autorizado a actuar en tal caso. Lo fundamenta del siguiente modo:
Si la actuación no está sometida a control alguno ni dividida entre diferentes poderes que se limitan y equilibran recíprocamente, como ocurre en la práctica del Estado de derecho, al punto se ve quién es el soberano. Él decide si el caso propuesto es o no de necesidad y qué debe suceder para dominar la situación. Cae, pues, fuera del orden jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de pertenecer a él, puesto que tiene competencia para decidir si la Constitución puede ser suspendida in toto (op. cit., p. 14)[11]
Un caso histórico que puede citarse al respecto fue el rechazo del rey Fernando VII a jurar la Constitución de Cádiz, pues cuando este reingresó en la escena política española (1813/1814), luego de años de deliberación de los diputados sobre las prerrogativas de las Cortes y del rey, allí se evidenció a fin de cuentas quién era el soberano.[12]
Para Schmitt el orden jurídico corresponde a una decisión y no a la normativa:
Porque todo orden descansa sobre una decisión, y también el concepto del orden jurídico, que irreflexivamente suele emplearse como cosa evidente, cobija en su seno el antagonismo de dos elementos dispares de lo jurídico. También el orden jurídico, como todo orden descansa en una decisión, no en una norma (op. cit., p. 16).
Schmitt considera como principal “mérito científico” de Bodino, “y el fundamento de su éxito” el hecho de “…haber insertado en el concepto de soberanía la decisión” (op. cit.). Para él, son pocos los trabajos sobre el concepto de soberanía que repararon en este aspecto, limitándose fundamentalmente a referencias que justifican un orden normativo. Para Schmitt, la clave está en el momento en que Bodino se interroga sobre si es posible que las promesas del príncipe al pueblo o a los estamentos, anulen su soberanía. A lo que Bodino se contesta que “según lo requieran las ocasiones, tiempos y personas.” Si para esto el príncipe tuviera que pedir dispensas al pueblo o los estamentos, la soberanía se ejercería por las dos partes. Esto Bodino lo considera absurdo porque el príncipe y el pueblo serían soberanos alternativamente. De aquí que, para Schmitt, la “facultad de derogar leyes vigentes, sea con carácter general o especial, es el atributo más genuino de la soberanía, del que Bodino pretende deducir…” (op. cit.) las restantes señales o marcas de soberanía.
Si la soberanía no proviene de un orden heredado o delegado por los súbditos y, por consiguiente, no tiene la necesidad de respetar sus promesas ante ellos, ¿de dónde viene? Como señala Carlo Galli (2018)
Que la autoridad no tenga necesidad de derecho para crear el derecho, como Schmitt afirma, no significa que sea extrajurídica, sino solo que debe crear normas a partir de una situación de ausencia de normas. No obstante, únicamente desde el punto de vista de la norma y del ordenamiento, y no del Derecho en general, la decisión sobre el caso de excepción le parece a Schmitt “nacido de la nada”, capaz de anular (vernichten) la norma: esa decisión es antes bien tratada explícitamente por Schmitt como un instituto jurídico, y el caso de excepción es definido “como un concepto general de la doctrina del Estado”. Así, “ambos elementos, tanto la norma como la decisión, permanecen dentro de la juridicidad” (pp. 288-289).
Teniendo en cuenta estas consideraciones teóricas de Schmitt, cabe interrogarse si la historiografía sobre el Río de la Plata se preguntó más por el orden heredado del mundo colonial, por los (de antemano) legítimos titulares del poder político, vale decir, por quienes mandan o quiénes deberían mandar, por qué y qué ordenación jurídica legítima sería la más conveniente. Si la pregunta es, quién o quiénes manda(n) en el orden político-jurídico normativo rioplatense, por ejemplo, entre 1808 y 1880, se corre el riesgo de que las respuestas se deslicen al problema de la dicotomía entre la norma y la práctica política o la hibridación de elementos antiguos y modernos. Como señala Carlos Garriga (2012):
…por debajo de los discursos políticos más o menos modernos, aquel largo momento decimonónico que suele decirse de sincretismo o hibridación no fue sino la(s) última(s) forma(s) que adoptó el dúctil orden jurídico tradicional para obstaculizar la emergencia del Estado como única instancia de producción y gestión del derecho, lo que más o menos significa que todavía para entonces la cuestión principal no puede reducirse a saber quién manda (p. 100).
En este sentido, la tesis de Schmitt (2009) puede aproximarnos a una definición de soberanía que nos permita observar cómo los agentes auténticamente soberanos pueden imponer o vivir bajo un orden jurídico del que forman parte y transgredirlo discrecionalmente y esta trasgresión no implicaría una anarquía o caos, pues -como dice Schmitt- “...en sentido jurídico siempre subsiste un orden, aunque este orden no sea jurídico” (p. 17).
La cuestión de la ciudadanía y sus implicancias en el temprano siglo XIX
En relación a las consideraciones teóricas en torno al problema de la ciudadanía política, nos centramos en los aportes de Pierre Rosanvallon, Pietro Costa y Peter Sahlins. Los aspectos teóricos e historiográficos con relación a la especificidad de la ciudadanía en el Antiguo Régimen y en los primeros ensayos republicanos en Hispanoamérica han sido tema de grandes debates de la historia social y política. Tanta evidencia fáctica, fuentes documentales, como contingencias regionales, etc., restaron importancia a la teoría. Sin embargo, gran parte de esta historiografía ha sido, consideramos, bastante selectiva con la teoría.
El estudio de la ciudadanía política tuvo un gran auge a mediados del siglo XX, sobre todo luego de la publicación del ensayo de Thomas Humhrey Marshall (1950) titulado “Ciudadanía y clase social”. En este análisis, Marshall propone un modelo de desarrollo histórico en el cual a lo largo del siglo XIX hasta mediados del XX, se va alcanzando progresivamente una ciudadanía política cada vez más amplia por medio de la universalización y generalización del voto y la consolidación de los derechos sociales (Sábato, 2004:15). Para el autor, los primeros avances de la ciudadanía databan del siglo XII cuando la justicia real se estableció con las commom law para defender los derechos civiles de los individuos, desplazando progresivamente las costumbres locales. Pero los cambios económicos alteraron la separación de los derechos civiles, políticos y sociales:
Tras separarse, los tres elementos de la ciudadanía perdieron el contacto, por decirlo coloquialmente. El divorcio entre ellos se consumó hasta tal punto que, sin forzar demasiado la precisión histórica, es posible asignar el período formativo en la vida de cada uno de ellos a un siglo diferente -los derechos civiles al siglo XVIII, los políticos al siglo XIX, y los sociales al XX- (Marshall, 1950: 304)
Así, en el siglo XVIII, con la Revolución Francesa, comienza un proceso en el cual se fortalecen los llamados derechos civiles. Durante la segunda parte del siglo XIX, se consolidan los derechos políticos por la extensión del voto masculino. Finalmente, en el siglo XX se produce -con la propagación de los derechos sociales- la extensión del sufragio a toda la población adulta y desde entonces puede hablarse de las democracias plenas.
Se trata sin duda de un esquema lineal para describir una trayectoria que en realidad fue zigzagueante. La propuesta de Marshall fue discutida por la historiografía de las últimas décadas mostrando que en los diferentes espacios del mundo occidental no hubo un acceso gradual a los derechos civiles, políticos y sociales. La tesis de Marshall se extendía en el mundo académico occidental cuando unas décadas antes las Leyes de Núremberg de 1935, habían barrido con los derechos políticos de los alemanes de origen judío y de judíos de otras nacionalidades, minorías étnicas y religiosas, etc., considerándolos desde entonces y hasta el final de la Segunda Guerra Mundial como ciudadanos de segunda categoría. Como sostiene Hannah Arendt (2017), esta situación dejaba el camino abierto para que se abolieran los derechos civiles como ocurrió luego (p. 419). Los llamados derechos sociales quedaron también suprimidos, pues las expulsiones de empleados públicos, de empresas, universidades, etc., significaron -entre otras cosas- la negación del derecho al trabajo. (Evans, 2017: 254, 422, 438). Los campos de concentración de ciudadanos norteamericanos de origen japonés en los Estados Unidos entre 1942 y 1946[13], también debería ser obviado para que fuese factible el esquema marshaliano.
Por otra parte, para que la tesis de Marshall sea viable, habría que ignorar numerosos elementos históricos. Por ejemplo, en Alemania los derechos civiles a los judíos alemanes les fueron otorgados por privilegio a partir de un decreto municipal en 1808. Es decir, que el goce de los derechos civiles se otorgaba “…en forma de privilegios individuales” (Arendt, 2017: 135), por lo cual la condición de estos sujetos no estaba relacionada con la extensión de la ciudadanía a partir del derecho civil sino por ser “judíos protegidos”. Muy próxima en el tiempo, se promulgó una “emancipación general” que otorgaba derechos civiles y políticos a los judíos, incluso a los pobres. A la derrota de Napoleón, este decreto se derogó, quedando firme la ley municipal de 1808, mediante la cual el derecho civil se otorgaba por privilegio (op. cit.).
Podríamos dar muchos ejemplos más. Sin embargo, el esquema de Marshall planteaba una generalización que permitía superar los relatos nacionales, o la dicotomía entre el Antiguo Régimen y las nuevas democracias constitucionales y los regímenes republicanos, por lo que la historiografía contemporánea comenzó a tener en cuenta una definición de ciudadanía lo suficientemente amplia como para dar respuesta a las diversas circunstancias políticas producidas entre los siglos XVIII y XX. Pierre Rosanvallon (1999) plantea que la tesis de Marshall podría ser válida grosso modo en los casos de Inglaterra y los Estados Unidos, pero no explicaría el caso alemán donde, por ejemplo, el “Estado-benefactor” precedió al sufragio universal y al Estado liberal (p. 14).
Peter Sahlins (2000) sostuvo que
...los historiadores ignoran a menudo un ámbito donde la teoría y la práctica de la ciudadanía eran de la máxima importancia para la Francia del Antiguo Régimen: a saber, la asimilación legal de los extranjeros como franceses. Cada año, la monarquía francesa concedía docenas de cartas de naturalización (letters de naturalité) (p. 39).
La naturalización también era, podemos agregar, un problema de gran relevancia en los dominios españoles y tenía estrecha relación con soberanía.
La cuestión de la naturalización representa un aspecto central en la definición de la ciudadanía porque la condición del naturalizado tiene implicancias fácticas para los derechos de los naturales, tanto en el Antiguo Régimen como en el Río de la Plata en las primeras décadas del siglo XIX. Como señala Sahlins,
Entre 1660 y 1789, período que conoció una inmigración creciente (de la cual no se tenía noticia hasta hace poco), unos 6.000 extranjeros establecidos en Francia adquirieron los mismos “derechos, obligaciones, privilegios, franquicias e inmunidades” (para decirlo con la frase más repetida en las cartas) que los súbditos nacidos franceses. En realidad, esos “derechos” no solían ser objeto de ningún comentario elaborado, ni en la carta de naturalización ni tampoco en los textos jurídicos en general. Antes bien, el concepto legal de ciudadano era definido a contrario, en oposición y distinción de las incapacidades legales (que podrían ser llamadas “anti-privilegios”) padecidas por los extranjeros (op. cit.).
De esta manera, Sahlins observa el problema de la definición de la ciudadanía a partir de la contrafigura del ciudadano: el extranjero. Por otra parte, muestra que lo que caracteriza a la ciudadanía entonces no es el goce de derechos como en la ciudadanía contemporánea:
Los ciudadanos apenas aparecían como portadores de derechos, y nunca como portadores de derechos políticos, y tampoco eran iguales ante la ley, características ambas de la ciudadanía contemporánea. Por el contrario, eran considerados como miembros de una categoría legalmente definida y socialmente inclusiva: no eran nacionales franceses, pues la expresión aún no existía, sino “franceses naturales” (op. cit., p. 40).
Esta concepción la encontramos en Bodino y otros referentes de los siglos XVI y XVII. Para Bodino, señala Sahlins lo que caracterizaba a la ciudadanía era la desigualdad, pues Francia era en el siglo XVI, una “sociedad de órdenes”, atravesada por la distinción y el privilegio:
Si se definieran los ciudadanos en función de sus diversos derechos y privilegios, razonaba Bodin, surgirían ‘cincuenta mil definiciones de ciudadanos, a causa de la diversidad infinita de prerrogativas que los ciudadanos tienen unos sobre otros y sobre los extranjeros. Lo que definía al ciudadano no eran sus “derechos”, sino su sentido de deber y obediencia (op. cit., p. 43).
Este es un problema clave, pues estas consideraciones teóricas de Bodino conllevan a que la decisión de la condición de los extranjeros dependa de la soberanía, sin provenir nunca de los derechos de los ciudadanos.
Ahora bien, cabe preguntarse para los fines prácticos del presente artículo ¿qué definición suficientemente amplia de ciudadanía podemos tomar como referencia más allá de las consideraciones de los autores de los siglos XVII al XIX? Manuel Pérez Ledesma (2007) sostiene que la mejor definición del concepto de ciudadanía fue formulada por Pietro Costa cuando se refiere a ésta como “la relación de pertenencia a una comunidad política, que determina la identidad política de sus miembros, les atribuye deberes y derechos, y establece las formas de la obediencia y la participación y dicta las reglas de la inclusión y la exclusión” (p. 21).[14] Esta definición amplia contempla los derechos del súbdito-natural y del vecino de una comunidad local, y también las formas de representación política de la contemporaneidad, como las comunidades políticas nacionales, las prácticas electivas democráticas y la igualdad ante la ley.
La definición de Pietro Costa es para nosotros un marco provisional sobre el cual podemos apoyarnos para el análisis de los elementos comunes en esta etapa de complejas transformaciones.[15] Las normativas dan cuenta de cómo se pensó la comunidad política, cómo se reservaron derechos, cómo se limitó la participación en la vida política y cómo se reglamentaba la inclusión y la exclusión de la ciudadanía y, en el caso de ser extranjero, las posibilidades de obtenerla. Como observamos más arriba, Pietro Costa (2007) considera que un grupo organizado políticamente -en el que existen individuos que pertenecen a la comunidad- más bien despliega su relación de pertenencia o inclusión en una serie de derechos y obligaciones. Sin embargo, al hablar de comunidad política, ésta no debe ser identificada con el Estado:
En las sociedades pre-modernas, tanto el mundo antiguo como en el medieval, la forma política por excelencia es la ciudad (el término ‘ciudadanía’ está vinculado etimológicamente, en muchos idiomas europeos, a la ciudad): la ciudad es el punto de referencia principal para la reflexión y la praxis (p. 21).
Como señala este autor, la tesis de Aristóteles planteaba que es en calidad de miembro de las poleis que el individuo se realiza como ser humano. Un individuo a-político es un Dios o un animal, es un ser sobrehumano o subhumano: politeia y condición humana, civilitas y civitas se unen estrechamente. Tanto en Grecia como en Roma la pertenencia a la comunidad política es fundamental expresándose, a su vez, en la participación activa del individuo en la vida de la República. Para Aristóteles “…es ciudadano todo aquel que participa en los cargos y en el gobierno de la ciudad. La plenitud humana está unida a la pertenencia-participación en la polis siendo de la participación que se derivan también las prerrogativas del individuo…” (op. cit., p. 27).[16]
Como sostiene Ellen Meiksins Wood (2011), en la Grecia antigua “…los derechos políticos tenían efectos de gran calado en las relaciones entre ricos y pobres” (pp. 61-62). Se trataba de una formación social en donde las desigualdades jurídicas o desigualdad de derechos políticos tenían consecuencias sobre las relaciones sociales, contrariamente a lo que sucede en la sociedad contemporánea en donde la igualdad jurídica (la ciudadanía) se encuentra desvinculada del lugar que tiene un sujeto en la esfera económica. Vale decir que, en el presente, la ciudadanía “afecta muy poco a la clase” mientras que en Atenas clase y ciudadanía van de la mano (op. cit., p. 63).
En Roma y en Atenas -dice Rosanvallon (1999)- “…el ciudadano es miembro de una comunidad jurídicamente constituida, antes de ser un individuo dotado de derechos políticos propios” (p. 16). Dicho de otra manera
el ciudadano es la figura de la Generalidad que hay en cada individuo. Es remitido a una suerte de “punto cero de la socialidad”, como lo recalcó atinadamente Claude Lefort. En el ejercicio del sufragio, cada individuo se encuentra despojado de sus determinaciones y de sus pertenencias. La abstracción es entonces la calidad que lo constituye socialmente y sirve de motor al desarrollo de la idea de igualdad política. Esto es lo que torna esta forma de igualdad entre los individuos algo tan radical y tan ejemplar (Rosanvallon, 2012: 56).
Esto es, lo que Rosanvallon llama la “igualdad radical” en tanto que
El sufragio universal inscribe el imaginario colectivo en un nuevo horizonte: el de una equivalencia a la vez inmaterial y radical entre los hombres. Se trata de un hecho constituyente. Éste produce la sociedad misma: lo que constituye a la sociedad es la equivalencia entre los individuos. El derecho de sufragio realiza de esta manera la modernidad, donde el “momento democrático” que simboliza se superpone con el “momento liberal”, el de la autonomía del sujeto (op. cit., p. 57).
Rosanvallon no niega ciertas continuidades en estos procesos, pero se enmarcan en la revisión conceptual del sentido que tenían en una época o en otra. Ahora bien, las contradicciones señaladas entre las normas pensadas para hacer posible la representación soberana y las prácticas políticas pueden ser abordadas desde algunos desarrollos teóricos sobre la idea de representación antigua y moderna. En este caso nos referimos a las formas de representación del Antiguo Régimen y aquellos que irrumpen en la primera parte del siglo XIX, pues como antiguo también podrían entenderse elementos más remotos -dentro de la cultura occidental- como en la Roma del 260 a.C. Allí se diferencian los civis romani, los coloniae civium Romanorum y los municipia civium Romanrum, que cuentan con todos los derechos civiles y políticos, de los ciudadanos sin derecho a voto (civitates sine suffragio). Pero aun así no todos los municipia eran comunidades a las cuales automáticamente se les añadía el derecho al voto sino que eran incorporados eventualmente y pasaban de ser civitate sine suffragio a civitates cum suffragio (Kovaliov, 2019: 170-171).
La idea de soberanía y representación moderna podría tener raíces en la tradición teológica medieval, pero hay una diferencia entre la concepción antigua y moderna de soberanía del pueblo, puesto que la primera radica en el derecho de resistencia a la tiranía, mientras que la segunda remite al principio de autonomía y derecho al voto (Rosanvallon, 1999). Lo mismo sucede con la idea de sufragio antiguo y moderno, pues como ironiza Rosanvallon, “Ciertamente los franceses no esperaron a 1789 o a 1848 para comenzar a nombrar jefes o responsables. El procedimiento electoral como designación y legitimación de autoridades religiosas o secular[es] es muy antiguo” (op. cit.). Estas prácticas del sufragio “…son completamente ajenas al universo individualista democrático contemporáneo” (op. cit., p. 27). Aquello reconocido como nuevo, la concepción de lo que conocemos hoy como la ciudadanía política, encuentra registro en los problemas de base de toda constitución de un poder legítimo mediante el proceso electoral.
Estas definiciones de Rosanvallon muestran hasta qué punto se evidencia un notable cambio en torno a la ciudadanía y la representación en un lapso relativamente breve y de la diferencia entre las ideas de “pueblo-cuerpo social” del Antiguo Régimen y la de “pueblo-suma de individuos” de las repúblicas consolidadas a mediados del siglo XIX a la luz de la documentación relacionada con el problema de la ciudadanía y la soberanía en el Río de la Plata entre 1808 y 1819.
Palabras finales
Asumimos los riesgos que conlleva estudiar el problema de la ciudadanía política, la soberanía y el Estado como singulares colectivos dentro de los marcos teóricos actuales del Estado Nación, o más bien recordamos tales riesgos, pues la historiografía reciente ya hizo hincapié en este problema. Sin embargo, dicha historiografía -con la excepción de algunos historiadores conceptuales- mantuvo una agenda más o menos afectada por las perspectivas más tradicionales acerca de una ciudadanía y estados tempranos en las primeras décadas del siglo XIX. Sucedió así porque, entre otras cuestiones, la pregunta central de estos estudios recientes estuvo fundada en el problema de la inclusión política y social en esta ciudadanía. De este modo, la respuesta se deslizó hacia la capacidad de los sujetos de elegir autoridades, es decir, en función solo de uno de los aspectos que atañen a la ciudadanía política, pero no el único. Definir la inclusión también implica la exclusión, pero esto no fue un proceso universal y atemporal. Creemos que algunos de los teóricos nombrados más bien prefieren encontrar distinciones entre los autores, siendo las similitudes y diferencias entre, por ejemplo, Skinner y Koselleck acerca del problema del “origen del estado”, más importantes y edificantes que observar cómo las relaciones entre Estado, soberanía y ciudadanía -como diría Fernández Sebastián- eran vistas por grupos de contemporáneos en diversos estratos de tiempo. Vale decir, que son también fundamentales las coincidencias entre estos autores para la compresión de los grandes problemas planteados en las transformaciones del mundo Atlántico en el temprano siglo XIX
Bibliografía
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Recibido: 13 de septiembre de 2023
Aceptado: 18 de octubre de 2023
Versión Final: 16 de noviembre de 2023
Anuario Nº 40, Escuela de Historia
Facultad de Humanidades y Artes (Universidad Nacional de Rosario), 2024
ISSN 1853-8835
[1] Fabricio Gabriel Salvatto (1978-2023) fue estudiante, graduado y docente de la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP), y obtuvo la distinción Joaquín V. González como mejor promedio tras su graduación como profesor. Se desempeñó como Ayudante Diplomado en la cátedra de Historia Argentina General y formaba parte del Comité Editorial de la revista Trabajos y Comunicaciones. En esos espacios realizó relevantes aportes a partir de su compromiso humano y profesional. Integró diferentes proyectos de investigación en el Centro de Historia Argentina y Americana del Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET). Su tesis doctoral se tituló "Los derechos de vecino y de natural en la definición de la ciudadanía política y la soberanía en Buenos Aires y el litoral, 1808-1826". El trabajo que aquí se publica se trata de un artículo póstumo que fue evaluado y aprobado para su publicación.
[2] El problema referente a la soberanía y al Estado requeriría analizar un número importante de autores clásicos, que podría incluir a Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, etc., y un corpus bibliográfico de referencia no menos importante. Sin embargo, en este trabajo nos remitiremos a Bodino principalmente, porque lo que queremos señalar es el análisis de Carl Schmitt acerca de la soberanía.
[3] En su obra Naciones y nacionalismos, no duda emplear los términos “Estado” o “miniestados” sin aclarar si esta tomando la voz de algún contemporáneo o para su uso funcional dentro de la trama de su relato histórico.
[4] Juan Carlos Garavaglia y Sempat Assadourian utilizaron el concepto de “Estado colonial” en muchos sus trabajos.
[5] Nos referimos al término “formación social” en el sentido con el que lo emplea Sergio Scamuzzi: una sociedad-estado puede comprender varias formaciones sociales. Este tipo de análisis sociológico parte de la existencia concreta de un marco superior de organización social que es el Estado y de allí que considere que entre éste y el individuo se manifiestan formas intermedias de organización –“comunidades” o “sociedades”- como la familia, la iglesia, los partidos, sindicatos, asociaciones etc. (Scamuzzi, 2011: 661, 670).
[6] En sintonía con este enfoque, José Carlos Chiaramonte señala que las provincias - entidades compuestas por la ciudad y sus territorios rurales con jurisdicción propia- se proclamaban estados soberanos (Chiaramonte, 1999:115). Estas experiencias de las primeras décadas del siglo XIX eran parte de la continuidad de fuerzas vivas que resistieron la política unificadora de la monarquía borbónica. Por otra parte, estos estados provinciales eran denostados por aquellos seguidores de los teóricos políticos del estado moderno que condenaban esas experiencias y que no dudaban en llamarlas “anárquicas”.
[7] En relación con el origen de la Historia como una nueva profesión o disciplina que asume las necesidades públicas del Estado, véase en Iggers (2012).
[8] Algunos procesos históricos de gran importancia para la historia contemporánea muestran correspondencia con tal concepción de Bobbio, como lo expresa François Furet sobre las revoluciones francesa y rusa. Cfr. Furet (2016:115-117), Kershaw (2016: 169-170), Sazbón (2005: 56-59).
[9] Cfr. Guerra (2009).
[10] El destacado es nuestro.
[11] Tal como lo sintetiza Paul Hirst, para Schmitt el soberano “…es una agencia capaz de tomar una decisión, no una categoría legitimadora (el ‘pueblo’) o una definición puramente formal (plenitud de poder, etc.). La soberanía esta fuera de la ley, dado que las acciones del soberano en el estado de excepción no pueden estar limitadas por leyes” (Hirst, 2011: 25). El autor llega a afirmar que si se tomase en serio las implicancias teóricas de la definición de soberanía de Schmitt “…la mayoría de nuestras doctrinas constitucionales son basura”. Cfr. Págs. 32-33 de la obra citada.
[12] Como lo explica Manuel Chust (2010) “…Fernando no iba a aceptar jurar la Constitución como inmediatamente le reclamaron las Cortes. Es decir, no iba a compartir su soberanía con las Cortes y la Carta Magna” (p. 77). La jugada de Fernando VII fue ganar tiempo hasta que se produjo el golpe militar contra las Cortes, además de aprovechar la carta firmada por 69 diputados apoyando la vuelta del absolutismo y la disolución de las Cortes.
[13] La implicancia de los encierros de estos ciudadanos planteó por primera vez en los Estados Unidos el problema de la apatridia. Unos años más tarde el gobierno norteamericano comenzó a poner en duda los derechos de ciudadanía a los ciudadanos naturalizados al deportarlos como “extranjeros indeseables”. En el marco de la Guerra fría el juez Herbert Brownell Jr. (fiscal general de los Estados Unidos entre 1953 y 1957) propuso la privación de la ciudadanía a los nativos y los naturalizados que estuvieran involucrados en actividades comunistas y, aunque esta fue desestimada, el asunto estuvo latente en la opinión pública por varios años (Arendt, 2019: 400).
[14] Cfr. Costa (2007).
[15] No abordaremos aquí -por una cuestión de espacio y por la magnitud del tema dentro de la Filosofía Política entre otras disciplinas- las formulaciones que pensadores clásicos como Hegel y Marx hicieron en torno a la crítica de la concepción de ciudadanía en el liberalismo. Nos remitimos para dicho tema al trabajo de Francesco Fistetti (2004). Allí el autor señala, por ejemplo, que para Hegel el súbdito se convierte en ciudadano en la medida que el ethos de la soberanía del Estado llega a identificarse con lo particular. Los derechos fundamentales, la libertad subjetiva y la racionalidad de las instituciones otorgan al sujeto la plenitud de la ciudadanía. Partiendo del razonamiento de Hegel, Marx en La Cuestión Judía señala que el ciudadano “…oculta y sublima sus pulsiones particulares en la abstracción de las instituciones impersonales del Estado” (Fistetti, 2004: 131-133). Cfr. Bobbio (2001: 160, 161, 176, 181).
[16] El primero que establece esa relación es Aristóteles, para quien la vida civilizada, la vida buena solo era posible en la ciudad (Cfr. Bueno, 2018:19).