La voz del historiador. El “yo” en las estrategias narrativas de los relatos historiográficos (1980-2023)
La voz del historiador. El ‘yo’ en los relatos historiográficos (1980-2023)
The Historian´s Voice. The “Self” in Historiographical Accounts (1980-2023)
JORGE MARCO
University of Bath (Inglaterra)
j.marco@bath.ac.uk
RESUMEN
La historiografía moderna occidental se fundó bajo el paradigma del cientifismo y la objetividad. Como consecuencia, la disciplina adoptó la estrategia narrativa del narrador omnisciente o extradiegético, o del plural mayestático o de modestia en el ámbito hispano, bajo el pretexto de que de este modo se impedía la filtración de las subjetividades de los historiadores en los relatos del pasado. Sin embargo, desde los años 80 del siglo XX han surgido nuevas estrategias narrativas que han desafiado este modelo desde un punto de formal y epistemológico. Esta irrupción del “yo” en el campo historiográfico ha sido definida por Enzo Traverso como escritura subjetivista. El artículo analiza este “giro autobiográfico” en la historiografía occidental, prestando especial atención a sus manifestaciones en sus dos epicentros principales -el mundo universitario en los EEUU y Francia-, junto a otros trabajos pioneros procedentes de Australia, España, Italia y Reino Unido. El artículo presente dos niveles de análisis. Por un lado, realiza una clasificación de cuatro tipologías de escritura subjetiva dentro de la historiografía contemporánea: autobiografías, ego-historias, ventanas autobiográficas o familiares, y diarios de campo etnográfico. Las dos primeras categorías son textos explícitamente memorialísticos, mientas que los dos últimas consisten en trabajos considerados por las comunidades interpretativas de expertos como obras de investigación histórica. Por otro lado, valora hasta qué punto los historiadores han empleado estos formatos como un ejercicio de introspección y transparencia con el lector sobre el papel de sus subjetividades en la construcción de conocimiento, o si se ha tratado meramente de un uso funcional y/o estilístico. En los casos dónde se produce una introspección, se distingue entre aquellos que tienen un enfoque pasivo (cuyas reflexiones son relativas a investigaciones anteriores en las que el autor ya no puede intervenir), o activo (cuando las reflexiones se realizan en paralelo a la propia investigación y, por lo tanto, pueden tener incidencia en la construcción del conocimiento).
Palabras clave: historiografía; epistemología; autobiografía; ego-historia; subjetividad.
ABSTRACT
Modern Western historiography was founded under the paradigm of scientism and objectivity. As a result, the discipline adopted the narrative strategy of the omniscient or extradiegetic narrator, or the use of the plural "we" in the Hispanic context, a practice which supposedly prevented historians' subjectivities from leaking into accounts of the past. However, since the 1980s, new narrative strategies have emerged that have challenged this model from both a formal and epistemological standpoint. This emergence of the "self" in the field of historiography has been defined by Enzo Traverso as “subjective writing”. The article analyses this "autobiographical turn" in Western historiography, paying particular attention to its manifestations in its two main epicentres - the academic world in the United States and France - along with other pioneering works from Australia, Spain, Italy, and the United Kingdom. The article presents two levels of analysis. On the one hand, it establishes a classification system which divides subjective writing within contemporary historiography into four categories: autobiographies, ego-histoire, autobiographical or family “windows”, and ethnographic field diaries. The first two categories are explicitly memoir-like texts, while the latter two consist of works considered by interpretive communities of experts as historical research. On the other hand, it asks whether historians have used these formats in an attempt to be transparent with readers about the role of their subjectivities in the construction of knowledge, or if these formats have merely been used in functional and/or stylistic ways. In cases where self-reflection occurs, a distinction is made between texts with a passive focus (whose reflections are related to previous research in which the author can no longer intervene), and active (when reflections are conducted in parallel with the author's own research and, therefore, can impact the construction of knowledge).
Keywords: historiography; epistemology; autobiography; ego-histoire; subjectivity.
Toda disciplina tiene sus convenciones. Las convenciones son prácticas asumidas de forma inconsciente o tácitamente por la fuerza de la costumbre. Por ese motivo son tan difíciles de erradicar o incluso criticar, dado que su naturalización las ha invisibilizado en el proceso de producción de conocimiento. Esto es lo que ha ocurrido con las estrategias narrativas en los relatos historiográficos. El uso de la tercera persona impersonal, lo que comúnmente se conoce como narrador omnisciente o extradiegético, o del plural mayestático o de modestia en el ámbito hispano, ha sido y sigue siendo la estrategia narrativa predominante. Esta práctica no es casual, sino que se trata de un método narrativo que se adoptó en los orígenes de la disciplina con el propósito de impedir la filtración de las subjetividades de los historiadores en los relatos del pasado (Traverso, 2020) Como ha señalado Jablonka (2016), este modo objetivo o habitus de la objetividad es una ficción -asumida también por los novelistas naturalistas en el siglo XIX- que expulsa el “yo” narrativo para proyectar una imagen de aparente transparencia e imparcialidad del autor/sabio que posee un punto de vista universal. Esta ilusión cientifista, donde el historiador es una especie de figura sobrenatural que sobrevuela por encima de las vidas humanas y, por lo tanto, de sus pasiones, sigue dominando las prácticas historiográficas a pesar de que los paradigmas que lo sostenían hace décadas entraron en crisis.
En este artículo voy a analizar el “giro autobiográfico” que, al igual que en otras disciplinas (Gorra, 1995; Freedman y Frey, 2003), se puede observar en algunas historiografías occidentales desde la década de 1980 hasta la actualidad. Este fenómeno ha sido particularmente destacado en el ámbito universitario estadounidense y francés (Traverso, 2020). Por ese motivo el corpus de obras que analizaré pertenece principalmente a estas dos historiografías, aunque ampliaré el espectro con trabajos pioneros procedentes de otros cuatro espacios académicos anglosajones (Australia y Reino Unido) y europeos (España e Italia).
Ha de tenerse en cuenta que esta irrupción del ‘yo’, especialmente las nuevas modalidades de estrategias narrativas que han desafiado el modo objetivo en los relatos historiográficos, no han estado exentas de polémica. En términos generales el debate se ha planteado en términos absolutos. Académicas como Daphne Patai (1994) o el historiador Richard J. Evans (2008) lo han condenado ferozmente por tratarse de ejercicios narcisistas donde la individualidad del autor o autora termina por eclipsar el carácter colectivo de los objetos de estudio. En contraste, otras voces multidisciplinares (Behar, 1994; Freedman y Frey, 2003; Popkin, 2005; Aurell, 2016; Jablonka, 2016) han defendido que la introducción del “yo” no solo favorece estilísticamente las obras historiográficas, sino también la reflexión epistemológica y la transparencia con el lector.
En este contexto, se agradece la matizada investigación publicada por Enzo Traverso (2020), quien reconoce la potencialidad estilística y reflexiva de la “escritura subjetivista”, aunque también advierte que responde a una epistemología individualista neoliberal -una especie de selfie historiográfico- que fragmenta el carácter colectivo de la historia. En un reciente trabajo (Marco 2022) también he tratado de abordar este debate aportando una visión alternativa. Por un lado, he defendido la necesidad de expandir estas nuevas formas de escritura porque considero que favorecen la producción de textos más atractivos para el lector, la introspección epistemológica de los historiadores, y un mayor grado de transparencia en la trasmisión de conocimiento, pero al mismo tiempo he advertido de que estas modalidades también pueden caer en meros simulacros formales.
Por este motivo, en este artículo he decidido presentar dos niveles de análisis. Por un lado, realizo una clasificación de cuatro tipologías (autobiografías, ego-historias, ventanas autobiográficas o familiares, y diarios de campo etnográfico) que me permiten examinar estas estrategias desde una perspectiva formal. Las dos primeras categorías son textos explícitamente memorialísticos, mientas que los dos últimas consisten en trabajos considerados por las comunidades interpretativas de expertos como obras de investigación histórica. Por otro lado, valoro hasta qué punto los historiadores han empleado estos formatos como un ejercicio de introspección y transparencia con el lector sobre el papel de sus subjetividades en la construcción de conocimiento, o si se ha tratado meramente de un uso funcional y/o estilístico. En los casos dónde la introspección tenga lugar, distinguiré entre aquellos que tengan un enfoque pasivo (es decir, cuyas reflexiones sean relativas a investigaciones pasadas en el que ya no se puede intervenir) o activo (cuando las reflexiones se realizan en paralelo a la propia investigación y, por lo tanto, pueden tener incidencia en la construcción del conocimiento).
Autobiografías
Siempre ha habido historiadores que escribieron autobiografías (Aurell, 2016). Sin embargo, nunca fue una práctica bien vista dentro de la disciplina a nivel internacional hasta fechas recientes (Viven, 2011) salvo en casos excepcionales como en el Reino Unido, donde gozó de cierto prestigio tras la publicación de las memorias de Robin G. Collingwood en 1939. Cuatro fenómenos fundamentales favorecieron -e incluso dotaron de legitimidad- a esta modalidad de escritura en el campo historiográfico en las últimas décadas del siglo XX. Primero, el interés cada vez más acuciante por las subjetividades e intersubjetividades presentes en nuevas disciplinas y enfoques epistemológicos como los estudios feministas o postcoloniales, entre otros, los cuáles representaron una crisis de los paradigmas historiográficos hegemónicos (Harding, 1986; Haraway, 1988). Segundo, la crítica postestructuralista a la noción neutral del lenguaje y la deconstrucción de la estructura verbal en forma de discurso de las narrativas historiográficas (Veyne, 1971; White, 1973, 1978; LaCapra, 1985; Certeau, 2005). Tercero, un nutrido grupo de historiadores de origen judío europeo empezaron a publicar sus autobiografías, formando parte del corpus general de literatura de supervivientes del Holocausto (Popkin, 2005, 2017). Y cuarto, reputados autores en el campo historiográfico internacional como Pierre Nora, George L. Mosse y Eric Hobsbawm contribuyeron a dotar de prestigio a la figura del historiador memorialista mediante la edición y autoría de Essais d’ego-histoire, Confronting History e Interesting Times, publicados respectivamente en 1987, 2000 y 2002.
Estos cuatro factores provocaron un auge sin precedentes del formato autobiográfico entre los historiadores, aunque es conveniente aclarar que su expansión no ha sido global, sino que se ha limitado a ciertos espacios geográficos. No estoy al tanto sobre la situación en las historiografías africanas y asiáticas, cuyo estudio sería de gran interés. Lo que sí se puede observar es que en el ámbito académico anglosajón y francés los historiadores memorialistas se han convertido en una nueva tradición mientras que, en cunas historiográficas como Alemania, o en países europeos y latinoamericanos de raíces culturales católicas, estas prácticas siguen siendo excepcionales (Viven, 2011; Traverso, 2020).
No existe un canon o paradigma de autobiografía. Estas pueden adoptar distintos espíritus, formatos y enfoques, siendo radicalmente diferentes unas de otras. De esa diversidad se hacen eco las diferentes clasificaciones planteadas por Jaume Aurell (2016) y Enzo Traverso (2020). El primer autor establece seis categorías de autobiografías escritas por historiadores basándose en su estilo literario: humanística, biográfica, ego-histórica, monográfica, posmoderna e intervencionista; mientras que el segundo, atendiendo al contenido y a la metodología, las reduce a cuatro: ensayos sobre vida privada y profesional, reconstrucciones históricas basadas en documentos, ensayos historiográficos, y biografías ancladas en experiencias traumáticas.
En algunos casos, estos libros pueden destacar por su intimidad y calidad literaria. Este es el caso del psicoanalítico In Search of a Past, del historiador inglés Ronald Fraser (1984), donde explora los secretos de una infancia llena de privilegios y silencios a través de los testimonios orales del servicio que trabajaba en su casa; de The Road from Coorain, de la historiadora australiana Jim Ker Conway (1992), donde describe su infancia, adolescencia y entrada en la edad adulta desde una recóndita granja en el desierto a los suburbios de Sidney después de la Segunda Guerra Mundial; o del escalofriante Waiting for Snow in Havana, del historiador cubano-americano Carlos Eire -quien ha desarrollado su carrera académica en universidades estadunidenses-, donde narra su experiencia de la revolución cubana que, no solo acabó con su infancia, sino también con su emigración forzada y llena de orfandad a los EEUU (2003).
Las autobiografías escritas por historiadores permiten al lector descubrir a las mujeres y hombres que habitualmente se esconden detrás del grueso muro de la escritura académica. De su mano, recorremos emociones y episodios personales, conocemos sus filias y sus fobias, su sensibilidad y opiniones políticas. Toda una serie de elementos que, habitualmente, están ocultas en la narración historiográfica. Y esto es relevante porque permite ir más allá de la doble lectura que Raymond Carr (1987: 23) recomendaba con cualquier libro de historia: “Estudia al historiador antes de empezar a estudiar los hechos (…) Cuando leas un trabajo de historia, escucha siempre el zumbido que hay detrás. Si no lo detectas, o estás sordo o el historiador es aburrido”.
Otras autobiografías nadan entre las vivencias personales y la introspección epistemológica. Quisiera destacar dos que, aunque radicalmente diferentes, son una muestra de profundidad y análisis al alcance de muy pocos. La primera es Landscape for a Good Woman, de la historiadora Carolyn Kay Steedman (2008). Escrito desde la intimidad, la relación con su madre cuando era una niña se convierte no solo en material, sino también en un catalizador que le permite reflexionar sobre sus propios estudios que desde hacía años llevaba realizando en torno a la infancia, la clase social y el género. La segunda es Crooked Line, del historiador Geoff Eley (2005), donde de forma personal analiza la crisis de la historia social y los cambios historiográficos que se produjeron en las últimas décadas del siglo XX.
Ahora bien, la autobiografía no es intrínsicamente un formato que garantice la introspección epistemológica. De hecho, en ocasiones es justo lo contrario. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de la obra de Eric Hobsbawm. Sorprende que un autor de su inteligencia apenas reflexionara sobre estos asuntos e incluso llegara a la conclusión de que él “había elegido sus objetos de estudio intuitiva y accidentalmente” (2003: xiii), sin que cuestiones afectivas, personales o políticas le hubieran influido.
En conclusión, el género autobiográfico en sí mismo -a pesar de su apariencia- no garantiza la introspección epistemológica. De hecho, solo en casos excepcionales se suele producir. Existen varias limitaciones en el género autobiográfico que, desde mi punto de vista, limitan su potencialidad. Habitualmente, los historiadores que publican este tipo de textos son varones que gozan de una larga trayectoria previa, reputación y prestigio, como se puede observar en los corpus analizados por Porkin (2005) y Aurell (2016). Como consecuencia, el género autobiográfico se ha convertido en un ejercicio que goza solo de legitimidad en la disciplina para una pequeña élite de historiadores, cuyas características están marcadas por el prestigio, la edad y, en gran medida, el género. Estas singularidades excluyen a la mayor parte a la mayor parte de la comunidad de historiadores. Al mismo tiempo, el propio formato de la autobiografía hace imposible que el autor o la autora realice una introspección activa. En el mejor de los casos -algo que incluso no siempre se produce- las reflexiones se refieren al pasado, por lo que resulta imposible que éstas tengan ningún efecto en la investigación.
Ego-historia
La ego-historia nació como un proyecto personal y colectivo liderado por Pierre Nora para defenderse, según declaraba el editor en el prefacio, de la “sacudida de los referentes clásicos de la objetividad histórica”. Nora reconocía que la impostura de la “impersonalidad” de los historiadores, tratando de “ocultar su personalidad detrás del conocimiento” y “atrincherándose detrás de sus notas”, había demostrado no ser ninguna garantía. Por primera vez se planteaba un ejercicio introspectivo que abordara abiertamente el papel de la subjetividad dentro de la disciplina. El historiador debía reconocer, declaraba Nora, su “estrecha” e “íntima” relación con su propia obra. De este modo, la ego-historia se presentaba como “un nuevo género para una nueva era de conciencia histórica” (1987: 5-6)
Sin lugar a duda, el proyecto de ego-historia planteado por Pierre Nora era audaz e innovador. Sin embargo, desde mi punto de vista presentaba tres características que limitaban su potencialidad. Primero, nacía más como un proyecto defensivo frente a la amenaza del relativismo que como un impulso activo en favor de la exploración de las subjetividades de los historiadores. Segundo, se planteaba como un ejercicio retrospectivo del historiador en vez de un método que se aplicara durante la propia investigación, por lo que el alegato de tomar el control sobre las subjetividades carecía de fundamento. Tercero, no proponía ningún tipo de metodología de introspección, sino que tan solo se definía por lo que no era: “Ni autobiografía falsamente literaria, ni confesiones innecesariamente íntimas, ni profesión abstracta de fe, ni intento de psicoanálisis salvaje” (Nora, 1987: 7). Años después Nora se siguió reafirmando en una fórmula de la ego-historia basada en lo que no se debía hacer para evitar lo que consideraba los mayores peligros de este género: “el egoísmo social y el hipersubjetivismo íntimo” (2001: 23).
La ego-historia no recibió gran atención en el momento de su lanzamiento, pero poco a poco fue encontrando su lugar en la historiografía. Particular impacto ha tenido en Francia, donde ha llegado a ser integrado en el sistema de promoción académica conocida como l’habilitation. Sin lugar a duda, esta medida ha favorecido su práctica en el ámbito universitario (Zalc, 2021), pero también ha tenido efectos negativos al convertirse en un procedimiento rutinario y burocrático.
El mayor esfuerzo por renovar la ego-historia ha sido el realizado por Luisa Passerini y Alexander C. T. Geppert en un dossier colectivo donde reunieron a un conjunto de historiadores europeos. Su propósito era conectar “la práctica de la historia con los sistemas de pensamiento filosóficos y existenciales de los historiadores” (2001: 8), analizando cinco áreas fundamentales: temáticas, metodología, preocupaciones profesionales, la escritura de la historia y su función social. Ambos autores subrayaban que el ejercicio de introspección no debía reducirse a un ejercicio psicológico de los historiadores, es decir, a su esfera individual, sino que debía tener una vocación sociológica que incluyera su dimensión colectiva en términos de “raza, género, generación y nación” (2001: 12). Este detalle es relevante porque pone en evidencia la importancia de las intersubjetividades en la disciplina a comienzos del siglo XXI, pero al mismo tiempo muestra el declive de algunas identidades colectivas como categorías sociales relevantes (la clase, que apenas unos años atrás era omnipresente, ahora no se mencionaba) o la falta de conciencia de otras que emergieron más adelante como la diversidad funcional, la orientación sexual, las neurodivergencias, etc.
Al mismo tiempo, la propuesta de Passerini y Geppert proponía una metodología para distinguirse de la simple narración autobiográfica. Ambos autores diseñaron una guía y un conjunto de preguntas para favorecer la introspección y las reflexiones ego-históricas de los historiadores invitados:
Queremos que analices y reflexiones sobre tu contribución a la historiografía desde un punto de vista personal. ¿Cómo y por qué se desarrolló tu interés en la historia y la investigación histórica en la manera que lo hizo? ¿Cuáles fueron los estímulos cruciales, las decisiones y los puntos de inflexión? Retrospectivamente, ¿puedes identificar un hilo conductor, un enfoque teórico o metodológico general, o temáticas políticas, sociales, culturales o económicas conectadas en tu obra? Y, ¿cómo ves tu relación con la profesión histórica en general cuando empezaste y ahora? Y, por último, pero no por ello menos importante, ¿por qué la historia? ¿Qué hizo que hayas dedicado una parte considerable de tu vida al estudio de la historia? (Passerini y Geppert, 2001: 11)
Sin lugar a duda, la propuesta de Passerini y Geppert representaba un avance respecto a la primera versión lanzada por Pierre Nora. Sin embargo, el nuevo modelo de ego-historia seguía presentando debilidades. Como se puede observar, las preguntas planteadas eran genéricas y, sobre todo, retrospectivas. No se hacía ningún hincapié en que estas reflexiones tuvieran un efecto en la producción del conocimiento de los historiadores, sino que seguían considerándose como un ejercicio posterior, realizado sobre investigaciones ya cerradas. Al mismo tiempo, todos los historiadores a los que invitaron a este nuevo proyecto de ego-historia -como ocurrió en el primer experimento realizado por Nora- eran autores con una carrera asentada. En gran medida, esta dificultad para dar el salto de una introspección pasiva a una activa se debía a que los editores seguían compartiendo el marco defensivo de sus antecesores al presentar el renovado proyecto de ego-historia como una alternativa al subjetivismo y relativismo postmodernista.
Poco ha cambiado desde entonces; los mismos automatismos han continuado reproduciéndose. Como señaló Pierre Bourdieu (1997), la ego-historia no ha logrado transformarse en una verdadera autorreflexión sociológica. Por el contrario, este modelo se ha convertido básicamente en un ejercicio retrospectivo al que se invita a participar exclusivamente a historiadores con una longeva y prestigiosa carrera académica, desactivando de este modo toda la potencialidad de las introspecciones activas. Así ocurre, por ejemplo, en las obras clásicas de este género (Nora, 1987; Passerini y Geppert, 2001) y en dos recientes proyectos realizados con historiadores hispanistas (Aurell, 2012) y con expertos internacionales en la Francia de Vichy (Bragança y Louwagie, 2018).
Partiendo de estas reflexiones, recientemente reuní a dieciocho historiadores españoles expertos en la guerra civil española para que reflexionaran sobre el impacto de sus vivencias en sus propias investigaciones (Marco, 2022). Les pedí que analizaran en particular la influencia que pudieran haber tenido sus experiencias previas y la trasmisión de la memoria de la guerra y la dictadura en el ámbito familiar. Elaboré una serie de preguntas y les propuse que, a partir de una primera reflexión, mantuviéramos una reunión individual conmigo para dialogar sobre sus hallazgos antes de redactar un texto final. Además, para romper con la dinámica habitual en este género, decidí que el conjunto de participantes representara un amplio espectro en términos de edad, reuniendo a cuatro generaciones de historiadores recién doctorados, en mitad de su carrera académica, catedráticos y jubilados. Sin embargo, el propio formato de la ego-historia obligaba a que todo ejercicio de introspección fuera retrospectivo. En este sentido, considero que la ego-historia es un ejercicio interesante, que puede tener gran valor en el ámbito académico, pero cuyas características limitan cualquier posibilidad de realizar introspecciones activas.
Ventanas autobiográficas y familiares
¿Qué son las ventanas autobiográficas y familiares? Denomino de este modo a las pequeñas secciones que algunos autores han empezado a insertar desde fechas recientes dentro del edificio narrativo historiográfico de tipo convencional con reflexiones personales. Situadas habitualmente al comienzo o a final de los libros, su propósito es trasmitir al lector la familiaridad que tienen con el objeto de estudio. Además, las defino como autobiográficas y familiares porque suelen hacer referencia directa a experiencias propias o de individuos cercanos como amigos, hermanos, padres o abuelos.
Este tipo de “confesión” puntual y delimitada dentro del texto ha comenzado a ser cada vez más frecuente en los libros de historia. Sin embargo, cabría establecer una distinción entre aquellas ventanas que tienen un carácter pasivo o activo. Las primeras tan solo exponen una serie de detalles personales sin que esto genere una reflexión sobre su impacto en la construcción del conocimiento, mientras que las segundas ofrecen reflexiones epistemológicas en relación con el estudio en el que están insertas.
Para ilustrar la naturaleza pasiva de algunas ventanas autobiográficas y familiares voy a recurrir a la obra clásica de Eric Hobsbawm (1989) titulada La Era de los Imperios. El libro empieza con una obertura en cuya primera sección relata en tercera persona el encuentro entre dos jóvenes europeos de clase media a comienzos del siglo XX en Egipto. Hobsbawm utilizaba esta historia para presentar uno de los argumentos fundamentales de su volumen: que las transformaciones económicas y sociales producidas entre 1875 y 1914 habían creado las condiciones posibles para que ese encuentro fuera factible. Ahora bien, tras subrayar esta idea, desvela que esos dos jóvenes eran sus padres. ¿Por qué había empleado este caso? Hobsbawm explica que lo hacía para poner en evidencia el reto epistemológico al que se enfrentaba, dado que se trataba de un ejercicio en gran medida de historia del presente: él había nacido apenas tres años antes del final cronológico de su libro y sus padres habían desarrollado toda su existencia durante ese periodo. El punto de partida que plantea Hobsbawm es interesante, porque resalta la familiaridad que tiene como historiador con su objeto de estudio. El problema radica en que su reflexión terminaba en el mismo sitio donde había comenzado. Tras esta declaración íntima, no aportaba ningún tipo de consideración sobre cómo esta familiaridad podía haber influido en su investigación y cuáles habían sido los retos a los que se había enfrentado. De ahí el carácter pasivo de esta ventana, porque identificaba una cercanía y la presencia de subjetividades, pero no daba pie a ninguna reflexión epistemológica.
En contraste, podemos encontrar otros ejemplos de ventanas donde sí se practica una introspección activa. Voy a analizar dos libros de muy distinta naturaleza y que abordan este ejercicio con perspectivas muy diferentes, pero cuyas autoras y autores coinciden en introducirse en el texto para reflexionar sobre el papel de las subjetividades en sus respectivas investigaciones. Dado que considero que existe una dimensión generacional a la hora de ponerse en práctica este tipo de formatos, señalaré que en este caso los autores elegidos nacieron en la década de 1960.
El primero es The Witch in History, escrito por la historiadora australiana Diane Purkiss (1996). Desde la perspectiva del conocimiento situado posestructuralista, la autora realiza un ejercicio de introspección al comienzo del libro para reivindicar la potencialidad de las subjetividades en la construcción de conocimiento. En este caso, explica cómo su experiencia traumática con su madre y la lectura de la novela El mago de Oz establecieron durante la infancia un vínculo subconsciente entre las brujas, la maternidad, el cuerpo y el poder. Estas ideas interrelacionadas emergieron décadas después cuando inició su investigación sobre el papel de las brujas en la historia, desafiando las interpretaciones que hasta el momento imperaban. Si los estudios feministas de las generaciones previas habían establecido que el arquetipo de bruja era producto de la ideología patriarcal que presentaba a las mujeres como subalternas, ella en cambio -aunque sin negar esto punto-, ampliaba el espectro de representaciones. En este sentido, sus vivencias personales le permitieron identificar que las representaciones de esta figura no eran tan nítidas, sino que también había espacios de negación y negociación en torno a ella. De hecho, en el propio pasado la bruja jugó un papel ambivalente de representaciones porque, al igual que podía simbolizar el castigo y la sumisión, también adoptó formas de empoderamiento femenino.
El enfoque de los historiadores españoles Pablo Sánchez León y Jesús Izquierdo Martín en las sendas ediciones de su libro sobre la guerra de España de 1936 (2006 y 2017) tiene un enfoque diferente. Partiendo de los presupuestos de Norbert Elias (1983), sostienen que los historiadores se mueven “entre dos planos de conciencia y dos formas de aproximación, una cercana al compromiso, otra más próxima al distanciamiento”. Para lograr el extrañamiento de un pasado que les resulta tan cercano desde una perspectiva biográfica y emocional, los dos autores abordan de forma reflexiva su pasado familiar y las memorias heredadas en torno a la guerra. De este modo, mediante un ejercicio de autoconciencia sobre sus propias subjetividades, se proponen distanciarse de ese pasado con el objetivo de ejercer una mirada sobre él sin juicios de valor.
Como se puede observar, los planteamientos epistemológicos de Diane Purkis por un lado, y de Pablo Sánchez León y Jesús Izquierdo por otro, son muy diferentes. En el primer caso la subjetividad se plantea como una herramienta más en la construcción del conocimiento, mientras que en el segundo se reivindica la necesidad de la introspección para realizar un ejercicio de extrañamiento del pasado. En cualquier caso, lo que aquí me interesa destacar es que en ambos casos las ventanas autobiográficas y familiares tenían una clara naturaleza activa, dado que se ponían al servicio de reflexiones epistemológicas en relación directa con sus objetos de estudio. Además, esta exposición de las subjetividades y su capacidad operativa en las pesquisas historiográficas es también una práctica de transparencia en la trasmisión de conocimiento con los lectores que, a mi modo de ver, resulta estimulante y conveniente.
Diarios de campo etnográfico
Los diarios de campo etnográfico son una modalidad todavía poco explorada en el campo de la historia, pero que tiene enormes potencialidades. He denominado así a este formato por sus semejanzas con esta metodología antropológica, cuyas características están muy alejadas de las convenciones historiográficas. De hecho, desde una perspectiva narrativa y epistemológica, este tipo de libros se encuentra mucho más cerca de la práctica y el espíritu de textos como The Innocent Anthropologist de Nigel Barley (1986) que de cualquier obra escrita bajo los parámetros tradicionales en la disciplina de la historia. El primer libro que ensayó este formato -o al menos el más antiguo de la historiografía contemporánea que yo he encontrado- fue Black Mountain, del historiador norteamericano Martin Duberman (1993), publicado por primera vez en 1972. En la introducción expresaba con claridad las razones de su experimento:
Creo que ya es hora de que los historiadores, igual que escriben su nombre, también pongan su personalidad en sus libros. En realidad, su personalidad siempre está presente de todos modos, aunque disfrazada y diluida por el falaz anonimato de la profesión. Para mí, la crítica más dura que se puede hacer a la escritura académica de histórica es su negativa a reconocer, salvo de forma muy elitista, que es una persona quien está escribiendo sobre otras personas, y no una máquina IBM, ni un papel secante. Decir que un historiador está inevitablemente presente en sus propios libros y que tiene la obligación de admitirlo no es suficiente para mostrar cómo puede incluirse a sí mismo de una manera que sirva mejor a la documentación, al lector y a sí mismo. Este libro es un esfuerzo por demostrar esto; se trata de un esfuerzo que permita al lector ver quién es el historiador y el proceso por el cual interactúa con los datos, el proceso real, no solo el resultado final suavizado, la voz en tercera persona o ninguna voz en absoluto. Mi convicción es que cuando un historiador permite que se vea más de sí mismo, sus sentimientos, sus fantasías y sus necesidades -no solo sus habilidades en la recuperación, organización y análisis de información-, es menos probable que contamine los datos, simplemente porque hay una menor pretensión de que él y los datos sean una sola cosa (Martin Duberman, 1993: xvii-xviii)
Bien es cierto que esta propuesta ha tenido un alcance limitado y todavía son pocos los autores o autoras que se han atrevido a asumir los riesgos de este tipo de propuesta. Sin embargo, en fechas recientes se han publicado algunas monografías escritas por una nueva generación de historiadores que, en busca de nuevas formas de expresión e investigación, han comenzado a experimentar con este formato. Este es el caso de Piedralén, un libro escrito por el español Carlos Gil Andrés (2010) sobre la trayectoria de un campesino desde finales del siglo XIX hasta la guerra civil española; de Los abuelos que nunca tuve, una reconstrucción biográfica de dos judíos polacos antes y durante la Segunda Guerra Mundial, del francés Ivan Jablonka (2015); y de Partisanos, una pesquisa sobre Primo Levi y el mundo moral de la resistencia antifascista, del italiano Sergio Luzzatto (2015). Los tres autores, nacidos en el sur de Europa entre 1963 y 1973, habían empleado las fórmulas convencionales establecidas en la historiografía en sus libros anteriores, pero en esta ocasión optaron por la búsqueda de nuevos lenguajes. Partiendo de estos ejemplos, me propongo analizar tres aspectos sobre este novedoso formato: 1) el carácter introspectivo de la introducción del yo en la narración, 2) su interés por deconstruir el relato tradicional historiográfico para desvelar la cocina de la investigación, y 3) su experimentación literaria y la elaboración de textos más atractivos para el público lector no académico.
En primer lugar, los diarios de campo etnográfico, en contraste con las ventanas autobiográficas y familiares, no limitan la introducción del “yo” a una sección del texto para luego retornar a la tercera persona convencional, sino que lo imbrican de forma recurrente en la trama del edificio narrativo. De este modo, la voz y la presencia del historiador se manifiesta de forma recurrente, haciendo consciente al lector que detrás de cada idea, de cada reflexión, existe un individuo que está situado en el mundo con sus propias experiencias, emociones, filias y fobias.
Partiendo de este compromiso de honestidad, los tres autores comienzan sus respectivos libros expresando los motivos por los que, de un modo u otro, su objeto de estudio les apela de forma personal. Carlos Gil Andrés (2010) reconoce que no pudo desprenderse de su propia experiencia. Hubiera sido ingenuo que su participación en el movimiento antimilitarista y de objeción de conciencia en los años 90 no se viera reflejado en Piedralén, donde uno de los elementos clave del libro es el reclutamiento forzoso de soldados a través de las quintas a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX en España. En el caso de Jablonka (2015) la familiaridad es incluso más cercana. El autor admite que el libro, cuyos protagonistas son sus dos abuelos asesinados en el Holocausto, está impregnado del sentimiento de vacío que su ausencia le provocó durante toda su vida. Por último, Luzzatto (2015) explica como el estudio de los partisanos apela a la educación sentimental antifascista que recibió en su infancia a través de las cartas de los condenados a muerte de los miembros de la resistencia que su madre leía antes de dormir a él y a sus hermanos.
A partir de estas “confesiones” los tres autores asumen el reto de reconstruir el pasado desde la cercanía y desde la distancia; sin renunciar a ninguna de ellas. Están dispuestos a abrazar la familiaridad de las emociones, de los paisajes, de las canciones, al mismo tiempo que muestran un compromiso de extrañamiento sobre sus objetos de estudio. De este modo, los tres libros buscan un nuevo equilibrio que combine la introspección activa de los historiadores, la conciencia de las subjetividades en la producción de conocimiento aplicando miradas desde la cercanía y la distancia, y todo ello realizando un ejercicio de transparencia en la trasmisión al lector de todos estos ingredientes.
En segundo lugar, los tres libros deconstruyen la narrativa convencional historiográfica mostrando al lector no un producto final elaborado fuera de los ojos del lector, sino todo lo contrario: a lo largo de todo el texto muestran el proceso de sus indagaciones. De algún, los tres autores siguen el modelo que Carlo Ginzburg y Adriano Prosperi plantearon en su libro Giochi di Pazienza. Así comenzaban su relato, a modo de manifiesto:
“Uno no debe traer la cocina a la mesa”, advirtió Lord Acton. Hemos tratado de transgredir en lo posible este precepto de etiqueta historiográfica. En lugar de un pollo asado con una guarnición de patatas fritas, el lector encontrará en el plato un pollo vivo y graznando, provisto de plumas y carúncula; metafóricamente hablando, no una investigación refinada y completa, sino las idas y venidas de la investigación, las pistas falsas seguidas y descartadas antes de llegar al resultado considerado aceptable. Esperamos que todo esto no sea demasiado indigesto (Ginzburg y Prosperi, 1975: 3)
Frente a los relatos cerrados y construidos habituales en el campo historiográfico, Gil Andrés (2010), Jablonka (2015) y Luzzato (2015) optan por convertir al lector en un compañero de viaje a lo largo y ancho de la investigación. El lector puede observar las dudas de los autores, sus conversaciones con testigos y documentos, las hipótesis que se formulan y que no siempre llegan a buen puerto, los argumentos que se ven obligados a desechar o reformular. En definitiva, se trata no solo de un ejercicio de introspección activa, sino también de desnudez, de honestidad y de transparencia sobre el oficio del historiador. De este modo, como señala Jablonka (2016: 307), “el corazón del libro ya no sería el relato histórico, sino el relato del razonamiento histórico”.
En tercer lugar, los tres libros toman distancia del acostumbrado lenguaje académico -frío, quirúrgico, seco-, para experimentar con fórmulas narrativas más literarias. En apariencia esta decisión es meramente formal, pero también puede tener implicaciones metodológicas y epistemológicas. De forma explícita así lo señala Jablonka en un ensayo (2016) donde reivindica que su propósito es revertir la ficticia distinción que el historicismo del siglo XX estableció entre la historiografía y las “bellas artes”. Según Jablonka, los historiadores nos enfrentamos a una falsa dicotomía que no es más una trampa epistemológica. Se nos obliga a elegir entre relatos “científicos” o “literarios”, como si en esa elección estuviera en juego la cualidad intrínseca y epistemológica de la “verdad”. Académica y socialmente existen dos formas narrativas de conocimiento que son legítimas por separado, pero que no gozan de ese privilegio si se trata de ponerlas en diálogo.
Cabría matizar que la diferenciación entre historia y “bellas artes” que según Jablonka el historicismo impuso en la disciplina no fue similar en todas las historiografías nacionales a lo largo del siglo XIX y XX. Tuvo un gran impacto en Alemania y Francia, por señalar dos ejemplos canónicos, pero no fue el caso de otras historiografías como la británica, donde nunca se abandonó del todo la tradición literaria en la escritura de la historia (Bentley, 1999 y 2005). En cualquier caso, también es importante subrayar que Jablonka no propone fusionar la historiografía y la literatura. Considera que ambos son dos géneros distintos, aunque mucho más cercanos de lo que se suele reconocer. La historiografía emplea recursos literarios, al igual que la literatura recurre a métodos indagatorios historiográficos, antropológicos o sociológicos. Lo importante para Jablonka es que los historiadores sean conscientes de las herramientas literarias que utilizan y explorar toda su potencialidad, sin por ello “relajar la cientificidad de la investigación”. Esto implica un cambio en el estatus de la ficción, que no puede que ser traducido como falsedad: “La ficción no es verdadera, porque no existe, pero tampoco es falsa, porque no entraña intención alguna de engañar” (2016: 195).
La ficción, reconoce Jablonka (2016) no es un recurso exclusivo de la literatura, sino que las ciencias sociales también lo utilizan a través de los conceptos, las explicaciones causales, las ucronías, el uso de la tercera persona, las tramas narrativas, entre otros. La diferencia radica que en la literatura se usa como el elemento central del relato, mientras que en la historiografía debe hacerse de forma consciente, transparente, y siempre subordinado a un método y a la realidad. Al exponer estos elementos al lector, para Jablonka la historiografía no pierde ni un ápice de “cientificidad”, sino todo lo contrario, la refuerza. De este modo, su reivindicación literaria de la historiografía es menos estética que epistemológica, aunque reconoce que también ayudaría a que los libros de los historiadores salgan de los círculos académicos y se acerquen a un público más amplio.
Hasta aquí he analizado los tres rasgos principales de estos trabajos de investigación que he denominado diarios de campo etnográfico. Como se puede observar, defiendo que este modelo presenta una enorme potencialidad desde una perspectiva epistemológica. Ahora bien, resulta necesario subrayar que la introducción del “yo” a lo largo del texto, el reconocimiento explícito de la familiaridad y el extrañamiento sobre los objetos de estudio, la exposición de la cocina de las indagaciones, y la exploración literaria no son en modo alguno garantía en sí mismas de una introspección activa del autor, de la aplicación de un método crítico sobre las fuentes, ni de un distanciamiento real del pasado. De hecho, puede haber investigaciones que en apariencia asuman todos estos principios, pero en realidad lo hagan tan solo de una manera retórica y artificiosa.
Este es el caso, a mi modo de ver, de las cuatro “novelas sin ficción”, “relatos reales” o “literatura de lo real” del escritor español Javier Cercas: Soldados de Salamina, donde se aproxima a la violencia y la memoria de la guerra civil española (2001); Anatomía de un instante, sobre la transición democrática en España (2009); El impostor, en torno a la memoria de los campos de exterminio de la Alemania nazi (2014); y El monarca de las sombras, de nuevo acerca de la violencia en la guerra de España (2020). Estas cuatro obras no solo adoptan las características de los diarios de campo etnográfico, sino que también han recibido el reconocimiento y grandes elogios de historiadores de prestigio como Sergio Luzzato (2019) o Justo Serna (2019).
Sin embargo, desde mi punto de vista, la escritura de Cercas es un simulacro epistemológico que resulta muy eficaz desde una perspectiva literaria, pero engañosa historiográficamente hablando. Dos son las razones que me llevan a realizar esta afirmación. Primero, su exposición de la cocina en términos de hipótesis y metodología es un ejercicio retórico cuyo propósito fundamental no es ser transparente con el lector, sino desarrollar la trama narrativa de su investigación. Segundo, cuando Cercas reflexiona sobre su cercanía con el objeto de estudio y subraya la necesidad que tiene de distanciarse para poder realizar un análisis crítico al margen de la moral, en realidad lo que está haciendo es mostrar una aparente honestidad para legitimar las conclusiones a las que llega, sin aplicar un ejercicio real de extrañamiento (Traverso, 2020; Marco, 2021).
Mi crítica a las “novelas sin ficción” de Javier Cercas no debe interpretarse como una impugnación a la “literatura de lo real”. Escritores como Truman Capote (1966) o Norman Mailer (1979) demostraron a finales del siglo XX que el diálogo entre el periodismo, la literatura y la historiografía tenía una enorme potencialidad. Desde entonces, este formato cada vez ha ido ganando mayor terreno en el campo de la literatura. Véase, por el ejemplo, un libro como El anarquista que se llamaba como yo, escrito por el novelista español Pablo Martín Sánchez (2012) donde, a partir del simple hecho de la coincidencia en el nombre y apellidos del escritor con un anarquista condenado a muerte en 1924, el autor explora los confines de la política a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. O 1941, el año que retorna, escrito por el periodista croata Slavko Goldstein (2013), donde a partir del hilo conductor de la desaparición de su padre en 1941 tras la ocupación nazi de Zagreb, reconstruye las dinámicas de violencia a nivel local ocurridas en la antigua Yugoslavia durante la Segunda Guerra Mundial y la guerra de los Balcanes de los 90. O el libro del español Servando Rocha (2021), Todo el odio que tenía dentro, una biografía del boxeador Dum Dum Pacheco donde el autor se sumerge en el mundo contracultural y de las pandillas en los barrios obreros de Madrid en las décadas de los 50, 60 y 70 del siglo XX. El pasado no es patrimonio de los historiadores y sus formas de exploración son múltiples, pero eso no significa que haya un libre albedrío metodológico y epistemológico si se pretende ofrecer un relato historiográfico.
Desafíos de la escritura subjetivista
A pesar de que la fuerza de la costumbre sigue teniendo un enorme peso en la disciplina, las costuras de la escritura objetivista en el ámbito historiográfico se han rasgado en las últimas seis décadas. Estas rupturas y trasgresiones no se han producido sin desgarros, aunque en términos generales sus debates han sido marginales y aislados. De hecho, con el paso del tiempo las autobiografías, la ego-historia e incluso las ventanas autobiográficas y familiares, han pasado a formar parte del acervo historiográfico, por lo que en gran medida han dejado de causar escándalo. Sin embargo, el formato de los diarios de campo etnográfico –denominado por Enzo Traverso (2020) como “escritura subjetivista”- sigue causando controversias dentro de la disciplina de la historia. Quizás el crítico más furibundo ha sido el historiador británico Richard J. Evans (2008), quien censuró la introducción del “yo” en los textos historiográficos por tratarse de un ejercicio narcisista donde el autor termina por eclipsar su objeto de estudio.
Más interesante me parece la aproximación crítica realizada recientemente por Enzo Traverso (2020). Su mirada sobre la “escritura subjetivista” no es totalmente refractaria. De hecho, reconoce su potencialidad, dado que permite ampliar horizontes indagatorios y explorar nuevas rutas de escritura. Sin embargo, tampoco esconde su escepticismo y considera que sería peligroso convertir este modelo en un nuevo paradigma de las ciencias sociales. Cuatro son los aspectos que me gustaría destacar de su análisis sobre la introducción del “yo” en las obras historiográficas, dado que permiten discutir sus potenciales virtudes y riesgos: 1) el problema del narcisismo, 2) el dilema del “dios-narrador”, 3) la implantación de una la epistemología individualista neoliberal, y 4) y el reto de la familiaridad.
Traverso discrepa de la apreciación realizada por Evans (2008) sobre la naturaleza narcisista de los “historiadores subjetivistas”. Según el autor, es indudable que esta nueva modalidad responde al espíritu y la sensibilidad propia de la era del selfie. Sin embargo, considera que su narcisismo no estaría tan ligada a la interpretación del mito griego de Narciso que realizó el psiquiatra Sigmund Freud, como a la que realizó el novelista norteamericano Herman Melville: “En vez de huir del mundo, quiere explorarlo sin perder de vista su propio reflejo, que la vida y la historia le devuelven permanentemente.” (Traverso, 2020: 19)
Ahora bien, Traverso señala que los “historiadores subjetivistas” pueden caer en una trampa que no habían tenido en cuenta. Sin lugar a duda, la escritura en primera persona pretende contrarrestar el ideal del “dios-narrador” impuesto en la tradicional convención de la tercera persona. Sin embargo, la hiper-presencia del historiador en los textos puede tener el efecto paradójico de que el autor se convierta en un “dios-narrador” omnipresente de una manera distinta. Así lo observa, por ejemplo, en el exitoso libro Laëtitia de Jablonka (2017). El autor multiplica sus “yoes” –“investigador objetivo, analista distante, testigo, amigo, escritor sensible que comparte sus emociones”- hasta tal extremo que adquiere una naturaleza omnisciente (2020: 114)
Para Traverso, esta no es la única paradoja en la que pueden caer los “historiadores subjetivistas”. Según el autor, este tipo de nueva escritura es fruto de la cultura neoliberal implementada desde finales del siglo XXI a nivel global, lo que implica una fragmentación de las identidades frente a los modelos previos que tenían una vocación universal. No es casualidad que la “escritura subjetivista” se suela centrar en biografías de individuos pertenecientes a grupos marginales y subalternos. El objetivo en gran medida es rescatarlos del pasado, dotarlos de visibilidad, pero según Traverso esto implica que de forma inconsciente los autores asumen una epistemología individualista neoliberal.
La fragmentación e individualización que según Traverso suelen realizar los “escritores subjetivistas” tiene como consecuencia también otro problema: su tendencia al presentismo. Tanto el interés por construir elementos identitarios operativos en el presente como la fuerte implicación personal de los historiadores con su objeto de estudio en no pocas ocasiones difuminaría las fronteras entre el pasado con el presente. Como consecuencia, las preguntas, hipótesis e interpretaciones se ajustarían más a intereses contemporáneos de los actores o del historiador que al análisis propiamente dicho de los sujetos históricos en su contexto.
En relación con la fuerte familiaridad de los “historiadores subjetivistas” con sus objetos de estudio, Traverso señala que, a pesar de que los autores suelen realizar menciones explícitas al necesario ejercicio de extrañamiento, son recurrentes los casos donde esto no se produce. Particularmente acusado le parece en los casos donde los autores abordan biografías de sus antepasados. Así lo observa en los estudios de Ivan Jablonka (2016) sobre sus abuelos y de Javier Cercas (2020) sobre su tío abuelo. En el primer caso Jablonka utilizaría su investigación para convertir a sus ancestros en unos héroes, víctimas del Holocausto nazi, mientras que en el segundo caso Cercas realiza una operación narrativa para transformar a su familiar fascista en nada menos que la figura mitológica de Aquiles. Para Traverso resulta interesante observar cómo, a pesar de las enormes diferencias entre estos dos sujetos históricos, ambos autores utilizan los mismos procedimientos para construir sus narrativas: la transferencia emocional y la construcción de relatos morales en la que los sujetos se convierten en “irreductiblemente singulares” (2020: 155).
Considero que las críticas de Enzo Traverso resultan de gran interés para establecer un debate sobre estos nuevos formatos de escritura, pero discrepo del marco que establece en su análisis. Mi reserva fundamental se debe a que muchos de los elementos que señala en realidad no me parece que sean rasgos particulares de lo que él denomina como “escritura subjetivista”, sino de la historiografía en su conjunto. Asuntos como la fragmentación de las identidades, la asunción de epistemologías neoliberales o la pérdida de un horizonte universal son debates que no han surgido ahora al calor de estos nuevos formatos de escritura, sino que nacieron a finales del siglo XX con la irrupción del posestructuralismo. Los debates en torno a los peligros del presentismo o sobre la tensión entre la familiaridad y el distanciamiento en la investigación son incluso más longevos y conducen no solo a los orígenes de la historia como disciplina moderna, sino a los debates que las ciencias sociales han desplegado en los dos últimos siglos. En conclusión, los asuntos que señala Traverso resultan de gran interés y en gran medida comparto sus diagnósticos, pero considero que erra al considerar que éstas sean características peculiares de la “escritura subjetivista”.
Conclusiones
El “giro autobiográfico”, como en otras disciplinas, también ha tenido un impacto en la historiografía desde finales del siglo XX. Primero se materializó a través de la publicación de memorias y de ejercicios de ego-historia. Ambas modalidades, aunque todavía practicadas por un reducido número de historiadores, han pasado a formar parte del acervo común de la historiografía internacional. Por otro lado, han surgido recientemente nuevos formatos de escritura en la disciplina donde los autores han comenzado a insertar su propia voz en el texto, ya sea de forma puntal (las ventanas autobiográficas y familiares) o global (los diarios de campo etnográfico), desafiando las tradicionales convenciones de la escritura objetivista. En este artículo he analizado las características principales de estas cuatro modalidades y sus potencialidades y/o limitaciones en cuanto a su capacidad de fomentar una introspección activa de los historiadores.
Mi conclusión es que las autobiografías y la ego-historia son ejercicios de gran interés pero limitados, dado que sus condiciones de producción imposibilitan una introspección activa. En ambos casos se trata de ejercicios de reflexión no conectados directamente con una investigación en progreso, sino que se refieren en el mejor de los casos a pesquisas realizadas en el pasado. En este sentido, cualquier tipo de introspección sería necesariamente pasiva, es decir, que no tendrá ningún tipo de capacidad de operar activamente en una investigación. Es decir que, como instrumentos epistemológicos, son estériles.
En contraste, las ventanas autobiográficas y familiares, junto a los diarios de campo etnográfico, si cuentan con las condiciones necesarias para que la introspección del historiador sea activa. Al operar la reflexión en paralelo a la pesquisa, el historiador tiene la capacidad de intervenir. En el primer caso, al tratarse de un pequeño espacio, su alcance es más limitado. Por el contrario, en el segundo caso las posibilidades son mucho más amplias, dado que el autor puedo hacerlo a lo largo de todo el proceso. Además, en ambos casos los historiadores tienen la oportunidad de realizar un ejercicio de transparencia con el lector. Pero como se puede observar, mi análisis indica que estos formatos permiten unas condiciones de posibilidad. El uso del verbo “permitir” no es gratuito. Con esto quiero subrayar que ambas modalidades por sí mismas no garantizan la introspección activa. De hecho, este tipo de nueva escritura presenta nuevos desafíos, porque es posible fabricar productos que en apariencia si realizan esta operación, aunque se trate tan solo de meros simulacros. Por lo tanto, es preciso no caer en una suerte de fetichismo de la forma.
A mi modo de ver, lo más importante es que los historiadores seamos conscientes de la existencia de diferentes formatos de escritura y que ninguna de ellas es “natural”, sino que todas tienen implicaciones epistemológicas. Así, el debate no se debería establecer acerca de que formatos son mejores o peores, sino sobre las implicaciones de cada forma de escribir sobre el pasado. Desde mi punto de vista, las ventanas autobiográficas y familiares deberían incorporarse a la práctica historiográfica de forma sistemática porque pueden favorecer el acercamiento de los historiadores a sus lectores y benefician la transparencia en la trasmisión de conocimiento.
Los diarios de campo etnográfico tienen un enorme potencial desde el punto de vista epistemológico y literario. Esto ocurre cuando los autores son capaces de desarrollar un proceso de introspección activa y mostrar la cocina de la investigación a lo largo del texto. Sin embargo, a diferencia de Traverso, considero poco probable que este modelo se convierta en un nuevo paradigma dentro de la disciplina de la historia por dos motivos fundamentales. Primero, porque la escritura objetivista es un habitus historiográfico tan arraigado en la disciplina que me parece difícil de desplazar. Segundo, porque este formato se ajusta muy bien en términos dramáticos y narrativos a estudios de carácter biográfico, pero presentaría mayores dificultades para adaptarse a otros enfoques historiográficos. En este sentido, preveo que los diarios de campo etnográfico serán cultivados -al igual que ocurrió con otras formas experimentales de escritura procedentes de la historia cultural- tan solo por una minoría de historiadores.
Finalmente, me gustaría realizar una última reflexión sobre el aspecto retórico de los diarios de campo etnográfico que, aunque pueda parecer secundario, no lo es en modo alguno, dado que no solo se refiere a cuestiones estéticas, sino también éticas. Cada historiografía nacional tiene sus características propias fruto de distintas evoluciones, debates, influencias, etc. Sin embargo, creo no equivocarme al decir que desde los años sesenta y setenta del siglo XX la historiografía ha tendido a elaborar textos cada vez más crípticos y autorreferenciales que resultan completamente opacos fuera del mundo académico, cuando no incluso dentro incluso dentro del mismo. Este proceso ha tenido dos secuelas: que los historiadores se han distanciado cada vez más de la sociedad y, como consecuencia, que otros trabajos de menor calidad -frecuentemente de índole periodístico- se han encargado de suplir esa demanda social.
En este sentido, defiendo que los historiadores deberíamos realizar un mayor esfuerzo por ofrecer obras que, sin reducir un ápice su calidad, sean capaces también de dirigirse y atraer a un público amplio más allá de la academia. Esto supondría que los historiadores y las historiadoras asumiéramos que la escritura no es solo un arte de persuasión cimentado en los argumentos, la metodología, el aparato crítico y los marcos teóricos, sino también un arte de seducción mediante la palabra escrita. En definitiva, que no solo importa lo que decimos, sino cómo lo expresamos.
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Recibido: 30 de agosto de 2023
Aceptado: 2 de octubre de 2023
Versión Final: 31 de octubre de 2023
Anuario Nº 39, Escuela de Historia
Facultad de Humanidades y Artes (Universidad Nacional de Rosario), 2023
ISSN 1853-8835