Reseña bibliográfica

Reyes, Francisco (2022). Boinas blancas. Los orígenes de la identidad política del radicalismo (1890-1916). Rosario: Prohistoria, [374 páginas]

Las imágenes desconciertan la mirada actual. Hombres desfilando en estricta marcha militar con banderas albicelestes, tricolores, rojas y blancas; con bustos de figuras ilustres; con pancartas que portan el nombre de “mártires” caídos; y son guiados por fuertes líderes, los principales –vivos o muertos- dotados de virtudes extraordinarias e incluso de tintes mesiánicos. Su causa es sagrada, necesaria para el futuro de la patria y, por ello, irrefrenable. Su objetivo, tan digno como indefinido: la regeneración absoluta de la vida pública argentina, posible solo por la propaganda del ejemplo de una vida cívica entregada a tal fin. Y, por si fuera poco, la vía de las armas era un recurso válido, el máximo sacrificio al que podía aspirar el orgulloso exponente de una ciudadanía viril comprometida con su nación y su partido. Después de todo, deberían ser casi lo mismo.

El lector verá que no nos referimos a una secta religiosa, o un grupo fascista, sino a la Unión Cívica Radical en sus años formativos. En particular, aquellos que van entre el momento en que, acompañados de futuros rivales, supieron convertir a un parque del centro Buenos Aires en un campo de batalla en 1890, a ser un auténtico partido de masas a inicios del siglo XX y el primer gobierno netamente democrático del país en 1916. Por supuesto, la caricatura de esta faceta radical no debe sorprender a casi ningún historiador. Entonces, lo curioso está en que haya sido tan poco abordada.

Para responder a esta carencia surgió Boinas Blancas del santafesino Francisco J. Reyes. A partir de un tema que lo ha acompañado desde su formación de grado, y ha coronado en su doctorado, Reyes se pregunta por la identidad política del radicalismo entre la infancia y madurez de esta fuerza política. Para ello, propone un diálogo con los pesos pesados de la historiografía local sobre el radicalismo como David Rock, Joel Horowitz, Gerardo Aboy Carles, Paula Alonso, Ana Virginia Persello y Marcela Ferrari, entre otros. A diferencia de ellos, el historiador no analiza los elementos identitarios del radicalismo solo desde formulaciones ideológicas, intelectuales o de su estructura organizativa; sino que pone el énfasis en el terreno mismo de las prácticas políticas y de las representaciones simbólicas según fueron comprendidas por los propios actores históricos. Se trata de entender a esta fuerza política relación a sus símbolos partidarios según como fueron interpretados, dinámicamente, en su derrotero de la oposición al gobierno en el cambio del siglo XIX al XX.

Por este motivo el libro merece situarse como un eslabón clave dentro de una renovada ‘historia cultural de lo político’, especialmente prolífica para la Argentina en sus transiciones del Régimen Oligárquico a una democracia ampliada. Su aporte se encuentra en la original propuesta de posar la mirada sobre los rituales y conmemoraciones en torno a las revoluciones lideradas por el partido; las formas de marchar y ocupar el espacio público; la parafernalia simbólica de mítines y comités; en la retórica discursiva propia; en fin, en los elementos más emotivos antes que racionales que conforman a toda construcción partidaria y le permiten configurar un espacio de solidaridades común. En una  identidad que oscila entre lo nacional a lo local, Reyes consigue equilibrar el análisis en un continuo juego de escalas fundamentado en recientes estudios regionales.

Sirviéndose de un enorme corpus documental proveniente de archivos hemerográficos, partidarios, literarios e incluso simbología funeraria, el autor navega exitosamente por aguas simbólicas y discursivas a partir de algunos ejes conceptuales transversales a la obra. Junto con el de identidad política mencionado, el otro de carácter estructural es el de “religión política”. Concepto patentado por Emilio Gentile para comprender al fascismo italiano, ha sido recuperado como una contracara de los procesos de secularización cultural y de transición a la política de masas en Occidente a lo largo del siglo XX. Si en estos nuevos altares seculares se ubicaron las imágenes de la Nación, la Revolución o el Progreso, la UCR demostró poca originalidad en su elección. Al contrario, aunque fue especialmente sensible al primero de ellos, también reveló sus rasgos de continuidades con el resto del espectro político argentino. En particular, al ubicarse en el centro de una matriz cultural liberal-republicana que hunde sus raíces en el siglo XIX y que se expresó en forma de sentido común sobre elementos como el progreso indefinido, el destino de grandeza del país y en la necesidad de regeneración política. La singularidad de la UCR se situó en el entusiasmo y los medios con los cuales buscaron esta reparación moral. 

La obra se compone de ocho capítulos, con las correspondientes introducción y conclusión. Al lidiar con un objeto teórico tan escurridizo como las manifestaciones materiales y simbólicas de una identidad política, el autor comprende que el marco temporal debe ser flexible según los sujetos históricos y el escenario a considerar. En este sentido, Reyes propone una periodización que se distancia de obras anteriores para priorizar los rasgos de continuidad entre 1890-1916. A un momento inicial de elaboración simbólica de rasgos que marcarán al radicalismo entre 1890-1896, le sigue otro que inicia con la muerte de Leandro N. Alem y que se caracterizó por un largo periodo de reorganización en la búsqueda de unidad hasta 1909. Finalmente el cambio de régimen electoral de 1912 y los triunfos electorales hasta 1916 definen al último lapso en que la UCR se organiza como partido de masas.

En el primer capítulo se recuperan los orígenes históricos del radicalismo como una fuerza que se piensa desde la oposición: tanto del denostado “régimen”, como de los aliados devenidos en enemigos del mitrismo por pactar con el gobierno. De esta forma, el capítulo destaca tempranamente los perfiles de una identidad en que la violencia y el recurso de la revolución empleado en 1890 y 1893 se revelaban como el medio indispensable para la regeneración política. Una regeneración que no era un simple retorno a un pasado idealizado anterior a 1880, sino un horizonte de posibilidades refundacionales. Es justamente en relación a esta práctica de origen decimonónico que se articuló un denso entramado de representaciones. Entre otros, con símbolos como la bandera tricolor del Parque y la roja y blanca radical; la carta orgánica de 1892 en que se consagra la intransigencia y la impronta impersonal del partido; la figura de Alem como “gran tribuno” republicano y líder; y las boinas blancas de los revolucionarios homenajeados en vida y en muerte como mártires por una causa de fuertes tintes religiosos. Asimismo, articulando todas estas figuras, se encuentra la del ciudadano-soldado, quintaesencia de la tradición republicana rioplatense. 

En el siguiente se pone rostros a los primeros radicales al concentrarse en los perfiles políticos y profesionales de sus dirigentes en la conducción nacional y en las provinciales. Se estudian así figuras diversas, desde abogados como Francisco Barroetavena, Adolfo Saldías, Aristóbulo del Valle y Joaquín Castellanos; hasta poetas como Diego Fernández Espiro o Almafuerte. Los individuos presentados constituyen un grupo heterogéneo, pero que cobra unidad a partir de ciertas experiencias compartidas. Algunos tuvieron una iniciación política en la Unión Cívica o en las ligas políticas del PAN. Asimismo, en instancias de formación de elite a nivel local o provincial, como por ejemplo en el Colegio de la Inmaculada Concepción en Santa Fe o las Universidades de Córdoba y Buenos Aires en las carreras de Derecho y Medicina. Con todo, comparten el ideal de comunión de creyentes, de una “conversión” a la causa posible por experiencias comunes en las revoluciones, en las cárceles y exilios en los cuales sustentar ese marco identitario.

El periodo formativo se cierra en el tercer capítulo, donde se aborda en profundidad una cuestión central: el lugar de la revolución y su memoria dentro del repertorio simbólico de la UCR. Es en este punto donde convergen las diversas manifestaciones del radicalismo como religión cívica. En las conmemoraciones de los hechos de 1890 y 1893 se entrelazaron año tras año las tramas de una identidad basada en el convencimiento común de una misión trascendental por la regeneración política. Los rituales se plasmaban en marchas estrictamente disciplinadas propias de un “partido-milicia” que retomaban los antecedentes de la Guardia Nacional republicana del XIX. Con ellos, en los mítines y asambleas se pronunciaban encendidos discursos partidarios que poco a poco conformaron un canon de la doctrina radical. Sin embargo, la continuidad del éxtasis religioso contrastó con la eterna indefinición programática y favoreció la temprana disputa facciosa al interior del partido.

En el cuarto capítulo se desarrollan las tensiones y divisiones en el interior del radicalismo que surgen ante el fracaso de los intentos revolucionarios, y la recomposición parcial de las coaliciones conservadoras en el gobierno en 1898. Aquí es donde el texto, al igual que sus antecedentes, se enfrenta con las narrativas partidarias respecto a las internas, el simbólico suicidio de Alem en 1896 y el relato de una intransigencia difícilmente sostenida. Al contrario, se desarrolla un panorama muy heterogéneo. Antes que una fuerza nacional, la UCR se presenta como una laxa federación de fuerzas que, con su base particular en cada provincia, compiten con propios y ajenos. Muchas veces guiados por fuertes liderazgos personalistas y en coaliciones con las fuerzas conservadoras en cada provincia. La diversidad también se recupera al seguir carreras individuales, como un Nicolás Repetto cercano al radicalismo que iría al socialismo, o de Ricardo Caballero que haría un viraje inverso desde sus orígenes anarquistas. 

Los problemas de la reorganización se acentúan en el segmento siguiente. Con el crecimiento de las divisiones, también lo hace la puja por representar al verdadero radicalismo, frente a traidores y “apostatas” de la causa. La llegada al siglo XX y un nuevo intento revolucionario no marcaron como se ha interpretado el triunfo del liderazgo de Irigoyen en el partido, sino un hito más de un largo proceso de “reorganización permanente” en que el Comité Nacional debió negociar y mediar continuamente con diversas facciones radicales en competencia. En este contexto, se analiza la conocida polémica entre el dirigente cordobés Pedro Molinas e Irigoyen de 1909 como una lucha más por la reorganización, discutida en el terreno de la propia identidad radical. Lejos de constituir un liderazgo indiscutido, Reyes propone pensar al irigoyenismo como otra de las facciones en pugna, cuyo camino al éxito se debió a su capacidad de negociación y arbitraje en las internas partidarias a nivel nacional y provincial.

En el capítulo sexto, Reyes concentra el análisis en la consolidación del radicalismo como una religión civil consagrada a la regeneración política y el culto patriótico. Se trata de un fenómeno que se produce como resultado, y no en detrimento, de la pugna facciosa que sigue muy presente para finales de la primera década del siglo. En la competencia discursiva de seccionales, asambleas y mítines; en la prensa o en el intercambio epistolar se reafirmaron elementos litúrgicos radicales, así como se crearon nuevas conmemoraciones para la revolución de 1905. En particular, se estudia la canonización de la figura de Alem a partir de las proclamas en las convenciones partidarias, así como en efigies, monedas conmemorativas, canciones, pinturas y canciones.

Para el penúltimo capítulo la UCR ya debe ser pensada como una fuerza gravitante en la política argentina, posición que le permite negociar con las facciones conservadoras reformistas en los gobiernos de Figueroa Alcorta y Roque Sáenz Peña, así como favorecer la reforma electoral. Se trata de un momento de definiciones para el radicalismo en su consolidación como partido electoral. En particular, de su identidad en torno al Centenario como una fuerza patriótica y más aún, nacionalista. Consistió en una auténtica “síntesis” entre la tradición regeneracionista liberal-republicana con el desarrollo de un nuevo nacionalismo cultural. El ciudadano-soldado, la política viril violenta y la revolución siguieron presentes, pero reformulados al convertirse el radicalismo en una fuerza de orden, patriótica y de masas. La adaptación al contexto les permitió competir en su terreno con las tendencias nacionales y regeneracionistas del gobierno, así como diferenciarse de otros rivales como el Partido Socialista por su enfoque internacionalista y de clase.

Finalmente, en el último capítulo el autor explora la forma en que el arrollador éxito electoral desde 1912 hasta la presidencia de Irigoyen en 1916 obligó a la UCR a repensarse como fuerza de gobierno. En primer lugar, el radicalismo en ascenso debió convivir con las necesidades de representación en una sociedad mucho más heterogénea. Al tradicional apoyo de la juventud universitaria, se sumaron así organizaciones femeninas y de representación obrera, sectores católicos y grupos intelectuales, todos ellos como fundamentos de un partido que aspira a representar a toda la nación.

La nueva vocación electoral, sumada a la indefinición programática constante, favoreció incorporaciones masivas de individuos y aparatos enteros de las facciones conservadoras al partido. Para una fuerza que se pensó desde la oposición, la incorporación de dirigentes y militantes sin el cursus honorum o el pasado de sacrificio en la intransigencia revolucionaria fue difícil de digerir. Exacerbadas por las disputas en el control de los recursos del Estado, las internas se acentuaron por los símbolos partidarios y por definir la auténtica identidad radical. Pero en el centro del conflicto se encontraba ya el propio Irigoyen, quien solo después de su llegada al poder pasó de operar como primus inter pares de una amplia red de dirigentes, a convertirse en otro apóstol, casi al nivel de Alem, en la liturgia radical. 

A modo de conclusión, el trabajo de Francisco Reyes tiene el mérito de indagar en aspectos poco abordados del radicalismo en su periodo formativo y que fueron claves para su rápido éxito político. Le permitieron convertirse en un partido, pero también en un movimiento de características nacionalistas y populares que rebasó sus límites institucionales para convertirse en una cultura política elemental para entender al siglo XX argentino. Su crecimiento fue tal que logrará hegemonizar el sistema de partidos en sus primeras décadas, pero a consecuencia de reproducir en su seno las luchas facciosas por el poder. De esta forma, serían radicales tanto los oficialistas, como la oposición antipersonalista. Incluso, quienes los desalojaron y mantuvieron fuera del poder en la década del 30.

El libro es, en definitiva, un excelente ejemplo de investigación disciplinar, pero también de empatía con los propios sujetos históricos. Al tomarlos en serio, al admitir como válidas las a veces contradictorias expresiones de su religión política, Reyes ha logrado acceder a voces y dimensiones de la identidad radical antes desconocidas o bien ignoradas. Se trata de un aporte enorme a la historiografía política argentina que ha ganado su merecido lugar como referencia indispensable para comprender al radicalismo en el cambio de siglo.

 Javier E. Rodrigo

Universidad Nacional del Litoral

        javier.rodrigo20@gmail.com

Anuario Nº 40, Escuela de Historia

Facultad de Humanidades y Artes (Universidad Nacional de Rosario), 2024

ISSN 1853-8835