La noción de “teatro” en el discurso historiográfico

La noción de “teatro” en el discurso historiográfico  

The notion of “theater” in

historiographic discourse

 

LUCIANO ALONSO

Universidad Nacional del Litoral

lpjalonso8@gmail.com

RESUMEN

En los discursos historiográficos es frecuente el recurso a metáforas teatrales, de tal modo que en la narración de una historia se define un escenario, se identifican actores y se presenta una trama. En este texto se propone una indagación sobre el modo en el cual distintos autores y autoras utilizaron ese tipo de metáforas y fueron incluso más allá, usando recursos dramáticos o concibiendo al mundo como teatro. Se presentan dos tradiciones diferenciadas: la de una teoría crítica representada por Marx y Benjamin, y la de la historia social y la sociología histórica, con nombres como los de Tilly, Steinberg, Thompson, Zemon Davis y Samuel. Ese recorrido permite postular la posibilidad de enfoques teatrales que colaboren en la construcción de explicaciones narrativas y conduzcan a formas renovadas de escritura de la historia. El artículo concluye con algunos ejemplos de las posibilidades de aplicación, a propósito del objeto historiográfico del autor.

Palabras clave: historiografía; enfoque teatral; explicaciones narrativas; escritura de la historia

ABSTRACT

In historiographic discourses, the use of theatrical metaphors is frequent, in such a way that in the narration of a story a stage is defined, actors are identified and an argument is presented. This text proposes an inquiry into the way in which different authors used this type of metaphor and went even further, using dramatic resources or conceiving the world as theater. Two differentiated traditions are presented: that of a critical theory represented by Marx and Benjamin, and that of social history and historical sociology, with names such as Tilly, Steinberg, Thompson, Zemon Davis and Samuel. This review allows us to postulate the possibility of theatrical approaches that collaborate in the construction of narrative explanations and facilitate new ways of writing history. The article concludes with some examples of the possibilities of application, regarding the historiographical object of the author.

Keywords: historiography; theatrical approach; narrative explanations; history writing

¿Es posible ir más allá de la metáfora?

Aunque no es habitual su explicitación, la historiografía –esto es, la historia escrita con criterios disciplinares– suele narrar situaciones al estilo de obras de teatro. En un escenario se desarrolla una acción, que supone una secuencia temporal y que es realizada por actores o actrices –y nunca mejor aplicado el concepto de “actor” social, individual, colectivo o institucional, preferido en general por la tribu historiadora sobre otras opciones de la lengua castellana para nombrar a quienes tienen capacidad de agencia, como precisamente “agentes” o “sujetos”–.  A tono con el realismo teatral, esas representaciones del pasado implican normalmente un tiempo evolutivo, al estilo de una sucesión de actos o escenas irreversibles. Habría entonces una suerte de metáfora implícita en muchos textos historiográficos, a veces soterrada, a veces más clara pero igualmente carente de reflexión.

Es difícil pensar el concepto de “teatro” como una categoría analítica general, que provenga de un proceso de abstracción y sea puesta a prueba en el análisis socio-histórico de lo concreto; pero tampoco se trataría de un concepto descriptivo que aluda directamente a un contenido empírico determinado. Personalmente, he trabajado con anterioridad sobre la distinción entre los vocablos que refieren a lo concreto percibido y a las categorías abstractas, en el marco de una propuesta alternativa para la conceptuación de las luchas pro derechos humanos en Argentina, que contemple la posibilidad del pluralismo conceptual como correlato de un pluralismo interpretativo (Alonso, 2021). La apelación al “teatro” de lo social no calzaría en esa diferenciación primaria e insuficiente. Más que de una categoría abstracta o de un concepto descriptivo, estaríamos hablando aquí de una noción más vaga –y, por qué no, también elástica o cambiante–, de una herramienta elemental que puede asumir distintas formas y sustentar diversas estrategias. Quizás se gane algo si se opta por utilizar expresamente esa noción y se trata de encauzar su aplicación ex profeso, estableciendo los modos de uso, recursos analíticos posibles o formas de escritura que puede aportar un enfoque teatral.[1] 

En la historiografía se ha extendido un tipo de análisis que pone el énfasis en la coexistencia de situaciones en las cuales se encuentran los agentes individuales y colectivos. En el campo de la historia social, autores como Eric Hobsbawm (1993-1994) o Natalie Zemon Davis (2013a) han hecho hincapié en que todos los seres humanos participan de múltiples identidades sociales y que su posición social es siempre relacional. Los actuales desarrollos del análisis interseccional van por ese camino, al proponer la construcción de los objetos de investigación en el cruce de categorías como clase, género, edad, etnia o ideología,[2] más que en la sucesión de situaciones definidas por cada uno de esos términos.

Para mayor complejidad, la historiografía otorga inevitablemente un privilegio a la variable temporal. Aceptemos o no la propuesta de Julio Aróstegui de la definición del objeto de la disciplina como “el movimiento temporal de los estados sociales” (Aróstegui, 2001: cap. 4), es evidente que lleva razón al señalar que la atención a la duración y el cambio la distingue dentro del amplio campo de las ciencias sociales y humanas. Y además eso es algo que comparte con todas las otras formas sociales de producir y difundir conocimiento sobre el pasado que pueden ser llamadas “historia” (Samuel, 2008: Introducción). Pero también hay que destacar que el tiempo histórico no es una materia uniformemente mesurable ni homogénea. No solamente es posible predicar que cada punto focal es un entrecruzamiento de temporalidades múltiples, portadoras de diversos sentidos, sino que los tiempos se vuelven espacio, acumulándose materialmente las épocas pasadas, mientras que en un mismo tiempo se pueden identificar las lógicas o tendencias correspondientes a diversas escalas espaciales.

Asimismo, la irreversibilidad del tiempo físico –y de nuestra propia finitud– no rige para la comprensión histórica, para la percepción del transcurrir y ni siquiera para la historia-materia en sí. Lo social puede ser conceptuado como una red articulada y cambiante de prácticas semióticas que construye y transforma los marcos materiales, los que a su vez establecen las matrices de esas prácticas y delimitan sus consecuencias (Sewell, 2006), y todo ello que supone dotaciones de sentido diversas y contrastantes respecto del pasado, el presente y el futuro. Las historias posibles –académicas o no– entretejen entonces los tiempos de los acontecimientos y las duraciones con los de las remembranzas y de las memorias materializadas, de las actualizaciones, los rescates, las regresiones o las esperanzas, de las políticas de memoria y las de olvido.

Dicho de otra manera: los actos y las escenas no guardan posibilidad de un orden secuenciado estricto; los escenarios son cambiantes, entrelazados o superpuestos; los actores y actrices tienen múltiples roles a un mismo tiempo. Por ello, pretender un marco teórico homogéneo y consistente que aplique un enfoque teatral es poco menos que ilusorio o solo restringido a un microanálisis radical, de por sí empobrecedor de la comprensión histórica. Solo quedaría entonces el simple recurso a la metáfora, pero tal vez una mirada más atenta, plural pero en un punto sistemática, nos permita pensar más allá: hacia las formas de escritura y las claves interpretativas.

Aunque podríamos realizar una larga genealogía de la preocupación por los aspectos literarios en la escritura de la historia,[3] desde el nacimiento de la historiografía a las formas consagradas por la Public History, baste destacar aquí el renovado debate planteado por Ivan Jablonka (2016). Si la ecuación de ese autor es admisible, la pretensión de veracidad de la historiografía no está reñida con el recurso a estrategias propiamente literarias. Y aunque las ficcionalizaciones que propone sean sospechosas e historiadoras e historiadores se refugien más a gusto en lo que él denomina “operaciones de veridicción”, es correcto que la comprensión puede lograrse con mayor efectividad recurriendo a formas de narración provistas por la literatura. En ese sentido, la teatralización puede ser un procedimiento narrativo más (Jablonka, 2016: 215-218).

Pero además el recurso a los instrumentos literarios puede ayudar a salvar la distancia entre las contrastaciones empíricas y las generalizaciones. Como lo ha planteado Siegfried Kracauer, es muy difícil articular historias particulares e historia general. Del análisis de episodios discretos es complejo derivar una interpretación más amplia, al tiempo que la inducción nunca puede sostener completamente un andamiaje totalizante. Podría agregarse que la construcción de lo general requiere mecanismos hipotético-deductivos, distintos de los recursos de tipo fenomenológico-crítico típicos de la pesquisa documental –y de ahí, quizás, la lamentable tendencia actual de quienes hacen historia a evitar las síntesis universales o globales y el refugio alternativo de esos desarrollos en la sociología histórica (Osterhammel, 2015: Introducción)–. Puede ser que una forma de salvar los problemas de la generalización histórica sea precisamente mediante un recurso estético, ya que:

…el historiador general no puede implementar por completo sus construcciones narrativas a menos que ponga especial atención a la forma de su historia. Esto no quiere decir necesariamente que él se esfuerce por lograr o que verdaderamente alcance ‘la excelencia literaria’; de hecho, podría ser un mal escritor. Pero sí quiere decir que tiene que usar dispositivos específicamente literarios, a la manera de un artista dedicado a moldear su material (Kracauer, 2010: 208).

Un formato de texto dramático y una escenificación teatrales, pueden entonces ser aplicados a un modo de escritura que recupere las narraciones ampliadas, para dar cuenta de objetos de investigación aumentados. Pero además pueden servir como clave interpretativa para dar cuenta de fenómenos discretos, es decir, aplicarse a las explicaciones micro tanto como a las macro. Sería en la articulación de los enunciados, en la secuencia narrativa, donde los recursos dramáticos tendrían un lugar en el cual integrarse y entrelazarse.

Al fin y al cabo, una obra de teatro es una narración, la representación de una secuencia de aconteceres, aunque carezca de sentido ex ante y no sepamos a dónde conduce, o aunque nos sea dificultoso predicarle un sentido post facto. Y si la narración –como forma argumentativa que combina explicación e interpretación y no como mero relato[4]– está en la base de la disciplina histórica o al menos es norte de una historiografía deseable, la utilización de recursos dramáticos tiene entonces la capacidad de no ser solo un guiño a la divulgación o a la ilustración, sino de constituir parte consustancial del dispositivo interpretativo.

Para apreciar algunas posibilidades de esos usos, es conveniente entonces revisar los modos en los cuales un cierto enfoque teatral fue aplicado por tradiciones dispares. En los dos apartados que siguen, se aludirá al modo en el cual un par de eminentes representantes de una teoría crítica de la historia aplicaron recursos escriturales provenientes del universo dramático, mientras que en los dos subsiguientes se hará lo propio con exponentes de la sociología histórica y la historia social, en el intento de reseñar algunas contribuciones. La atención a esas tradiciones tiene por función ampliar el registro de los aportes respecto del discurso historiográfico, incorporando dos tendencias disímiles pero potencialmente complementarias. La primera supone una reflexión teórica que no se desarrolla en el seno de obras propiamente historiográficas pero con las cuales importantes corrientes de la disciplina histórica han dialogado permanentemente, representada por Marx y Benjamin. El interés en lo que esa tradición puede aportar viene dado por el carácter crítico de esas obras, en el triple sentido de que piensan una apertura hacia el futuro a partir del análisis de lo existente, develan lo que está oculto tras lo visible para una toma de conciencia sobre la realidad social y proponen un vínculo del conocimiento con las luchas y anhelos de su época.[5] Esos textos no son pues ejemplos de escritura de la historia en sentido académico, sino más bien de usos metafóricos, comparativos y alegóricos de los cuales la historiografía puede nutrirse. A su vez, la segunda tradición corresponde sí a un encuadre disciplinar, sea en la sociología histórica (Tilly, Steinberg, en menor medida Offerlé), sea en la historia social (Thompson, Zemon Davis, Samuel). En ella –sin que se desmerezca el carácter crítico de los planteos– se puede apreciar principalmente cómo un enfoque teatral sirve para la elaboración de instrumentos analíticos y cómo la escritura de la historia puede enriquecerse con recursos dramáticos.

Marx en torno a tragedia, parodia y preludio

Un recurso destacado a la concepción teatral para la narración histórica puede remontarse a la visión crítica de Karl Marx y su introducción de dos distinciones provenientes de las categorías del análisis literario: drama / parodia y drama / preludio. De acuerdo con S. S. Prawer, durante sus primeros cuatro años en Londres, “Marx había encontrado la terminología de la crítica teatral y literaria más adecuada que nunca para la discusión de las condiciones políticas” (Prawer, cit. en Sotelo, 2015: 15-16). Formado en una profunda tradición occidental en lo filosófico y lo literario, recurrió frecuentemente a una cantera de autores clásicos para ilustrar sus análisis e incluso para desarrollar explicaciones.

Tal cual lo ha mostrado en detalle José Sazbón, la relación del fundador del materialismo histórico con la obra de William Shakespeare dista de ser accidental y se extendió durante toda su vida, superando las supuestas escisiones entre períodos “tempranos” y “maduros”. Los versos, escenas y personajes de Shakespeare sostuvieron las argumentaciones de Marx, detectándose en la identidad de tópicos y en las constantes referencias utilizadas en la construcción de una “economía política” interpenetrada por los conceptos, ideas y figuras de la literatura teatral (Sazbón, 2002a). Por su parte, Laura Sotelo ha advertido la capacidad de Marx para enlazar el pasado y el presente a través de personajes históricos que, habiendo cautivado la imaginación colectiva en determinados momentos, son recuperados luego en nuevos procesos para cumplir funciones diversas de las anteriores. Y señala que:

Es en los períodos revolucionarios cuando, dice Marx, se pone de golpe ante la sociedad burguesa, el espectáculo vivo de sus luchas con la paciencia y visibilidad de escenas teatrales, hasta que finalmente la contemplación deja lugar a la acción y la fusión entre escenas e historia se consuma al calor de un proceso vivo (Sotelo, 2015: 19).

Con seguridad que el ejemplo más evidente de ese enfoque es El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Allí se presentaron las conocidas frases según las cuales:

Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Danton, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío (Marx, 2019: 151).[6]

Profundo conocedor de la literatura greco-latina, a Marx no se le escapaba que la tragedia supone las vicisitudes de un personaje excelso frente a situaciones que no puede controlar, mientras que la comedia implica las vicisitudes de un personaje de baja estofa ante iguales desafíos (Eco, 1989: 9-10). La recuperación de la tradición romana por los revolucionarios de 1789 tenía como correlato la reproducción paródica de sus experiencias en torno a 1848. En ese contexto, el análisis marxiano se deleitó en la identificación de los actores –y hay que destacar la pertinencia del término–, en el cumplimiento de sus papeles y en las salidas de guion que definían una situación de conformidad con el carácter y las potencialidades de los personajes. La perspectiva paródica le permitía a Marx apreciar el modo sesgado en el cual esos agentes se apropiaban del pasado y cómo se debilitaba un horizonte transformador, en tanto los participantes de la obra se iban acomodando a las nuevas reglas. Era también un modo de narración que producía un efecto de totalización, no basado en el recurso a categorías simples –como puede aparecer en los textos marxianos orientados a la teoría económica y social, en orden a los desarrollos del famoso apartado sobre “El método en la economía política” (Marx, 1972: 21)–, sino en la fusión entre escenario y acción capaz de hacer comprensible la historia. Quizás, una forma de solucionar la cuestión de la generalización histórica mediante un recurso estético, como se ha apuntado anteriormente.[7]

Esa distinción entre tragedia o drama y parodia o farsa ya había sido utilizada por Marx y Engels unos años antes, al tratar sobre los intelectuales alemanes exiliados y ajustar cuentas con sus adversarios de tradición hegeliana. Pero en uno de esos textos conjuntos introdujeron otra distinción, destacando que “El gran drama de la emigración democrática de 1849/52 había estado precedido dieciocho años atrás por un preludio: la emigración demagógica de 1830/31”. Los protagonistas de esta primera emigración habían sido barridos del escenario por el tiempo, pero quedaban “algunos restos dignos” (Marx y Engels, 2015: 153). En el sentido asumido en esas páginas, una situación no era decadente o paródica respecto de la otra ya que ambas tenían elementos rescatables o criticables, sino que su vínculo funcionaba como una suerte de primer acto, etapa inicial en la cual podían ya apreciarse aspectos que se reiterarían. Y de esa primera parte de la obra quedaban “restos”: personajes, líneas de debate, recursos organizativos y periodísticos, que aún podían ser considerados actores dignos de ese gran drama. En esa concepción, el enfoque teatral se aplicaba no sólo para analizar un proceso, sino también para interpretarlo y evaluarlo en cotejo con otros. Funcionaba todavía como marco en el cual apreciar los condicionamientos y las posibilidades de la acción, pero brindaba además pautas de comparación y evocaba filiaciones y divorcios entre unos y otros momentos.

En la tradición marxista posterior esa meticulosa referencia a escenarios y actores no parece haberse continuado con igual calidad en cuanto a la articulación entre conocimiento disciplinar sobre lo social y metáforas provenientes del género literario. Aquí y allá pueden encontrarse multitud de obras que recuperaron algunos aspectos de esa tendencia, pero sería en una vertiente claramente “heterodoxa” como la representada por Walter Benjamin en la que podrían apreciarse nuevas dimensiones del abordaje teatral del pasado. Si la distinción más relevante en Marx fue la de tragedia o drama por un lado y parodia o farsa por el otro –con la variación señalada respecto del preludio–, en Benjamin la diferenciación se presentó entre tragedia clásica y drama barroco.

Benjamin en torno a tragedia y drama

De acuerdo con Susan Buck-Morss, Benjamin habría dado el paso entre un método idealista y otro materialista –ambos dialécticos– recién en el Libro de los Pasajes y por tanto su texto sobre el Trauerspiel carecía aún de una concepción materialista de la observación (Buck-Morss, 2011: 56-57). A su vez, para Miguel Vedda, esa segunda obra sostendría aún una visión platónica en tanto cada idea contendría la imagen del mundo, aunque su prefacio ya contuviera una crítica del idealismo y del subjetivismo cognoscitivo (Vedda, 2012: esp. 21). Pero dado el objeto del presente trabajo, el Trauerspiel aparece como el estudio más adecuado para considerar una nueva dimensión del enfoque teatral.[8] Además, si bien Benjamin no había desarrollado aun plenamente esa tendencia a ir a las “cosas mismas” que advertiría Theodor Adorno (1995: 14), ya presentaba dos aficiones adicionales al enfoque dialéctico que fundamentarían su vuelco decidido al materialismo: la propensión a una fenomenología en la cual la “materia” incluía a las ideas, las obras de arte y literarias y otros fenómenos del “espíritu” y la noción de que la esencia de un fenómeno no depende de la intención del autor.[9]

Origen del Trauerspiel alemán es un texto con frecuencia oscuro, que no se puede utilizar como una suerte de “guía práctica” para el análisis de lo cultural o lo social[10] y cuyo eje está en el rastreo de las divergencias entre la tragedia clásica y el drama barroco. Podemos a partir de su lectura suponer distinciones que no necesariamente fueron enfatizadas por Benjamin, cuyo pensamiento dialéctico suele afirmar un elemento y su contrario al mismo tiempo. Simplificando la ecuación benjaminiana, podríamos decir que la tragedia remite al mito, a la intensidad vital, la muerte y el sacrificio y al predominio del símbolo, en tanto que el drama conduce a la historia y a la inmanencia, a la identificación de la repetición y al uso de la alegoría.

El mito sería el punto focal de la tragedia, no la historia, y –siguiendo a Lukács– los héroes que mueren en ella están muertos mucho antes de morir:

La poesía trágica se basa en la idea de sacrificio. Pero el sacrificio trágico se distingue de cualquier otro por su objeto –el héroe– y es al mismo tiempo el primero y último. El último en el sentido del sacrificio expiatorio que recae en dioses que protegen un antiguo derecho; el primero, en el sentido de la acción sustitutiva en la que se anuncian nuevos contenidos de la vida del pueblo (Benjamin, 2012: 145).

La armonía clásica permitiría mostrar las acciones de un individuo excelso, en un mundo trágico que estaría más allá del mundo profano. La relación con el pasado no es entonces importante, ya que todo se reduce a la redención. Lo corpóreo es insustancial, porque en realidad la vida se expresa en la muerte. Está ausente toda verdadera adecuación a lo real y al espectador sólo le queda observar el despliegue del mito. Así, el espíritu trágico conduce en rigor a la resignación (Benjamin, 2012: esp. 139-154). La forma expresiva más adecuada a la tragedia es el símbolo, es decir, un elemento que por convención o asociación representa a una entidad, idea, concepto o convención.[11] Y los símbolos tienden a ser invariables, a reconocerse como elementos fuera del tiempo que reiteran una relación con aquello de lo que son emblema, a atravesar sin fisuras la historia –si es que la hay–.

Por el contrario, Benjamin detectó en el drama barroco una equiparación entre la escena teatral y la escena histórica. La historia es el nudo del drama pues “Su contenido, su verdadero objeto, es la vida histórica tal como se la imaginaba en aquella época” (Benjamin, 2012: 98). Y asumir la trasmisión de la vida misma como objeto del drama supone la atención a los afectos y emociones, el abandono de la trasparencia clasicista a favor de la (de)mostración de la sorpresa y la confusión, la delectación en todo aquello que pueda dar cuenta de las vicisitudes de la existencia humana como ser el desencantamiento del mundo, la muerte, la falla ética y la ruina. Es decir, la humanidad entera restituida en el argumento:

Si con el Trauerspiel la historia entra en escena, lo hace como escritura. En el semblante de la naturaleza está escrita la palabra ‘historia’ con la escritura cifrada de la transitoriedad. La fisonomía alegórica de la historia-natural, que es puesta en escena por el Trauerspiel, está realmente presente como ruina. Con esta, la historia se ha trasladado sensiblemente al escenario. Y sin duda, así configurada, la historia no se manifiesta como proceso de una vida eterna, sino como transcurso de ineluctable decadencia (Benjamin, 2012: 221).

El Trauerspiel se caracterizaría por una pluralidad de tiempos y de lugares pero, en función de la conciencia epocal barroca, la corte sería su escenario privilegiado y estaría imbuido de temas relativos al gobierno de los seres humanos. No estaríamos con él en el plano de una dimensión ética superior, ya que el drama barroco alemán “se sepulta por entero en el desconsuelo de la constitución terrenal” (Benjamin, 2012: 117) y eso supone la ausencia de un plan divino de redención, la identificación de las fatalidades de la existencia humana y la exposición profana de la historia como historia del sufrimiento del mundo.

La devaluación del mundo profano, su demostración como un conjunto y sucesión de ruinas, aparecería en el estudio benjaminiano como prefiguración de sus planteos sobre el concepto de historia (Benjamin, 2007).[12] Pero en el Trauerspiel los sufrimientos mundanos serían un camino de elevación, de redención inmanente. El escenario es lo existente y su acontecer múltiple y contradictorio se presenta como la misma vida, en cuyo transcurso se redimen los personajes. Forma de redención diversa de la planteada propositivamente por Benjamin en tanto salvación del olvido (Löwy, 2003; Oberti y Pittaluga, 2012), pero también como ella “autorredención” de la humanidad.

El relevamiento de esas cuestiones llevó a Benjamin a proponer una lectura del drama barroco en clave dialéctica, ya que:

Con bastante claridad se manifiesta la tendencia del Clasicismo a la apoteosis de la existencia en el individuo que alcanza la perfección no sólo en el plano ético… por el contrario, la apoteosis barroca es dialéctica. Se consuma en la inversión de los extremos (Benjamin, 2012: 202).

Acorde con esa concepción, sería posible apreciar en los Trauerspiele una constante tensión formal entre sonido y significado, entre música y palabra, entre voz y escritura.

Esa dedicación a la detección de elementos contradictorios, múltiples y puntuales, no debería ser considerada como una renuncia a la captación de la totalidad.[13] Por un lado, la totalidad deviene clave de comprensión, por la cual el abordaje de cada obra –de cada acontecimiento, de cada tendencia social– se realiza atendiendo al conjunto de sus contradicciones y a su configuración global. Por el otro, de la experimentación de los escritores barrocos puede extraerse la enseñanza de que la totalidad no es algo dado, sino el objeto de un trabajo de ensamblaje “pieza por pieza” de múltiples elementos “a partir de los cuales se combina la nueva totalidad. Mejor dicho: se construye” (Benjamin, 2012: 222). En esa tarea, la forma más adecuada no sería el símbolo, sino la alegoría.

La relación entre todo y parte no es transparente, como quisiera el clasicismo. El recurso a la alegoría no niega la unidad, pero la problematiza y pone en cuestión ese vínculo (Bürger, 2010: 80). En Benjamin, lo alegórico aparece como contraparte del símbolo. Mientras el segundo tiene un vínculo con las ideas, lo primero se relaciona con las imágenes, es decir, con las cosas, presentes en el drama barroco esencialmente como iconografías de la naturaleza de variada significación.[14] Mientras lo simbólico remite a sentidos definidos, lo alegórico se abre a lo especulativo. Y la contemplación alegórica no es pasiva sino activa, pues cada elemento remite a otros en función de un presente que tampoco es fijo: “Cada persona, cada cosa, cada relación puede significar cualquier otra” (Benjamin, 2012: 218). En lugar de representar miméticamente, las alegorías significan en la medida en la que desmienten lo representado y por tanto disocian representación y significado. Afirman y niegan a un tiempo, y en ellas hay una verdad que no es la declamada por los personajes.

De hecho, el mundo de las cosas aparece enajenado del personaje principal en el Trauerspiel. Esa tendencia supone la posibilidad de que no sea en el agente –el personaje– donde encontremos la clave interpretativa. Al decir de Ruth Pellerano: “Dentro de la filosofía [la alegoría] sostiene la posibilidad de que sea el mundo objetivo, y no el sujeto, quien exprese significado” (Pellerano, 2006: 3). Eso resulta solidario con una filosofía de la historia en la cual la verdad de un fenómeno pasado no es estática o exterior a la historia, sino inmanente y mediatizada por un presente constantemente cambiante (Buck-Morss, 2011: 148).

Como se habrá apreciado, el uso que aquí se ha hecho del libro de Benjamin sobre el Trauerspiel es en cierta medida alegórico en sí mismo. Un texto todavía idealista en términos de Buck-Morss considerado como puerta para comprender lo que recién después se tornará en un enfoque materialista; un texto sobre el teatro en sí –aunque por supuesto no solamente sobre el teatro– aducido para referir a la forma de encarar el enfoque teatral en la historiografía. En suma, un recurso a una imagen o relato que en realidad representa o implica otra cosa diferente; pero quizás también como el modo en el cual se conjugan en un discurso dos sentidos diversos, uno recto y otro figurado, para dar a entender una cosa expresando algo distinto.[15] Ese juego de espejos en cierta medida inevitablemente deformantes guarda asimismo potencialidades hermenéuticas y narrativas, que el concepto de teatro habilita.

Entre la sociología histórica y la historia social

En el seno de las teorías de la movilización social y sobre todo de su síntesis clásica y de las actuales tendencias de enfoque relacional, el recurso a la metáfora teatral se ha plasmado específicamente en la formulación de herramientas analíticas. De ellas, la más difundida es sin dudas la noción de “repertorios de acción colectiva”. De acuerdo con Charles Tilly:

…la acción colectiva ocurre dentro de repertorios bien definidos y limitados que son particulares a diversos actores, objetos de acción, tiempos, lugares y circunstancias estratégicas. (…) El termino teatral ‘repertorio’ captura la combinación de elaboración de libretos históricos e improvisación que caracteriza generalmente a la acción colectiva (Tilly, 2000: 14).

Se puede identificar en consecuencia el recurso de los agentes movilizados a formatos de acción prefijados, propios de la contienda contenida, pero al mismo tiempo cierto grado de libertad de acción y de capacidad variable de invención que se expresaría en la emergencia de acciones disruptivas, sean actos violentos, huelgas, marchas o rondas, piquetes, escraches u otras muchas medidas de manifestación del conflicto político y social. Los intentos de concebir una taxonomía de repertorios inscribirían a propuestas como esa dentro de una “sociología histórica” de corte estructuralista, aunque es difícil no considerar el carácter eminentemente histórico-social de la obra de autores como Tilly (v. g. Tilly, 1995; Tilly et alii, 1997 o Tilly y Wood, 2010).

Como lo ha destacado Michel Offerlé, el éxito del concepto de repertorio de acción colectiva llevó en cierta medida a su simplificación, de tal manera que rara vez se recurre a él en el sentido “fuerte”, relativo a la “estilización macrosociológica de la transformación de las formas de dominación económica y política”, y en cambio se prefiere una versión “débil” que asimila la noción de repertorio a un medio de acción o a la suma de medios de acción de una organización o un movimiento con una categoría social (Offerlé, 2011: 93). Luego de someter a la categoría a una revisión crítica, apreciando la adecuación o inadecuación de los tipos de acción contenciosa identificados por Tilly, Offerlé destaca que “…podemos considerar que es posible preservar la noción de repertorio para fines didácticos, al separarla de todo evolucionismo, a condición de no considerar que existiría un solo repertorio en cada sociedad determinada, sino muchos tipos de repertorios que estarían en competencia o en ignorancia mutua” (Offerlé, 2011: 112, destacado mío). Aunque este último autor no se preocupa en sí por el problema de la forma de escribir historia, da en la tecla al encontrar en la identificación de múltiples repertorios la posibilidad de metáforas de la acción política aplicadas en función de la demostración de un argumento. Más que desarmar la propuesta de Tilly, amplía entonces la noción de repertorios para incluir todo un ensamblaje de acciones contenidas y disruptivas, colectivas e individuales, de contestación y de resiliencia, que se presentan históricamente en un continuum y que se evaden de la posibilidad de una taxonomía.[16]

Por su parte, Marc Steinberg ha planteado la necesidad de comprender la confrontación no sólo como un proceso mayormente expresivo y de acción primariamente instrumental, sino también como un espacio de flujos de comunicación verbal que crean escenarios para eventos y relaciones. De allí su consideración de los “repertorios discursivos”, en base a una concepción dialógica que se remonta a los aportes de Mijail Bajtin y V. N. Voloshinov (Steinberg, 1999). En tanto insertos en un espacio discursivo mayor, esos repertorios se inscribirían en el seno de la ideología dominante –es decir, se moverían en el plano de lo decible en una sociedad dada– pero a su vez la tensionarían con enunciados que pondrían en cuestión su consistencia y harían factibles transformaciones del sentido –es decir, supondrían además intervenciones en parte innovadoras y disruptivas–. En el análisis de la movilización social y de la constitución de agentes colectivos, resulta de interés entonces establecer las características cambiantes de los dos tipos de repertorios, al tiempo que discutir el carácter de su mutua relación. En la concepción de Steinberg los repertorios de acción y discursivos tenderían a una equiparación, en el sentido de que la moderación o radicalización de uno tendría como efecto la adecuación del otro a ese nivel de conflicto. Sin embargo, pese a ello es posible identificar empíricamente situaciones en las cuales la radicalización discursiva no va de la mano de la radicalización de la acción instrumental.

Estos planteos desarrollados en función de la teoría de movilización de recursos –como una línea entrelazada con el análisis de las estructuras de oportunidades políticas y con la identificación de los procesos identitarios o enmarcadores–, se integraron en el “giro relacional” de los últimos años, iniciado por los mismos cultores de aquellos enfoques.[17] En ellos, los escenarios sociales son concebidos como marcos de corte estructural que restringen las acciones y discursos posibles, pero que al mismo tiempo son transformados por los agentes individuales y colectivos por cuanto los procesos contenciosos les proveen de oportunidades para explorar los márgenes de improvisación, negociación o innovación. La atenuación del carácter estructuralista de las teorías de la movilización social en su tendencia al análisis de la relacionalidad puede ser pensado como un cierto “giro histórico” de la sociología,[18] influido por una historiografía que destacó la capacidad de agencia de los sujetos y su interacción en los procesos sociales. En este sentido, el énfasis en la identificación de actores políticos constituidos previamente a la interacción episódica se atemperó con la consideración de otros que se autoidentifican como tales en el proceso contencioso. La historia aparece entonces como un proceso no definido estructuralmente, aunque sí enmarcado, al estilo de un guion abierto en el cual van tomando forma los mismos actores.

En esa senda, son señalables también los aportes de Edward Palmer Thompson, quien usó asiduamente la noción de teatro en estudios que defendían una concepción dialéctica de la labor disciplinar y la articulación de enfoques de contexto y proceso. Pese a sus frecuentes exabruptos anti-estructuralistas, Thompson presentó un intento sostenido de considerar las posibilidades con las que contaban los sujetos al mismo tiempo que los entendía parte sustancial y activa de una dimensión diacrónica. El concepto de “teatro” le fue útil para establecer los marcos de la hegemonía cultural, con sus imágenes del poder, sus mentalidades populares de subordinación y reclamo, sus rituales de reproducción o subversión de las posiciones relativas y sus episodios dramáticos:

… yo mismo he ido usando de manera creciente la idea de ‘teatro’. Desde luego, en todas las sociedades el teatro es un componente esencial tanto del control político como de la protesta e incluso de la rebelión. Los gobernantes representan el teatro de la majestad, la superstición, el poder, la riqueza, la justicia sublime; los pobres representan su contrateatro ocupando los escenarios de las calles para mercados y empleando el simbolismo del ridículo y la protesta. Decir que el control o la dominación deben tomar la forma del teatro no es (como he argumentado) ‘decir que era inmaterial, demasiado frágil para el análisis, insustancial’ (Thompson, 2000: 26).

A lo largo de muchos de sus trabajos, como los reunidos en Costumbres en Común –especialmente “Patricios y plebeyos” o “La venta de esposas”–, pero asimismo más tempranamente como en su clásico Whigs and Hunters (Thompson, 1995 y 2010), este autor presentó análisis particularizados de los conflictos culturales desarrollados en escenarios concretos con formatos teatrales, en los cuales los participantes cumplían roles ritualizados sin ser prisioneros de un guion inflexible y constituyéndose como sujetos con autonomía de acción. Ese recurso fue congruente con su apelación al concepto de “campo de fuerza”, introducido para apreciar cómo las posiciones objetivas suponían marcos de experiencia en los cuales las contraposiciones entre los sujetos –principalmente bipolares, pero en realidad múltiples y complejas–, permitían ir transformando las costumbres y las identidades en un camino en el cual emergía la clase social (Thompson, 1984).

También Natalie Zemon Davis recurrió en sus obras a la representación de lo social en un sentido dramático. En su estudio sobre las cencerradas, trabajó cuatro casos, identificando un guion común y definiendo en cada uno un escenario a partir de coordenadas espacio-temporales y los actores o actrices involucrados, al estilo de los programas de obras teatrales –ubicando notoriamente sobre el final a los actores de reparto y figurantes como “padres, madres y vecinos”, “camaradas de…”, “un cirujano”, “un molinero”, “otros campesinos”, “mujeres jóvenes…” (Zemon Davis, 1993: 116). Su análisis del “mal gobierno”, atravesado por la consideración del juego, se efectuó en términos de comedia y de tragedia (ídem: caps. 3 y 5), en tanto que analizó con parámetros similares los ritos de la violencia, narrando cómo las multitudes asumían papeles que normalmente no les correspondían para impartir justicia o corregir lo que consideraban desviaciones (ídem: cap. 6).[19] 

Pero esta autora fue con seguridad mucho más allá de los ejemplos anteriores, al iniciar Mujeres en los márgenes con una verdadera escena dramática. Allí, ficcionalizó un diálogo de sí misma con las personas cuyas vidas estudiaba en ese texto: Marie de l’Incarnation, Glikl bas Judah Leib y Maria Sibylla Merian, una católica, una judía y una protestante (Zemon Davis, 1999: Prólogo). Esa conversación sirve tanto para presentar a las protagonistas, como para plantear cuál será el eje sobre el que discurrirá el texto: la historia de tres mujeres que tuvieron que luchar contra las jerarquías de género en el siglo XVII, que se encontraban inscriptas en un mundo masculino pero que no carecían de agencia ni de poder.

El diálogo como género literario se remonta a la antigua Grecia y fue ampliamente cultivado en la Europa renacentista, como modo de exponer razonamientos, fundamentar una verdad o simplemente producir un efecto de entretenimiento o humor. Pero a contramano de una de las formas típicas del género que resultaba apropiada para el período histórico que estaba trabajando, Zemon Davis incluyó comentarios sobre el escenario y esbozó una acción dramática, indicando las luces y las penumbras, las reacciones y las expresiones corales. La escena inicial de Mujeres en los márgenes es lisa y llanamente una escena teatral, en la que destacan las diferencias de cuatro mujeres –la autora incluida– de edades similares pero de medios sociales y épocas diversas, y que señala particularmente el anhelo de una comprensión histórica. En ese prólogo ya no se trata entonces de recurrir a una metáfora, a un enfoque o a una clave interpretativa, sino de entrar directamente en diálogo con la gente del pasado, un trabajo que requiere de intentos repetidos y arroja siempre resultados limitados (Zemon Davis, 2013a). “Dadme otra oportunidad. Volved a leerlo”, ruega la autora al final del prólogo, esperando que sus biografiadas aprueben su interpretación (Zemon Davis, 1999: 13). Con ello el género teatral se inscribe en el interior mismo del discurso historiográfico, marcando las distancias y las proximidades entre quien produce el conocimiento histórico y las vidas que pretende conocer.[20]

De seguro, este tipo de operaciones no gozan de la aprobación generalizada de la academia, dado el componente de ficción que suponen. Pero, al decir de dos analistas, “Natalie Zemon Davis siempre ha reconocido el estrecho margen por el que se movía, entre positivistas que repudian todo juego y conversos a la teoría literaria” (Serna y Pons, 2013: 202). Y ella ha sabido defender con solvencia la idea de que se trata en todos los casos de ficciones documentadas y que sus inferencias se encuentran controladas por “las voces del pasado”.[21]

Samuel y el mundo como teatro de la memoria

Inscripto también en la historia social anglosajona, Raphael Samuel no parece –al contrario de los ejemplos anteriores– haber recurrido a un enfoque teatral. Mucho más receptivo a los desafíos de las teorías estructuralistas que Thompson, si bien con serias prevenciones sobre varios de sus postulados o implicancias, se dedicó entonces a una mayor fundamentación teórica y a una revisión de la idea de totalidad histórica (Samuel, 1984 y 1992). Preocupado al igual que Zemon Davis por la forma de escritura de la historia, privilegió más que ella las dimensiones de la historia popular, la historia oral y el rescate de una pluralidad de voces a través de narraciones no profesionales a partir del movimiento del History Workshop (Samuel, 1980).

Samuel sí se dedicó a estudiar distintas experiencias teatrales, como parte de su preocupación por la historia de las clases populares y de los partidos obreros. En su prólogo al escrito memorial de Tom Thomas A Propertyless Theatre for the Propertyless Class, destacó la relación entre el teatro como recurso propagandístico y de lucha cultural con los procesos de movilización trabajadora y los ciclos huelguísticos, así como las innovaciones del Workers' Theatre Movement en el paso de las políticas socialistas y laboristas a las comunistas (Samuel, 1977). Junto con Ewan MacColl y Stuart Cosgrove, compiló en 1985 un volumen sobre ese tipo de movimientos teatrales en Gran Bretaña y los Estados Unidos hacia 1880-1935 (Samuel, MacColl y Cosgrove, 2018). Analizó también varias obras teatrales y musicales, el teatro escolar, los usos de Shakespeare, el patrimonio arquitectónico asociado y otros muy diversos tópicos vinculados a la actividad dramática en Teatros de la memoria (Samuel, 2008).

Sin embargo, como el mismo título de la última obra citada lo sugiere, Samuel asumió una noción diferente de “teatro”, asociada a la idea de materialidades que resultan portadoras de memorias sociales. Preocupado por el problema de la distinción y a la vez mutua implicación de la disciplina histórica con la memoria, se enfocó en los modos en los que se hace posible el rescate del pasado. Para ello, inició su planteo con un racconto de las “artes de la memoria” en el mundo occidental, dando un lugar de privilegio a la noción del “teatro de la memoria” renacentista analizado por Frances Yates (Samuel, 2008: Prefacio).

El estudio de Yates, publicado en 1966 e inscripto en la tradición de Aby Warburg, reconocía un conjunto de reglas mnemotécnicas cultivadas como un “arte” desde la antigua Grecia, retomadas en el Medioevo como un complemento visual del pensamiento y una guía para peregrinos y fieles, y desembocadas en el Renacimiento, momento en el cual la “geografía sacra” de los cultos cristianos fue reemplazada por una “geometría de lo sagrado” que hacía del acto de recordar una elevación que permitía una completa visión del universo. El concepto de “teatro de la memoria” proviene precisamente del Renacimiento, entendido en las propuestas de filósofos como Giulio Camillo, Giordano Bruno y Robert Fludd como un recurso técnico para movilizar los recuerdos. Una parte de las artes de la memoria consistía precisamente en la potenciación del carácter mnemotécnico de imágenes e incluso construcciones, en las que se escenificaban alegorías útiles para producir la rememoración (Yates, 2005). Glosando a Yates, Samuel destacaba que “La memoria de palabras se convierte en memoria refractada a través de la memoria de las cosas, y al cabo, cuando es absorbida por la filosofía oculta, de las figuras astrales” (Samuel, 2008: 62).

A partir de esa concepción, Samuel resignificó la noción de “teatro de la memoria”, para incluir un conjunto amplísimo de productos sociales capaces de sostener la rememoración. En su planteo, todos los dispositivos culturales –los edificios y los espacios urbanos, los artículos de regalo, los más variados objetos de moda retro, las fotografías o las películas– conforman espacios teatrales en los cuales las memorias no sólo se activan, sino que confrontan en un proceso de luchas por dotar de diferentes sentidos a lo acaecido. Una amplia pluralidad de agentes interviene entonces en la producción, circulación y recepción de numerosas representaciones del pasado, y es posible analizar sus acciones en función de sus posicionamientos y expectativas.

Para sostener la idea de una pluralidad de voces capaces de narrar historias, no totalmente equivalentes pero sí reconocibles como legítimas y capaces de entrar en diálogo con la historiografía, Samuel identificó un “teatro de la memoria romántico”, que en vez de remontarse a las alturas como el renacentista se quedaba en la introspección y en los planos del instinto y la intuición. Vio allí un elemento que podría haber contribuido a la distinción radical entre una memoria primitiva y subjetiva por un lado y una historia consciente y objetiva por el otro. Contra esa concepción dicotómica, aunque sin diluir las especificidades de la disciplina, Samuel argumentó que la memoria no sería el otro negativo de la historiografía, sino una fuerza activa, dinámica y socialmente condicionada que se encuentra en relación dialéctica con la historia disciplinar. A su vez, esta última también supondría una serie de “borrados, enmiendas y amalgamas” que divide lo que en su origen podía pensarse como un todo o integra informaciones que podían ser divergentes (Samuel, 2008: 12).

La propuesta de Samuel de escribir Teatros de la memoria como un texto abierto, en interacción con una multiplicidad de formas en las que se hace presente el recuerdo y se construye conocimiento sobre el pasado, nos pone frente a una dimensión diferente a las antes tratadas. No es ya cuestión de un cierto enfoque teatral, que permita dar cuenta en el discurso de los escenarios, la identificación y acciones de los y las protagonistas, los roles y sus transgresiones, los desplazamientos, los retornos y las analogías, ni siquiera la de la inscripción de un discurso dramático ficcionalizado al interior de los textos historiográficos, sino de algo que va más allá de eso. Hace en rigor a la posibilidad de una escritura de la historia en diálogo con otros registros que le son contemporáneos; un desarrollo disciplinar diferente y a veces radicalmente opuesto a esas otras miradas, que a un tiempo reconoce los modos en los cuales se producen y trasmiten conocimientos históricos en el mundo social. Ello, sin olvidar que allí nos encontramos con recuperaciones de pasados históricos reales y con pretéritos imaginarios; con la patrimonialización o el conservacionismo y con los intentos de captar una “historia viva”. En ese punto, corresponde a la disciplina académica poner en discusión los aspectos controversiales o las adulteraciones del pasado, sin desconocer su propia inscripción social, sus limitaciones y sus efectos de completitud en la captación de una época. La historiografía aparece así como una voz más –sustentada por procedimientos disciplinares, pero no propietaria de una verdad ineluctable, objetivista, progresiva y acumulativa– y los historiadores e historiadoras como protagonistas en un conjunto ampliado de “teatros” en los que se dirimen los sentidos otorgados al pasado. Para ser fiel a esa concepción, el discurso historiográfico debería pensarse como una posibilidad de conocimiento, como un postulado en constante revisión, siempre perfectible y necesitada del intercambio y la contrastación con otras formas de narrar la historia.

Reflexiones finales

La historia entendida como movimiento temporal de lo social, puede ser concebida como un teatro o una sucesión de piezas teatrales. Pero esa visión de un Theatrum mundi puede tener múltiples dimensiones. Como se ha repasado brevemente en las páginas precedentes, la noción de “teatro” nos puede remitir a distintas posibilidades de aplicación historiográfica: como cantera de herramientas conceptuales (Tilly, Steinberg); como concepción general de la acción social en el marco de escenarios determinados por diferentes relaciones de fuerza y de una teatralización institucional (Thompson); como categoría para la identificación de espacios y artefactos mnemotécnicos producidos socialmente en la puja memorial (Samuel). Pero también como recurso metafórico para caracterizar, comparar y comprender épocas históricas y desempeños de agentes individuales y colectivos (Marx), como ámbito de aplicación de formas de representación más o menos apropiadas para dar cuenta de las experiencias de la humanidad y captar sus emociones (Benjamin) o incluso como género literario inscripto al interior de un discurso historiográfico (Zemon Davis).

¿Pueden esas distintas dimensiones colaborar con o inclusive conjugarse en explicaciones narrativas sobre un objeto historiográfico concreto? Por poner un caso y en lo que personalmente me toca en función de mi línea principal de investigación, la historia del movimiento argentino por los derechos humanos puede ser una materia respecto de la cual se generen formas de discurso historiográfico que recurran a esas herramientas. Se ha aludido con frecuencia en los estudios sobre ese agente colectivo a la noción de “repertorios” tanto de acción como discursivos, en la senda de las investigaciones de corte sociológico sobre la movilización social (Solís, 2011; Solís y Ponza, 2016; Zubillaga, 2016). Asimismo, se ha apreciado una  cierta escenificación en los actos-homenajes, consistente en el recurso a secuencias prefijadas y a la intervención ritualizada de diversos agentes que representan distintas funciones, como ser ex compañeros, integrantes de organismos de derechos humanos, autoridades, estudiantes o empleados de instituciones involucradas. La identificación de pautas convencionales en las alocuciones e incluso la asunción de formatos asociados a los actos oficiales, han reafirmado la validez de la metáfora teatral en el abordaje de esas actividades. A propósito de la reparación de legajos de empleadas y empleados públicos desaparecidos, Chintia Balé ha destacado que:

Elementos como la bandera y el Himno Nacional, la enumeración de los cargos que detentan las autoridades, así como el sello que se imprime a los legajos laborales, remiten, como dijimos, a una ‘escenografía de lo oficial’ o a una ‘teatralización’ que es propia del Estado como invención organizativa (Balé, 2018: 161).

También se ha observado en los estrados judiciales el carácter de una demostración pública en la que pueden observarse rasgos escénicos. Así, Hugo Vezzeti ha destacado cómo se implantaba un nuevo relato en el que la ley desplazaba a la guerra como núcleo de significación, en el juicio a las Juntas Militares de 1985, “convertido en un teatro público de la confrontación por el sentido legítimo del pasado” (Vezzetti, 2009: 25).

Con seguridad, esas apelaciones podrían ser más sistemáticas[22]. La identificación de relaciones de poder en el movimiento temporal supone una constante redefinición de los actores –organismos de derechos humanos, autoridades, partidos políticos, organizaciones no gubernamentales de distinto tipo, redes de afinidad, familias e individuos– y los escenarios en los que transcurre la acción. Y sobre este último aspecto podemos pensar en las múltiples dimensiones espaciales, sea en un sentido social, sea en un sentido geográfico. Como los desarrollos de una nueva historia del movimiento de derechos humanos lo vienen mostrando desde hace ya veinte años, los niveles local / regionales, estatal-nacionales o mundiales implican escenarios variables, que no sólo se diferencian sino que además se articulan y solapan. Los agentes individuales y colectivos participan de ellos de diversa manera, inscriptos en conjuntos de relaciones más o menos estables –es decir, redes en estado de equilibrio cuyo funcionamiento impersonal los constriñe y habilita– y en redes que mutan constantemente en función de las elecciones personales y grupales. Definir los escenarios es tan importante como definir los agentes, ya que aquellos hacen a sus marcos de acción y a sus posibilidades de innovación.

El análisis comparado late en esas definiciones, pero adquiere nuevas dimensiones si se recurre a las sugerencias marxianas. El proceso de movilización pro derechos humanos de mediados de los años ’70 tuvo sus preludios en luchas anteriores, con personajes reconocibles que hicieron de puente entre épocas que compartían aspectos aunque fueron al fin radicalmente diferentes, pues a su vez las represiones anteriores fueron apenas preludios del exterminio planificado. En el derrotero posterior se puede apreciar el riesgo de todo agente individual y colectivo de no estar a la altura de la comparación: adocenarse, institucionalizarse, perder el sentido trágico y derivar a la farsa. Aunque no sean estrictamente comparables las experiencias de quienes han perdido a un hijo, ya que del sentir y del dolor siempre queda un resto inabordable disciplinar y éticamente, es imposible no ver una suerte de réplica paródica montada por los agentes estatales dictatoriales en las madres de “muertos por la subversión” como Hebe Susana Solari de Berdina, respecto de la tragedia de Madres de Plaza de Mayo como Hebe Pastor de Bonafini. Y a su vez, aunque resulte difícil admitirlo dado su peso simbólico, es posible sobre esta última comparar cómo pasó de representar una nueva forma de la política a coincidir con las formas políticas tradicionales.

Encarnando en sus propios cuerpos la resistencia a una autoridad sanguinaria, madres y abuelas como Bonafini, Carlotto, Cortiñas y muchas más pueden ser concebidas ellas mismas como símbolos. Han representado claramente ideas o principios, y eso es lo que nos impide a veces pensar sus acciones en tanto que históricas y sujetas a variación. Fue en su dolor y en las penalidades concretas de la búsqueda donde encontraron su redención benjaminiana y sus figuras son alegoría de cuerpos desaparecidos. El movimiento por los derechos humanos entero habla de otros movimientos; refiere a las ruinas de esas otras experiencias que le precedieron. De las huellas de las resistencias y de los movimientos revolucionarios arrasados por el terror de Estado, su emergencia daría lugar a nuevas luchas en las cuales el sintagma “derechos humanos” sería un reclamo frente a la masacre, pero también una metáfora, una alegoría en sí misma de aquello que muchas veces no puede ser nombrado.

Un aspecto central de las organizaciones señeras del movimiento por los derechos humanos ha sido el de insistir en la permanencia. La idea de una memoria obstinada, de luchar siempre, de sostener posiciones a pesar de la transformación de los contextos. Pero como sabemos, el agente colectivo cambia constantemente, se abre en mil experiencias diferentes, en diversas formas de relación con muchos otros agentes y agencias, e incluso sus triunfos en distintos planos y lugares se presentan como transitorios, como cuando entre 2015 y 2019 se puso en duda su legitimidad desde un gobierno nacional adverso como fue el presidido por Mauricio Macri o en ocasión de la reemergencia de discursos ensalzadores de la dictadura hacia 2020. Tal vez esas tensiones puedan relacionarse con el carácter discontinuo y fragmentario de la alegoría en Benjamin. Si ésta no es solamente una forma estilística sino además un recurso en la construcción de un lazo entre presente y pasado, quizás podamos encontrar modos alternativos de trabajar con los tiempos de la movilización social y su relación con las luchas anteriores. Así como el movimiento por los derechos humanos ha tenido sus “citas secretas” con el pasado, también ha roto los relatos dominantes sobre la temporalidad alterna dictadura / democracia al denunciar la impunidad o ha presentado concepciones innovadoras sobre la relación entre tiempo, memoria y vida.

La noción de “teatro de la memoria” parece de capital importancia para una comprensión global de las luchas memoriales y de los dispositivos aplicados. En momentos en los cuales las memorias antes hegemónicas sobre el terror de Estado muestran sus debilidades o se presentan como reactivas y afloran aquellas que supuestamente estaban denegadas, no ya para reeditar variantes de la “teoría de los dos demonios” sino lisa y llanamente para reivindicar la masacre, aparece con más fuerza la necesidad de analizar los modos de la conmemoración, los efectos que produjeron y el vínculo o la distancia entre los objetos o prácticas y aquellos a los que supuestamente interpelan. Por fin, una renovación de las formas del discurso historiográfico y su articulación con otros géneros literarios resulta imperiosa, tanto en función de las múltiples dimensiones de la “Public History” como por el posicionamiento ético-político de los estudios sobre las luchas por los derechos humanos en función de una etapa de peligros.

En síntesis, las diversas dimensiones de los enfoques teatrales pueden ser útiles para construir explicaciones narrativas y conducir a formas renovadas de escritura de la historia, sea respecto de las luchas pro derechos humanos, sea con relación a otros temas. Pero al tiempo que brindan opciones y soluciones, estos recursos abren nuevos interrogantes: ¿estos enfoques nos movilizarán sólo en tanto que espectadores de las obras representadas? ¿Qué relación debemos tener nosotros mismos con el teatro de la vida contemporánea? Preguntas ya excesivas, nunca simples, repetidamente angustiantes, que retornan al dilema del compromiso historiográfico en el contexto de las instituciones e ideologías dominantes; que se entroncan con el problema de lo decible y de lo indecible, de lo que se espera de nosotros en tiempos confusos y de lo que nosotros esperamos de nuestro tiempo.[23] 

Porque tal vez, como lo querría Foucault, se trataría en toda historiografía de apreciar desde una historia efectiva y no metafísica, en cada momento concreto y respecto de cada tema, el montaje teatral de las relaciones de poder y los puntos de emergencia de los enfrentamientos que se registran universalmente, ya que: “En un sentido, la obra representada sobre ese teatro sin lugar es siempre la misma: es aquella que indefinidamente repiten los dominadores y los dominados” (Foucault, 1994: 16).

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Zemon Davis, Natalie (1999). Mujeres de los márgenes. Tres vidas del siglo XVII. Madrid: Cátedra / Universitat de València.

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Zubillaga, Paula (2016). Orígenes de la Asociación Madres de Plaza de Mayo de Mar del Plata (1976-1986). En Contenciosa 6.

Recibido: 27 de julio de 2023

Aceptado: 18 de agosto de 2023

Versión Final: 15 de noviembre de 2023

Anuario Nº 39, Escuela de Historia

Facultad de Humanidades y Artes (Universidad Nacional de Rosario), 2023

ISSN 1853-8835


[1] Utilizo en estas páginas la expresión “enfoque teatral” para no inducir a confusión respecto del “enfoque dramático” propuesto por Erving Goffman (2004), que ofrece un análisis de la interacción social en términos de actuaciones representadas por los individuos hacia otros participantes de la acción u observadores. En su esquema interpretativo, las metáforas teatrales sirven para dar cuenta de los modos en los cuales se anuda la concepción de sí mismas de las personas con los roles sociales, al tiempo que la expresión de significados de los episodios singulares se articulan con las macroestructuras de la cultura. Considero que las observaciones de Goffman son muy útiles para el análisis micro-social, aunque por las razones que aduzco a continuación descreo de la posibilidad de una aplicación estricta de su teoría.

[2] Sobre las dimensiones del enfoque interseccional en la revisión de los estudios de género y en otras dimensiones de intervención social, véase Zapata Galindo, García Peter y Chan de Avila (2013). Debo esta referencia y la demostración de su compatibilidad con los planteos de Hobsbawm y Zemon Davis a una lectura reciente de Leticia Rovira (2023).

[3] Sin dudas, un parteaguas en la materia ha sido la obra de Hayden White y agradezco a un evaluador o evaluadora de este artículo la observación acerca de la necesidad de tal reconocimiento. No se siguen aquí sus postulados, en gran medida pues adhiero a la crítica anti relativista que contra él dirigiera Carlo Ginzburg (2010), pero sin embargo es sumamente interesante su observación en el sentido de que, al apreciar las cuestiones relativas a la sensibilidad literaria, la consideración de los elementos ficticios de un discurso historiográfico puede iluminar los componentes ideológicos: “Por tanto, si reconociéramos el elemento literario o ficticio en cada relato histórico, seríamos capaces de llevar la enseñanza de la historiografía a un nivel de autoconciencia más elevado que el actual” (White, 2003: 139).

[4] En disciplinas como la historia, podríamos considerar superada la dicotomía positivista entre explicación e interpretación/comprensión, sobre todo a partir de la identificación por Jürgen Habermas de un tipo de “explicación narrativa” (Habermas, 1982: 310 y ss.).

[5] Entiendo que esos tres sentidos de la crítica están esbozados en la carta de Karl Marx a Arnold Ruge fechada en Kreuzenach en septiembre de 1843 y publicada en febrero del año siguiente en los Anales Franco-Alemanes (Marx y Ruge, 1970: 65-69).

[6] Recuérdese aquí la función de la parodia o bufa en su desestructuración de una “historia metafísica” o “platónica” y su apuesta por una “historia efectiva” que funde una contra-memoria por parte de Michel Foucault (1994), en un gesto subversivo respecto de los planteos de Marx pero al mismo tiempo muy respetuoso de sus aportes.

[7] Respecto de la totalización y su problemática en el marxismo, me remito a Grüner (2006) y a Alonso (2015).

[8] Soy consciente de que al fijar el análisis y las reflexiones en torno al estudio benjaminiano sobre el drama barroco dejo de lado aquellos textos más pertinentes para aprehender el enfoque del autor respecto de la historia y de su relación con la memoria y la política, pero aquella es con seguridad la obra en la que mejor se pueden rastrear elementos que colaboren en un enfoque teatral. Sobre los otros aspectos me remito a las interpretaciones presentadas por José Sazbón (2002b) y por Alejandra Oberti y Roberto Pittaluga (2012: cap. “Benjamin o la cita revolucionaria con el pasado”).

[9] Buck-Morss destaca como vínculo solidario entre los enfoques de Adorno y Benjamin la noción –que el primero asumiría del segundo– según la cual la validez de una expresión no reside en la intención política del autor, sino en la ligazón estructural entre la lógica de la obra y la realidad social, o sea en su “verdad inintencional” (Buck-Morss, 2011: 58, 189 y ss., 233, entre otras).

[10] De hecho, ni siquiera serviría como guía absoluta para el estudio del drama barroco, ya que según el autor sus propias explicaciones sobre los Trauerspiele no deben ser aplicadas “de manera forzada” (Benjamin, 2012: 240).

[11] Gloso aquí las dos primeras acepciones del lema “símbolo” en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, en línea en https://www.rae.es/, acceso 29 de noviembre de 2020.

[12] De acuerdo con Löwy, sería hacia 1923-26 –para la misma época de la redacción de su texto sobre el Trauerspiel– cuando Benjamin articuló su crítica de la ideología del progreso con el materialismo histórico (Löwy, 2003: 23).

[13] Siendo muy extensas y de variadas facetas las polémicas sobre la atención o negación de la totalidad por parte de Benjamin, asumo sin más que su propuesta puede remitirse a la cita de Johann Wolfgang von Goethe con la que abre Origen del Trauerspiel alemán, según la cual: “Puesto que ni en el saber ni en la reflexión es posible componer ningún todo, ya que a aquel le falta lo interno y a esta lo externo, debemos pensar necesariamente la ciencia como arte, si esperamos de ella alguna clase de totalidad. Y por cierto, no hemos de buscar la totalidad en lo universal, en lo exuberante, sino que, así como el arte se expone siempre por entero en cada obra artística particular, así la ciencia debería mostrarse cada vez por entero en cada uno de los asuntos particulares que trata” (Benjamin, 2012: 61). Por tanto, la ausencia en Benjamin de una idea de mediación universal (Adorno, 1995: 21) no llevaría al abandono de la idea de totalidad sino a su aplicación como un criterio hermenéutico para abordar los fenómenos particulares.

[14] De seguir el criterio del Langenscheidt, en el lenguaje corriente los términos alemanes “Symbol” y “Allegorie” se distinguen precisamente por el contenido iconográfico del segundo, si bien eso no lo aleja de un vínculo con las ideas (véase Langenscheidt Fremdwörterbuch, en línea en https://de.langenscheidt.com, acceso 29 de noviembre de 2020). Claramente, Benjamin estaba cumpliendo el camino hacia las “cosas mismas” detectado por Adorno. En términos de Miguel Vedda (2012), se proponía combatir el enfoque metafísico de los germanistas alemanes respecto de lo simbólico y desafiar la visión denigratoria de la alegoría y del barroco.

[15] Gloso aquí las dos primeras acepciones del lema “alegoría” en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, en línea en https://www.rae.es/, acceso 29 de noviembre de 2020. Como es evidente, la segunda acepción castellana se abre aún más a la noción de un hiato o distancia entre lo que se dice y lo que se quiere significar.

[16] Debo la observación sobre el modo en el cual Offerlé revisa las categorías de Tilly a Francisco Reyes (UNL/CONICET). Aunque no es este el lugar de atender a su minucioso trabajo sobre la noción de “repertorio”, hay que destacar que como él mismo lo indica muchas de las correcciones que mereció la tipificación original fueron realizadas por el mismo Tilly y expresadas en textos como Dinámica de la contienda política (Mcadam Tarrow y Tilly, 2005) y que se refiere también al concepto como una “metáfora musical” (Offerlé, 2011: 114).

[17] La idea de un “giro relacional” en Delgado C. (2007).  En ese sentido deben ser considerados textos como el citado de Mcadam Tarrow y Tilly (2005).

[18] Cf. v. g. McDonald (1996) o Klein (2018). Sin embargo, hay que destacar que esa tendencia se cumple mayormente en el ámbito de la “sociología histórica” y que el campo sociológico en general no siempre incorpora la perspectiva temporal; véase Ramos Torre (2016).

[19] Es interesante advertir que en su correspondencia de 1970-1972 sobre fenómenos como el charivari y la rough music, E. P. Thompson y Natalie Zemon Davis no intercambiaron respecto de los recursos literarios, pero sí profusamente sobre la documentación que convalidaba sus afirmaciones (Thompson y Zemon Davis, 2018). En cambio, con El regreso de Martin Guerre (2013b, publicado originalmente en 1983) Zemon Davis se preocupó mucho más por clarificar su forma de escribir historia, tanto por el uso del modo potencial como en el recurso a la “invención controlada”. Una posterior reflexión sobre los “usos literarios” se enfocó más en cómo aprovechar la literatura de época que en fundamentar sus modos de narrar, recapitulando distintos momentos de su carrera académica (Zemon Davis, 2013c).

[20] Es llamativo que Jablonka (2016: 109 y 358) solo mencione a Zemon Davis muy marginalmente para aludir a la narrativa y al vínculo con el cine de El regreso de Martin Guerre y prefiera como referencias de la teatralización a historiadores franceses del siglo XIX, cuando la nombrada le daba precisamente un ejemplo de primera importancia de la articulación entre historia y usos literarios. Debo la observación sobre la forma teatral en Zemon Davis a María Laura Tornay (UNL).

[21] Una aproximación a la cuestión de las posibilidades y los límites de un “uso imaginativo no fantasioso de las fuentes” para la inferencia histórica en Zemon Davis, a propósito de las cuestiones de género, en Zeiter (2017). 

[22] Aunque personalmente no he realizado una tarea así, he recurrido a unos u otros recursos o usos en distintos textos, remitiéndome aquí tan solo a Alonso (2022).

[23] Se trataría en resumen de la cuestión relativa a la tarea de los historiadores e historiadoras y a los problemas contenidos en la posibilidad de una historiografía revolucionaria; véase Oberti y Pittaluga (2012: esp. 252).