Elites y
artesanos a través del pensamiento político intelectual de John Adams
y Thomas Paine
Elites and artisans through the intellectual political
thought of John Adams and Thomas Paine
Instituto Interdisciplinario de Estudios e
Investigaciones de América Latina
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires
joaquina.dedonato92@gmail.com
Resumen
La independencia de los Estados Unidos fue el resultado de un
altisonante proceso culminado en 1776, donde lo que estaba en disputa no era
simplemente una lucha contra la corona británica sino también una puja interna
por decidir quién y cómo debía gobernarse una vez que la independencia fuese
alcanzada. Todos los sectores sociales involucrados volcaron en el proceso
revolucionario intereses y aspiraciones, y actuaron con el deliberado propósito
de modificar su situación presente. Para las élites coloniales, la
independencia debía tratarse de un “ordenado” traspaso de mando entre clases
gobernantes. Para los artesanos, significaba la ampliación de derechos
políticos y una distribución económica más equitativa. El presente trabajo se
propone analizar esta dinámica por medio de los panfletos que dos importantes
figuras del proceso revolucionario, John Adams y Thomas Paine, publicaron en
1776. Consideramos que sus escritos constituyen una ventana de oportunidad
hacia lo que la independencia significó para las clases sociales en disputa. Y
al mismo tiempo, nos sugieren la posibilidad de reconstruir la herencia
cultural a partir de la cual elites y artesanos interpretaron la independencia
y construyeron su accionar.
Palabras clave: independencia; elites coloniales; artesanos; revolución; lucha de clases
Abstract
Independence from the United States was the result of
a heated process culminating in 1776, where what was at stake was not simply a
fight against the British crown but also an internal struggle to decide who
should be governed -and how- once
independence was achieved. All the social sectors involved poured their
interests and aspirations into the revolutionary process, and acted with the
deliberate aim of changing their present situation. For the colonial elites,
independence was to be an "orderly" transfer of command between
ruling classes. For the artisans, it meant the extension of political rights
and a more equitable economic distribution. The present paper seeks to analyse this dynamic through the pamphlets published in
1776 by two important figures in the revolutionary process, John Adams and
Thomas Paine. We consider their writings to be a window of opportunity on what
independence meant for the social classes in dispute. And at the same time,
they suggest to us the possibility of reconstructing the cultural heritage from
which elites and artisans interpreted independence and built their action.
Keywords:
independence;
colonial elites; artisans; revolution; class struggle
Introducción
Era mediados de abril de 1776 cuando John Adams autorizó la publicación,
en forma de panfleto, de una carta dirigida a George Wythe
de Virginia, donde sugería (para las entonces insurgentes colonias de
Norteamérica) la adopción de un sistema de gobierno republicano, y delineaba
las pautas a seguir para su implementación. A pocas semanas de la publicación,
Adams recibió una visita de Thomas Paine, un artesano inglés devenido en
escritor, recién llegado a Filadelfia y autor del exitoso panfleto a favor de
la independencia, Sentido común.
Según describió Adams en su diario, Paine se había acercado para reprenderlo
por la publicación de Pensamientos sobre
la forma de gobierno aduciendo que “temía que hiciese mal” y que era
“repugnante” para con el plan de gobierno que él había propuesto en Sentido común. “Le dije que tenía razón,
era repugnante” -continúa Adams- “y por esa razón lo había escrito y consentido
a que se publicara; porque yo tenía tanto miedo a su trabajo como él al mío”
(Adams, 1851).
Se trata de una anécdota memorable y que despierta preguntas
concernientes a la etapa del proceso revolucionario estadounidense comprendida
entre 1765 y 1776. ¿Por qué a Paine le preocupaban las ideas esbozadas en Pensamientos sobre la forma de gobierno
y viceversa? ¿Por qué Adams confesaría temerle a alguien que luego describiría
como un “mestizo entre puerco y cachorro” (citado en Fruchtman,
2009) cuyo estilo de escritura era “propio de un prisionero de Newgate”?[1]
Esto además es interesante si se tiene en cuenta que para 1776, ambos
hombres tenían más razones para concordar que para estar en desacuerdo. Tanto
Adams como Paine eran férreos defensores de la independencia de las colonias
del dominio británico y se pronunciaban en contra de quienes mantenían la
“ilusión” de una reconciliación. Más importante aún, ambos defendían la
instauración de un gobierno republicano para las colonias. Y sin embargo, pese
las coincidencias, que más que separar debieron haber estrechado el vínculo
entre ellos, para John Adams, Paine era un “desastroso meteorito” que
había impactado Filadelfia (Adams, 1851), un “insolente blasfemo de todo
aquello que es sagrado” cuya obra, Sentido
común, no era más que una “pobre, ignorante, maliciosa, miope y crapulosa
masa” (citado en Kaye, 2007).
¿Cuál es la mejor forma de explicar semejante animosidad? Desde ya se
trataban de personalidades sumamente discordantes. Ni la modestia ni el
disimulo estaban entre sus virtudes. Además, poseían ambos un carácter fuerte y
temperamento excitable.[2] Pero más
que como un conflicto entre personalidades divergentes, el intercambio entre
Adams y Paine es mejor entendido cuando se lo enmarca dentro de la dinámica
del proceso revolucionario
estadounidense. Cuando analizado desde esa perspectiva, la anécdota se torna
relevante ya que se la puede entender como una expresión de la lucha que se
estaba librando entre aquellas clases abocadas a limitar la democratización de
prácticas políticas y las que buscaban extenderlas y profundizarlas. Dicho de
otra forma, a lo que Adams temía era al “radicalismo que Paine amenazaba con
desatar” (Kaye, 2007). Y sus intentos por
desacreditarlo se comprenden mejor cuando son vistos como un esfuerzo por
desestimar sus proyecciones democráticas más que como una venganza personal
producto de los celos (Larkin, 2005).
La lucha por la independencia en los Estados Unidos fue un proceso
altisonante y plagado de contradicciones. Como planteó hace ya varias décadas
el historiador Carl L. Becker, la revolución no se trató simplemente de una
lucha por parte de las colonias norteamericanas para librarse del imperio
británico, sino que también incluyó una disputa interna entre sus protagonistas
sobre quién debía gobernar y cómo debía gobernarse una vez que la independencia
fuese alcanzada. La revolución fue mucho más compleja que la unión de las
colonias contra un enemigo común porque quienes la protagonizaron se
incorporaron a ella cargando una serie de ideas, sueños y aspiraciones que se
nutrían de experiencias y tradiciones previas al desencadenamiento del conflicto
(Nash, 2006). Es por ello que la misma pudo ser radical y conservadora al mismo
tiempo (Young, 2006).
Todos los sectores sociales que participaron en la revolución, desde
comerciantes y plantadores esclavistas hasta artesanos, granjeros y marineros
(por solo nombrar a algunos), decidieron el bando al cual se incorporaron en
base a una serie de nociones heredadas, ancladas en la percepción de su
experiencia cotidiana (Nash, 1979). En un principio, esto permitió a las elites
coloniales[3] whig[4]
encauzar la expresión popular hacia formas de participación que no ponían
en riesgo su rol como líderes del proceso revolucionario. Pero a medida que la
crisis llegaba a su punto álgido, las clases trabajadoras[5]
comenzaron a profundizar una consciencia de intereses no siempre a tono con
aquellos de los whig. En un sinnúmero de ocasiones esto
trajo por resultado que dichos sectores terminaran poniéndose a la cabeza de la
lucha revolucionaria y empujando a las élites coloniales hacia propuestas y
formas de lucha mucho más radicales que las que éstas consideraban
aconsejables, como cuando granjeros y artesanos del condado de Worcester se
autoconvocaron para crear una “convención” que expulsó a los jueces nombrados
por la Corona y asumió las tareas legislativas del condado (Raphael, 2001).
Así, desde 1774, la crisis revolucionaria profundizó en las colonias un
marcado conflicto de clases. El conflicto entre Paine y Adams debe comprenderse
a la luz de esta dinámica. La lectura que los autores hicieron de la lucha
revolucionaria, sus proyecciones acerca de la independencia y la forma de
gobierno que vislumbraron para las colonias, fueron producto tanto de
tradiciones y culturas específicas como de la particularidad del contexto en el
que se hallaron inmersos. Los argumentos y retórica que conforman ambos
escritos son una síntesis (inconclusa) de la percepción personal, la cultura y
la clase a la cual sus autores pertenecían. Las similitudes que pueden
señalarse entre ambos se desprenden de los intereses que tanto elites coloniales
whig como artesanos compartieron
hacia la independencia. Y sus discrepancias reflejan la disputa entre dichos
sectores sobre las posibilidades que se abrirían una vez que la revolución
culminase. Planteada la cuestión, lo que sigue es un intento por analizar Sentido común y Pensamientos sobre la forma de gobierno como expresión del
mencionado conflicto de clases. Esto es posible en tanto entendamos que las
propuestas y percepciones que tuvieron los autores se vieron atravesadas por
una herencia cultural específica, que podía tener sus puntos en común, pero que
en la mayoría de los casos devino en posturas contrapuestas. A su vez, el éxito
que tanto Adams como Paine cosecharon dentro las clases a las cuales
pertenecieron, permite establecer una correlación entre las propuestas
políticas delineadas en los panfletos y sentimientos de clase específicos. El
hecho de que élites whig[6] y
artesanos hayan percibido lo que Adams y Paine escribieron como propio,
adoptándolos como voceros de sus intereses, y de que hayan hecho uso de ello a
la hora de elaborar demandas y adoptar medidas, nos habla de la circulación de
una cultura y de formas de expresión determinadas.
Con esto no pretendemos establecer una relación mecánica entre un
individuo y su clase. Si lo hiciéramos, estaríamos aceptando la posibilidad de
que cualquier artesano podría haber sido tan prolífico con la pluma como lo fue
Paine, o que cualquier whig podría
haber escrito Pensamientos sobre la forma
de gobierno. Y la evidencia histórica apunta hacia un terreno contrario. De
lo que se trata, entonces, es de rastrear el terreno cultural común que
atraviesa las propuestas de ambos panfletos. Así, no pretendemos homogeneizar
experiencias, sino abrirnos a la posibilidad de que, pese a la heterogeneidad
de las mismas, los sujetos involucrados pudieron comprender lo que Adams y
Paine escribieron y concluir que evocaban sus propios intereses y aspiraciones.
De lo que se trata es de plantear una articulación dinámica entre pautas
culturales comunes a determinado sector social y su traducción en prácticas
políticas concretas.
Todo esto nos abre la posibilidad de utilizar los panfletos escritos por
estos autores para colaborar a construir una visión integral de la turbulencia
política del período revolucionario. La escasa distancia entre la producción de
ambos documentos (apenas un mes)[7] y la
coincidencia en los fines que motivaron a los autores a su publicación, nos
inspira a elaborar un relato simultáneo desde dos sectores sociales ubicados en
extremos opuestos de la jerarquía social. En este sentido, se aclara que la
prioridad de esta producción tiende hacia las clases menos favorecidas en tanto
hacerlos hablar y conocer sus aspiraciones y deseos se torna más complejo dada
la “invisibilidad histórica” que solo hace pocas décadas comenzó a corregirse.
En el caso de Adams (y de las elites coloniales en su conjunto), contamos no
solo con sus publicaciones sino también con todo un conjunto de documentos
públicos y privados que nos facilitan comprender que pensaron y sintieron a
medida que los acontecimientos se desenvolvieron. En el caso de las clases
trabajadoras -y de los artesanos en particular- estamos en obvia desventaja.
Estos sujetos no carecían de la capacidad de hablar o de expresarse, pero su
discurso y accionar tendió a no ser registrado para la posteridad y cuando lo hizo
fue a través de la subjetividad de los estratos superiores de la sociedad.
Paine es una ventana de oportunidad hacia ellos y procuraremos ponerlo al
servicio de tales fines.
Elites y artesanos en vísperas de la independencia
(1774-1776)
En marzo de 1765 el Parlamento británico autorizó la Ley de Sellos para
sus trece colonias en Norteamérica con el objetivo de que estas ayudaran a
pagar por las tropas estacionadas en su territorio luego de finalizada la
Guerra de los Siete Años.[8] El nuevo
impuesto desató una oleada de oposición entre los colonos la cual llegó a su
punto álgido nueve años después, en 1774.[9]
A partir de ese momento, lo que había comenzado como una resistencia contra las
distintas políticas de recaudación británicas, bajo un contexto de depresión
económica (producto de la guerra) adquirió las características de un movimiento
revolucionario.
Se trató de un proceso lento pero constante. Los colonos no se volvieron
revolucionarios de la noche a la mañana pero la obstinación del Parlamento
británico por seguir adelante con sus nuevas medidas impositivas sin recurrir a
canales que acallaran el conflicto, colaboró a profundizar la crisis hasta
tornarla irreversible. Más importante aún, las acciones colectivas que moldearon
la resistencia posibilitaron la emergencia de nuevas formas de conciencia entre
los sectores sociales involucrados.
En ninguno ese proceso fue tan destacable como entre las clases
trabajadoras, en particular los artesanos. Las élites coloniales ya conservaban
y reproducían una tradición que las definía, en base a su educación y riqueza,
como la legítima clase dirigente a nivel político por lo que no hizo falta que
crearan organizaciones como los Hijos de
la Libertad[10]
para que tomaran noción de sí mismas en esos términos.
En los sectores populares, en cambio, se trató de un proceso mucho más
disruptivo, ya que la concientización de su relevancia política llevó aparejada
una crítica al orden establecido. Al reclamar su derecho a intervenir en el
campo político y plantearse en pie de igualdad para con sus “mejores”,
artesanos y demás trabajadores no solo estaban rompiendo con la imagen dúctil e
infantil que las élites solían usar para describirlos, sino que también estaban
destruyendo la deferencia que caracterizaba al trato entre clases.
El movimiento de no importación ocurrido entre 1768 y 1774 jugó un rol
clave en esta politización. En particular entre artesanos, el éxito de los
boicots contra las manufacturas británicas les permitió desarrollar sentimientos
de clase vinculados a la utilidad social de sus oficios y a sus aspiraciones
por ser “independientes”, esto es, la capacidad de subsistir honesta y
cómodamente por sus propios medios sin tener que recurrir a la caridad. Los
boicots no solo ayudaron a resaltar la relevancia del artesano como productor
dentro de una comunidad, sino que también los estimuló a percibir a la sociedad
dividida entre aquellos que vivían de su propio trabajo y aquellos que se
beneficiaban con el trabajo ajeno. Esto colaboró a corromper lazos verticales
con los estratos superiores y a ampliar lazos horizontales, tanto dentro como
fuera de la “hermandad del oficio”, hecho que provocó que “las aspiraciones
tradicionales de los artesanos por lograr una “independencia” a nivel personal
se vieran entrelazadas con el movimiento para volver al país independiente de
las manufacturas británicas” (Young, 2006).
Llegado mediados de 1774, cuando el recién formado Congreso Continental
llamó a la creación de comités a lo largo de las colonias para garantizar el
boicot al comercio británico, los artesanos ya habían emergido como un sector
consciente de sus intereses y con un perfil profundamente antibritánico (Foner, 1976). Para ese año, por lo tanto, la amenaza de
“democracia” que había estado implícita en la participación popular contra las
imposiciones de la Corona se había vuelto explícita. A partir de ese momento,
sea agrupados en comités, milicias o presionando por nominar gente de sus filas
para los cargos gubernamentales, los artesanos se plantaron ante las élites
como sus iguales y jugaron un rol significativo en la politización y
organización de las demás clases trabajadoras urbanas.
Quienes retenían el poder político y económico en las colonias observaron
este proceso con creciente inquietud. Un ejemplo de ello es el testimonio del
joven conservador Gouverneur Morris, miembro de una
de las familias de mayor status en Nueva York y uno de los futuros redactores
de la Constitución:
La muchedumbre comienza a
pensar y razonar. ¡Pobres reptiles! Para ellos esta es una mañana primaveral,
están luchando por abandonar los pantanos invernales, disfrutan del sol, y para
cuando llegue el atardecer morderán, podemos estar seguros de ello. La gentry comienza a temerles… Puedo verlo, puedo verlo con miedo
y temblor, que si la disputa con Gran Bretaña continúa, estaremos bajo el peor
de todos los posibles dominios; estaremos bajo el dominio de una revoltosa
multitud (citado en
Lynd, 1967: 89).
Pero la “muchedumbre” no solo fue un motivo de preocupación para los whigs conservadores. También lo fue para
los más populares, porque si bien pertenecer a los estratos “medios” de la
sociedad colonial les facilitaba sociabilizar con las clases trabajadoras y
captar su apoyo para participar en los actos de resistencia a Gran Bretaña, al
mismo tiempo les impuso la tarea de contener la presión que ejercían los
trabajadores desde abajo. Estos grupos fueron radicales en su retórica y en su
actuar, sólo cuando se trató de organizar alguna medida contra las políticas del
Parlamento. El resto del tiempo lucharon por controlar y desestimar los
reclamos populares. A partir de 1774, esto se tornó cada vez más difícil, ya
que su rol como dirigentes comenzó a ser disputado por artesanos y demás
mecánicos[11] que
ahora poseían organizaciones autónomas a través de las cuales plantear sus
reclamos y organizar actos de resistencia.[12]
Las batallas de Lexington y Concord de abril de 1775 fueron un punto de
inflexión para las clases trabajadoras, que entonces concibieron que el único
desenlace viable para el conflicto (que ya llevaba una década de duración) era
la independencia. Para que esto fuese formulado de manera explícita hubo que
esperar a 1776 pero, en el interín, “autoridades duales” surgieron en varias
jurisdicciones, es decir, organizaciones de granjeros y artesanos que se
negaron a reconocer la autoridad británica e impidieron a los funcionarios
reales el ejercicio de sus tareas legislativas y administrativas. En algunas
zonas, como en el condado de Worcester, su asamblea inclusive emitió una
declaración que absolvía a sus miembros de acatar toda ley emitida por la
Corona y proclamó que a partir de ese momento “todos los oficiales serían
dependientes del sufragio del pueblo”. Así, como plantea Ray Raphael (2001), la
independencia fue “un hecho” para la vida de la gente común antes de que la
Declaración de Independencia fuese redactada.
Terratenientes y grandes comerciantes, por el contrario, procedieron con
mayor cautela. Aproximadamente desde mediados del siglo XVII, estos grupos
fueron los directos beneficiarios de un lento pero ininterrumpido proceso de
concentración de la riqueza en las colonias. Para fines de la década de 1760,
sin embargo, este proceso fue puesto en jaque por las necesidades de un imperio
en vísperas de su revolución industrial. La independencia, las élites
consideraban, bien podía librarlas de las restricciones de la Corona y despejar
el camino para consolidarlas como clase económica y políticamente dominante.
Pero no menos cierto era, como planteó Morris, que podía desencadenar su propia
ruina si terminaba dejándolas a merced de una “revoltosa multitud”, por lo que
la gran mayoría de ellas evaluó que era más prudente insistir en la
reconciliación que abrir la posibilidad a un despertar democrático en las
colonias (Foner, 1945).
Fue en este contexto de ebullición popular, y de los esfuerzos de los whig por
contenerla, que Thomas Paine publicó Sentido
común, en enero de 1776.
Un “meteorito” llega a Filadelfia
Thomas Paine, oriundo de Thetford, era hijo de
un artesano cuáquero y de madre anglicana. Hasta los 37 años de edad vivió en
Inglaterra, mudándose intermitentemente de ciudad en ciudad y de trabajo en
trabajo. En 1774, luego de ser despedido de su cargo como recaudador de
impuestos aduaneros y con cartas de recomendación de Benjamín Franklin, emigró
a Pensilvania, una de las principales colonias británicas en Norteamérica.
Menos de un año después de su llegada, Paine escribió uno de los panfletos más
leídos de la América colonial: Sentido
común.
El panfleto se publicó por primera vez en Filadelfia y en apenas meses se
convirtió “en el best seller del
siglo” (Fruchtman, 1996). No sujeto a derechos de
autor, se estima que fueron vendidas alrededor de 150.000 copias en más de
treinta y cinco ediciones (Young, 2006). Pero es probable que su difusión haya
sido aún más amplia si tenemos en cuenta ediciones clandestinas, préstamos y
lecturas públicas en tabernas y talleres.
Según el historiador Alfred Young (2006), la popularidad del panfleto se
debió a que logró poner en palabras y sintetizar en un lenguaje sencillo y
accesible el deseo no explícito de las clases populares hacia la independencia.
Pero esto no fue todo lo que hizo. En una época en la que artesanos, granjeros
y trabajadores estaban bregando por construir espacios y organizaciones donde
sus reclamos se vieran atendidos, Sentido
común logró hacer orbitar a toda esta multitud de acciones alrededor de un
objetivo común: la independencia de las colonias y la instauración de un
gobierno republicano. Es decir, transformó todas esas experiencias en un tipo
de formulación política que las élites no podían desatender ni disfrazar por
los “irracionales impulsos” de la “muchedumbre”. De esta forma, Paine encauzó y
legitimó su lucha dentro de un fin que era plausible, concreto y que, en tanto
trascendía intereses individuales, podía ser compartido por amplios sectores
populares.
Sentido común gira en torno a tres ejes
en constante interrelación. En primer lugar, el llamado a una inmediata
independencia y la necesaria unión entre las colonias para alcanzarla. En
segundo lugar, la defensa del republicanismo como única forma de gobierno capaz
de asegurar los derechos y libertades de todos los hombres. Por último, la
confianza en que la gente corriente, al participar activamente en el campo
político, era la más apropiada para garantizar el fin último de todo buen
gobierno: la seguridad de la sociedad (Young, 2006).
Para lograr estos objetivos era menester que los colonos se animaran a
comprender las falacias escondidas tras los lazos que los mantenían leales a
Gran Bretaña. Para ello, primero había que desmontar los argumentos (arraigados
en tradiciones y costumbres de larga data) a favor de la monarquía, el rey y la
constitución inglesa, así como también desestimar toda postura a favor de la
reconciliación y las convenciones acerca de la incapacidad de las colonias por
subsistir sin el amparo de la Corona.
Dado que creía que la verdad era simple y universal, y que cualquier
hombre podía acceder a ella en tanto apelara a la razón que Dios había
depositado en él, Paine se encargó de construir una retórica con la que el
lector fuera capaz de inferir las conclusiones a partir de los argumentos
presentados, inclusive antes de que él las hubiera hecho explícitas (Larkin,
2005). Y se valió de un lenguaje sencillo y directo que cualquiera, inclusive
aquel desprovisto de educación, podía entender. El resultado fue la creación de
un nuevo lenguaje político, destinado a alcanzar una audiencia masiva y con la
capacidad de empoderar a sus lectores al presentar una serie de argumentos
complejos y sofisticados, que antes sólo podían comprender las élites educadas,
como hechos sencillos y entendibles para cualquiera (Foner,
1976).
¿Cómo podemos explicar que Paine, un inmigrante recién llegado con
prácticamente ninguna experiencia previa con la pluma, haya logrado modernizar
los términos del debate colonial de la época? En primer lugar, es importante
tener en cuenta que hasta ese momento, los escritores eran (casi
exclusivamente) de las clases altas por lo que seguían enmarcando la disputa
con Gran Bretaña en una cuestión de autonomía colonial, es decir, en cuestiones
sobre impuestos y una posible representación en el Parlamento (Pozzi, 2017).
Paine, en cambio, provenía del mismo sector social que su principal audiencia:
los artesanos. Por lo tanto, su lenguaje fue revolucionario porque estuvo
anclado en la experiencia cotidiana propia y la de sus lectores; no solo se
valió de él para hablar a favor de la democracia; su lenguaje en sí mismo era
democrático.
Por otro lado, Paine llegó a Filadelfia en noviembre de 1774 y para enero
de 1776 ya había publicado Sentido común.
El estrecho tramo entre un evento y el otro nos sugiere que muchas de las ideas
esbozadas en el panfleto venían, desde hacía tiempo, perfilándose en su cabeza.
Pero dado que esas ideas sólo parecen haber florecido tras asentarse Paine en
Filadelfia, sería significativo responder, entonces, ¿qué cambió en él tras su
arribo?
Para proponer una posible respuesta, partimos de la premisa de que la
experiencia cotidiana es la base de la politización de todo individuo (Mastrángelo, 2009). La situación política de Filadelfia
fascinó a Paine. A apenas semanas de su llegada, el primer Congreso Continental
resolvió reanudar el boicot a los bienes ingleses y poco después, Lexington y
Concord. Thomas Paine provenía de una tradición inglesa de rebelión y la
movilización de trabajadores formando comités y milicias debe haber reafirmado
en él el convencimiento del derecho que la gente común tenía de vivir como
ciudadanos libres. Más aún, comparado con las condiciones materiales en su
tierra natal, América se le presentaba como una tierra próspera donde la
pobreza era escasa y el acceso a una independencia económica, posible.
Filadelfia era para Paine la oportunidad de un nuevo comienzo y este
nuevo comienzo estaba siendo estropeado por el mismo imperio que no le había
permitido vivir dignamente ni como artesano ni como trabajador en su tierra
natal. Podríamos decir, entonces, que asistimos a un proceso dialéctico en el
que la politización que Paine experimentó al vivenciar el accionar de las
clases trabajadoras en Filadelfia fue puesta en juego junto con sus propias
experiencias y tradiciones para producir Sentido
común.
Pero esto no agota la cuestión. El éxito de Sentido común, como advirtió Eric Hobsbawm (1999), es “un problema
histórico” y decir que Paine formaba parte de las clases trabajadoras no
resuelve el problema, meramente nos habilita un terreno firme desde el cual
contemplarlo.[13]
Postular que un individuo forma parte de una clase social no sólo implica poder
ubicarlo dentro de un determinado proceso productivo y dentro de un contexto
determinado. También implica advertir que su identidad está vinculada a la
percepción que ese individuo tiene de su experiencia como trabajador, y que la
misma está anclada en una serie de significaciones culturales heredadas.
En el caso de Paine y los artesanos, el entendimiento de las relaciones
sociales cotidianas y de la turbulencia política teniendo lugar, estaba anclado
en una “cultura plebeya” que se nutría de una serie de tradiciones provenientes
de la temprana modernidad inglesa y que habían sido resignificadas bajo la
experiencia revolucionaria de 1640. Uno de los pilares distintivos de esta
cultura era el orgullo que los mecánicos derivaban de la utilidad y
responsabilidad social de su oficio dentro de una comunidad, y la concepción
del trabajo como una forma de propiedad.
A partir de 1640, esta tradición, que circulaba oralmente en el ámbito de
talleres, barrios y tabernas inglesas, se tradujo por primera vez en una
formulación política explícita. Al fundirse con el activismo político de los levellers y expresarse públicamente durante los
Debates de Putney, esta tradición no sólo se radicalizó sino que también se
sofisticó.[14] Como
subyace del Acuerdo del Pueblo esbozado por los levellers, el eje seguía siendo
la concepción de una forma de vida libre y comunal conseguida por medio del
trabajo, pero ahora esto se plasmaba en demandas concretas: la expansión de la
representación parlamentaria, la abolición de la monarquía y la búsqueda por
una distribución económica más equitativa (Schultz, 1993).
Si bien este movimiento radical falló en su infancia y la Restauración de
la monarquía en 1660 lo obligó a “vivir una existencia clandestina” (Schultz,
1993), según Peter Linebaugh (1982): “las fuerzas de
la discusión ocurrida en Putney se pulverizaron y esparcieron a los cuatro
vientos”. Esto es, muchos individuos que habían sido parte de los grupos
radicales formados durante la revolución inglesa acabaron emigrando. Muchos de
ellos lo hicieron hacia las colonias británicas en América del Norte. Esto
permitió la transmisión de información e ideas entre distintos grupos de
trabajadores, así como la posibilidad de que dichas ideas fuesen resignificadas
a la luz de nuevas relaciones sociales (Rediker:
1982). Por lo tanto, las formas de organización y la coherencia ideológica
alcanzada en Putney pueden no haberse mantenido en el Nuevo Mundo pero la
experiencia revolucionaria permaneció impresa en la memoria de las clases trabajadoras
(Linebaugh, 1982).
Esta tradición volvió a volcarse hacia un accionar concreto durante el
proceso revolucionario estadounidense. El mismo contexto fue el que estimuló a
Thomas Paine a escribir Sentido común.
Su retórica, las ideas acerca del gobierno y la forma de concebir el trabajo y
la sociedad, están nutridas por los componentes de esta misma tradición
radical. Más importante aún, la popularidad que este nuevo lenguaje político
cosechó entre las clases trabajadoras, y en particular entre los artesanos, es
prueba de la persistencia de estas ideas en la memoria popular y de la
circulación de las mismas en el mundo atlántico (Lynd,
1968).
Más adelante nos detendremos en el contenido de las ideas de Sentido común y los puntos de contacto
entre estas y la tradición radical. Por el momento quisiéramos señalar que tal
y como ocurrió en Putney, al darle Paine una formulación política explícita,
esta tradición se sofisticó y complejizó. En Sentido común, Paine defendió el republicanismo como el mejor sistema
de gobierno posible y propuso una legislatura de cámara única para cada colonia
junto con elecciones anuales y abiertas para todos. A su vez, llamó a la
redacción de una “constitución” (“Carta de las Colonias Unidas”) la cual
presidiera a la elección de cualquier representante (Foner,
1945).
Estas propuestas (base de lo que podríamos catalogar como “democracia
radical”) dispararon las aspiraciones de las clases trabajadoras a lo largo y
ancho de las colonias. Su popularidad y difusión no es lo único que nos lo
sugiere. Hubo una apropiación que los artesanos hicieron de Paine, inferible a partir de las acciones de estos grupos en los
meses anteriores a la Declaración de la Independencia.[15]
Brindis en nombre de Sentido común
comenzaron a aflorar entre organizaciones artesanas de todos los estratos.
Cuando el Comité General de Mecánicos en Nueva York se enteró que el editor
Samuel Loudon estaba a punto de publicar un panfleto hostil a Sentido común, sus miembros secuestraron
la imprenta y quemaron la tienda. En mayo de 1776, ese mismo comité demandó la
ratificación popular de una constitución para Nueva York alegando que quizás
“no todos los hombres estaban calificados para redactar constituciones” pero
tenían el suficiente “sentido común” para juzgarlas (citado en Lynd, 1967).
Nueva York no fue el único. En Filadelfia, el Comité de Privados, un
grupo de milicianos compuesto por artesanos de los “oficios inferiores”,
buscando imponer los términos de la elección de delegados para su convención
constituyente, declaró que era “la felicidad de América que no haya rangos por
encima de los hombres libres” y aconsejó elegir a aquellos portadores de
“honestidad, sentido común y entendimiento llano” (citado en Foner, 1976).
Así, ya fuese citando Sentido común,
brindando en su nombre o usándolo para presionar a las élites para que
declararan la independencia, los artesanos se apropiaron de Thomas Paine y lo
volvieron vocero de sus intereses y aspiraciones (Kaye,
2007). Una de las implicancias más destacadas de entender el panfleto en estos
términos es que Sentido común no
determinó la politización de las clases trabajadoras sino que es una expresión
(incompleta) de la misma. A las clases trabajadoras sólo les hacía falta
formular públicamente un proyecto independentista y Paine se los dio.
“Un antídoto para el veneno popular”[16]
Para comienzos de 1776 no quedaba un solo colono que no hubiera oído
hablar de Sentido común (Aptheker, 1965). Pero así como el
panfleto fue alabado por las clases trabajadoras, fue temido por los whig. En un primer momento, la postura
de John Adams respecto al escrito de Paine fue un tanto ambivalente. Por un
lado, el furor de la argumentación independentista colaboraba con la causa por
la cual él venía bregando en el Congreso Continental desde hacía meses. Sin
embargo, al mismo tiempo, su educación en la Universidad de Harvard le había
enseñado “que la elite de Nueva Inglaterra debía liderar y la multitud
obedecer”, así como le había instruido “desconfiar el entusiasmo religioso del
Gran Despertar” y sumergirse en el racionalismo ilustrado (Hawke,
1971). Discutiendo con su esposa Abigail sus impresiones sobre Paine, Adams
advirtió con recelo: “este autor parece tener ideas muy inadecuadas acerca de
lo que es apropiado y necesario hacer para formar constituciones” (Adams,
1851). Sin duda, Paine y su proyecto de una legislatura de cámara única era
algo muy “inadecuado” para élites coloniales que seguían discutiendo a puertas
cerradas “un método para que las colonias insensiblemente se deslicen desde el
viejo gobierno hacia una firme y apacible sumisión al nuevo” (citado en Countryman, 1985).
Para mayo de 1776, Adams había concluido que “las rudimentarias e ignorantes
nociones de un gobierno de una asamblea presentes en Sentido común harán más daño, separando a los Amigos de la
Libertad, que todos los escritos tory
juntos” (Adams, 1776). Decidido a contrarrestar los efectos del peligroso
panfleto, Adams consintió a la publicación de Pensamientos sobre la forma de gobierno.
En un primer momento, este escrito fue un pedido encomendado a Adams por
parte de dos delegados del Congreso Continental por Carolina del Norte, William
Hooper y John Penn. Ambos habían sido designados para ayudar a redactar una
posible constitución para la colonia y solicitaron a Adams (por separado) un
“boceto” de sus opiniones sobre el tema. Cuando George Wythe[17]
(Virginia) y John Dickinson Sergeant[18] (Nueva
Jersey) vieron el manuscrito, solicitaron también una copia. Lo mismo sucedió
con Richard Henry Lee quien fue finalmente el responsable de sugerir a Adams
que publicara una de estas “cartas” a modo de panfleto (McCullough, 2001).
En Pensamientos sobre la forma de
gobierno, Adams plasmó las bases para la adopción de un modelo republicano,
lo cual él identificaba con “un imperio de la ley y no de hombres”. Repleto de
“controles y contrapesos”, su plan hizo énfasis en que “un pueblo cuyo gobierno
descansa en el unicameralismo no puede ser libre ni
feliz” y por lo tanto defendió la adopción de una legislatura bicameral
separada del ejecutivo y con un poder judicial independiente cuyos miembros
podían retener los cargos “de por vida” (Adams, 1851). Adams desconfiaba de la
habilidad de la “gente común” para gobernarse a sí misma y por lo tanto sus
ideas estaban fuertemente influenciadas por la necesidad de contener la
participación popular y limitar al mínimo su influencia dentro del gobierno.
Entre las sugerencias del panfleto está, por ejemplo, demorar la reforma
electoral a fin de evitar la confusión “y toda clase de actos perniciosos”.
Al igual que en el caso de Paine con las clases trabajadoras, los
planteos esbozados por Adams no eran ajenos a las elites coloniales. Ni tampoco
a aquellas que gobernaban en Inglaterra. Su corte constitucionalista y las
propuestas que, si bien no dejaban de ser republicanas, mantenían un marcado
tinte conservador, pueden remitirse a la respuesta conservadora a la revolución
de 1640. Los impulsos radicales de los levellers, surgidos en medio de la disputa entre el rey
Carlos I y su Parlamento, si bien fueron exitosamente suprimidos por Oliver
Cromwell, tuvieron un perdurable impacto en el pensamiento político intelectual
inglés (Meiksins Wood, 1991). Cromwell enfrentó a los
levellers y defendió la supremacía de los hombres
de propiedad contra la demanda radical de igualdad de derechos, apelando a
convenciones y a la constitución inglesa como elementos fundantes de la propiedad
privada y la desigual distribución de la riqueza en Inglaterra. Tres décadas
más tarde, bajo los resultados de la Revolución Gloriosa de 1688, John Locke
retomaría y puliría estos argumentos a fin de justificar las maniobras de los whig ingleses por
alterar la sucesión monárquica (Meiksins Wood, 1991).
Así, si bien el republicanismo mantuvo una teoría ambigua que no dejaba de
generar desconfianza entre las clases dominantes (por sus posibles implicancias
democráticas), retenía todo un acervo teórico impreso en la memoria de estas
clases y que, con las debidas precauciones, podía retomarse y ponerse al
servicio de una disputa transcontinental entre elites gobernantes.[19]
Pensamientos sobre la forma
de gobierno circuló ampliamente en los primeros meses de 1776 y dado que se ajustaba
a las necesidades políticas de las elites whig
fue bien recibido entre conservadores y radicales. El modelo de Adams no
solo ofrecía una forma de contrarrestar el tan temido “espíritu nivelador” sino
que también justificaba la resistencia colonial contra los atropellos de la
Corona y aseguraba que la independencia de Gran Bretaña no produjese cambios
profundos en la organización social de las colonias. Los borradores de Thomas
Jefferson para una constitución para Virginia siguen lineamientos parecidos, lo
cual sugiere que este modelo de gobierno estaba asentándose en el imaginario de
las clases altas coloniales tanto del Norte como del Sur (Lemisch,
1976). No es casualidad, por lo tanto, que Pensamiento
sobre las formas de gobierno sirviera de base a la hora de redactar las
constituciones federales de casi todos los estados salvo Pensilvania, Georgia y
Vermont.
La recepción fue mucho más fría entre los artesanos, los cuales eran
conscientes de las limitaciones que el bicameralismo podría imponer a sus
aspiraciones. No por nada en aquellas colonias donde su capacidad de injerencia
fue mayor triunfó la postura unicameral sugerida en Sentido común. Siendo Paine de la misma opinión (recordemos que
había reprendido a Adams por el panfleto y lo había catalogado de “repugnante”)
dedicó una de sus Cuatro cartas sobre
cuestiones de interés a desacreditar el modelo bicameral.
Adams había construido la legitimidad de su plan de gobierno en base a
sostener que el mismo no hacía sino emular el republicanismo propio de la
constitución inglesa, la cual admiraba profundamente (Adams, 1776). Por ende,
Paine dirigió hacia allí su primera estocada. Si bien ya había criticado a la
Constitución inglesa en Sentido común,
su Carta IV redobló la apuesta: “La
verdad es que los ingleses no tienen constitución” -declaró-. “Es sencillo
comprender que los individuos, al concordar en erigir formas de gobierno (...)
deben sacrificar parte de sus libertades para dicho propósito; y el objetivo
particular de una constitución es dejar en claro a cuánto deben renunciar. En
este sentido, es fácil ver que los ingleses no tienen constitución, porque
ellos han renunciado a todo” (Paine, 1776).
De esto se desprendía que todo el sistema de “controles y contrapesos” y
la división de poderes (tan importante para Adams) era más “una distinción de
palabras que de cosas”. “En cualquier gobierno no hay más que dos poderes, el
poder para hacer leyes y el poder para ejecutarlas”. El bicameralismo solo
servía para desatar la “petulancia” y “animosidad” entre los miembros de las
cámaras (Paine, 1776).
Como puede verse, este intercambio entre Adams y Paine no se trata de una
mera confrontación teórica entre modelos de gobierno, sino de una puja concreta
sobre la preponderancia que viejas estructuras tendrían dentro de los nacientes
estados americanos. El énfasis que cada autor puso, sea a favor de derribar o
mantener en pie las pasadas jerarquías, hace visible la disputa que comenzaba a
surgir entre clases populares defensoras de un radicalismo democrático y elites
enarboladas tras los postulados de un republicanismo de corte conservador
(Pozzi, 2012).
Herencias culturales y
planes de gobierno
Tal como señalamos en los apartados anteriores, el hecho de que élites y
artesanos hayan elegido reivindicar como propios los proyectos de gobierno
esbozados por Adams y Paine nos sugiere una posible correlación entre
propuestas políticas y sentimientos de clase vinculados a una específica
herencia cultural. Haya sido deliberado o no (probablemente una combinación de
ambos), Adams y Paine apelaron a tradiciones y valores aprendidos a la hora de
formular sus proyecciones.
La presencia de jerarquías como eje organizador de la sociedad colonial y
la heterogeneidad de grupos que la escala social englobaba hace difícil que
podamos referirnos a un antagonismo de clase con las características que este
tendría en el marco de relaciones sociales de producción capitalistas. Durante
el siglo XVIII, los individuos se veían a sí mismos conectados verticalmente
bajo redes de poder o dependencia, por lo que eran más proclives a tener noción
de quienes se encontraban por encima o por debajo de su status que de posibles lazos horizontales (Wood, 1991).
Esto no implica, sin embargo, que debamos dejar de referirnos a los
grupos en disputa como clases sociales. Como señala Alfred Young (1976), hay
suficiente evidencia para sugerir que el concepto “clase” sigue siendo central
para explicar las relaciones sociales en la última etapa del período colonial
norteamericano. A tal punto esto es así que muchas veces conflictos de clase
previos a la Independencia jugaron un rol determinante en las alianzas y
enfrentamientos que atravesaron la resistencia a la Corona británica. Sea
profundizando o resolviendo latentes animosidades entre las clases coloniales,
lo que el proceso revolucionario permitió fue que distintas clases sociales
agudizaran la percepción de sus intereses en conflicto, y lo tradujeran en un
accionar concreto. En esa contraposición, nosotros vemos gestarse clases y
distintivas formas de conciencia.[20]
En el caso de las elites, la percepción de sí misma estaba fuertemente
arraigada en distinciones sociales con una marcada impronta aristocrática donde
los privilegios asociados a la riqueza y la educación eran consecuencia de un status elevado dentro de la jerarquía
social (Thompson, 1989). El espíritu nivelador de la era revolucionaria los
estimuló a cerrar filas y relegar su competencia a las necesidades de retener
el poder “entre los suyos” (Lynd, 1967).
En cuanto a las clases trabajadoras, lo que comenzó a estrecharse es un
sentido de “ellos” y “nosotros” donde la distinción la trazaba el valor
asociado al trabajo y la utilidad social del mismo. No todos los grupos
lograron “descubrirse a sí mismos” al mismo tiempo ni en la misma medida. Entre
ellos, los artesanos fueron quienes más se acercaron a desarrollar un interés
de clase.[21] Sin
embargo, la crisis económica desatada por la guerra revolucionaria y la
introducción del capitalismo a fines de la década de 1780 supusieron una traba
a su desarrollo.
Podemos ver este proceso de construcción en las publicaciones de Adams y
Paine. Un buen ejemplo son las razones que llevaron a cada uno a publicar en el
anonimato. Paine retuvo su nombre al público, en primer lugar, por las mismas
razones por las que Benjamin Rush lo consideró un
candidato ideal para escribir el panfleto: era un extraño en Filadelfia, de
orígenes modestos y sin conexiones. En segundo lugar, pues, como anunció en el
prólogo de la tercera edición, “Quién es el autor de esta producción, es
totalmente innecesario para el público pues el objeto de su atención es la
doctrina, no el hombre” (Foner, 1945).
En una sociedad definida por jerarquías, como lo era la colonial,
renombre y reputación eran privilegios circunscriptos a aquellas clases
ubicadas en la cima de la escala social. Reticentes a poner su status en juego
durante los actos de resistencia al dominio británico, muchas veces las élites whig estimularon la participación de las
clases trabajadoras apelando a su “anonimato” como garantía de impunidad. Tal
como Rush relata en su autobiografía: “Le sugerí (a Paine) que no tenía por qué
temer a las repercusiones a las que una publicación así podían exponerlo, podía
vivir en cualquier parte, pero yo, dada mi profesión y mis conexiones estaba
atado a Filadelfia” (Rush, 1948). Al igual que muchos marineros y artesanos,
Paine encontró motivaciones propias para acceder al pedido de estos hombres de
influencia y al igual que muchos como él, la experiencia que su consentimiento
desencadenó, modificó la percepción de ese “anonimato”. Al declarar que lo
importante era la doctrina y no el hombre, Paine hizo que su anonimato dejara
de ser la consecuencia de su status social
y pasara a convertirse en una reivindicación personal. Eso es lo que la
revolución hizo con las clases populares, construir dentro de ellas un sentido
de importancia que las igualaba con sus “mejores” (Young, 1981).
John Adams es un caso por completo distinto. Miembro del Congreso
Continental por Massachusetts desde 1774, nuestro abogado fue sumamente cauto a
la hora de anunciar su proyecto de gobierno. El primer boceto de la carta a
Hooper, Adams la dedicó a Richard Henry Lee en noviembre de 1775, pero recién
en abril del año siguiente consintió a su publicación. Y no fue algo de lo que
alardeó en el Congreso Continental hasta que se acordó declarar la
independencia. Es decir, en un momento donde las elites coloniales seguían
insistiendo con la reconciliación, declararse abiertamente a favor de una nueva
forma de gobierno era una pobre maniobra política. Su prudencia se enmarca en
las disputas al interior de una clase que monopolizaba el poder político y
económico pero que aún buscaba definir el lugar que ocuparía tras la
independencia.
Tal como estos ejemplos muestran, estamos ante clases sociales que fueron
construyéndose a sí mismas a lo largo de la Revolución. A medida que lo
hicieron, emergieron rispideces entre ellas lo cual dio lugar a
confrontaciones. Una interpretación integral de los panfletos no puede perder
de vista esta dinámica porque la lucha entre Adams y Paine no se trató de un
episodio aislado. Por el contrario, desde sus orígenes con la resistencia a la
Ley de Sellos, la crisis revolucionaria estuvo plagada de acontecimientos
donde, como lo ilustró Staughton Lynd
(1968), “la multitud fue llamada al escenario para oficiar de marioneta y
terminó quedándose como protagonista”. Fueron las clases trabajadoras las que
volvieron a la independencia estadounidense una revolución (Kaye,
2007). No es casualidad, por lo tanto, que haya sido Thomas Paine, un artesano
devenido en escritor, quien haya hecho público el primer grito a favor de la
independencia como tampoco que haya sido la presión ejercida por Sentido común la que motivó la necesidad
de Adams por contrarrestarlo.
Por otro lado, para entender la dinámica de estos sujetos en formación
hay que advertir que las clases no se construyen a sí mismas a partir de la
nada sino que traen consigo experiencias, lealtades y valores que son puestos
en juego en el proceso de construcción (Torre, 1990). El contenido de los
panfletos está repleto de este proceso donde viejas tradiciones son puestas al
servicio de nuevos ideales y ayudan a que la clase se haga a sí misma.
Tomemos Sentido común. Si lo
dividimos según los temas centrales que Paine trata, podremos ver que todos son
referibles a la cultura de las clases populares de la época. Por ejemplo, la
ridiculización de la realeza. Según Paine, si quitáramos “el velo de
antigüedad” que mantiene “a oscuras los orígenes de los reyes”, probablemente
encontraríamos que “el primero de ellos no fue algo más que el principal rufián
de una banda de criminales” (Foner, 1945).
Paine no solo se burla de la realeza, deliberadamente busca humillarla.
Su forma de proceder nos remite a uno de los rituales populares más difundidos
durante el siglo XVIII: el “castigo popular”. En una época donde los sectores
subalternos estaban excluidos de participar en política, la gente común debía
apelar a canales “extraoficiales” para hacer oír sus demandas y aspiraciones.
El “castigo popular” era uno de ellos. Durante estos rituales, la multitud
oficiaba como una suerte de autoridad moral que llevaba adelante la voluntad de
la mayoría contra individuos que (se consideraba) habían actuado contra el
bienestar de la comunidad. Si bien la violencia entraba en juego a la hora de
capturar y exponer al infractor, el verdadero objetivo no era la agresión sino la
humillación pública.
Sentido común somete al rey Jorge a esta
humillación. Lo describe como “el real bruto de Inglaterra” y lo acusa de estar
actuando contra el bienestar general de sus súbditos al otro lado del Atlántico
(Foner, 1945).
Los argumentos utilizados para llevar adelante esta humillación también
hacen eco de la cultura popular. Por un lado, está la constante homologación
entre el rey y un (mal) padre, la cual nos sugiere que actitudes y formas de
expresión paternalista eran comunes en el trato jerárquico entre clases. Más
bien, nos sugiere la conciencia de los estratos inferiores de que así se
comportaban con ellos los superiores. Cuánto las clases trabajadoras
reverenciaban a quienes tenían por encima es discutible. La deferencia tenía
componentes de respeto por la autoridad, pero la conveniencia y el disimulo
jugaban un papel igual de determinante. Y como señala Gary Nash (1979), en
tiempos de crisis, tales como el período revolucionario, esa deferencia podía
romperse. En Sentido común podemos
apreciar esta deferencia ya rota: “Los hombres que se ven a sí mismos como
nacidos para gobernar y al resto como nacidos para obedecer, pronto se vuelven
insolentes. Seleccionados del resto de la humanidad, sus mentes son fácilmente
envenenadas por un sentido de importancia” (Foner,
1945).
Por otro lado, cabe destacar que Paine siempre describe al rey como un
inútil: “Si indagamos acerca de cuáles son los deberes de un rey, encontraremos
que en muchos países no los tiene; y luego de malgastar sus vidas sin obtener
por ello placer o beneficios para la nación, se retiran de la escena y dejan a
su sucesor para que cargue con la misma ociosa rutina” (Foner,
1945). Esto nos remite a valores propios de la tradición artesana, en
particular al sentido de orgullo que los mecánicos derivaban de la utilidad
social de su oficio. Para ellos, el trabajo no era únicamente una actividad
económica sino también un acto moral y social. Dado que en las sociedades
preindustriales la comunidad dependía del trabajo calificado para producir
bienes y servicios, una vida de trabajo productivo representaba la contribución
del artesano al bienestar de su sociedad (Schultz, 1990).
A su vez, este sentido de orgullo estaba imbricado con una noción de
“competencia”, entendiendo esta como aptitud, es decir, que el artesano fuera
“competente” a la hora de desempeñar su oficio. El resultado del buen ejercicio
de la competencia era la prosperidad, sinónimo de “independencia”. Esta no
significaba acumulación de riqueza o movilidad social sino “la habilidad para
mantenerse a uno mismo por medio de su trabajo sin tener que recurrir al Estado
o a la caridad” (citado en Nash, Smith & Hoeder,
1983).
El llamado de Paine a la independencia pertenece a este ámbito de
identificación. Frases como “el interés de América es que provea para sí misma”
o “...deberíamos estar ansiosos de alcanzar (la independencia) en términos
seguros, firmes y honorables” (Foner, 1945) de seguro
resultaron familiares para los artesanos, en un contexto donde el movimiento de
no importación había realzado sus roles como proveedores de la comunidad.
Al contrario de los artesanos y demás trabajadores -todos ellos honestos
y con un sentido de pertenencia al colectivo social- el rey era un “ocioso”. No
solo su cargo carecía de una utilidad sino que además la monarquía se lo
obstaculizaba: “Hay algo extremadamente ridículo en la composición de la
monarquía; primero priva al hombre de las fuentes de información y luego lo
empodera para actuar en casos donde el más elevado juicio es requerido” (Foner, 1945).
Estos ejemplos ponen en evidencia cuestiones planteadas por E.P. Thompson
(1995) para el caso de Inglaterra. En primer lugar, que las costumbres (y la
cultura en general) son “un campo de cambio y contienda”. No son algo estático
sino algo que está en constante flujo dentro de un determinado equilibrio de
relaciones sociales bajo un contexto específico. En segundo lugar, la cultura
tiene una funcionalidad tanto práctica como racional dentro de la vida
cotidiana de los individuos atravesados por ella.
Los puntos de contacto entre la tradición artesana y Sentido común testimonian como hábitos y costumbres remontables a
la Inglaterra del siglo XVII fueron puestos al servicio de nuevos ideales al
otro lado del Atlántico.[22] Para
ser funcionales a esta nueva realidad, debieron ser adaptados y resignificados
bajo la experiencia cotidiana de los sujetos que los portaban. Esto implica que
Thomas Paine no solo logró sintetizar un conjunto de valores y formas de
comportamiento heredado sino que en tanto se valió de ellos para llevar adelante
la causa de la independencia, creó algo nuevo. Por eso Sentido común es un salto de calidad en la tradición artesana y
pasó a ser la expresión más acabada del radicalismo artesanal en el siglo XVIII
(Pozzi, 2012).
En cuanto a John Adams, la larga tradición a la que este pertenecía, de
al menos dos siglos de antigüedad, ya había logrado traducirse en términos
ideológicos y funcionaba legitimando la estructura de poder político vigente en
Inglaterra (Morgan, 2006). Es por eso que componentes centrales de la teoría
política whig clásica sobresalen
entre las líneas de Pensamientos sobre la
forma de gobierno (Nash, 1979).
Sin embargo, podemos ver la correlación entre tradición y expresión
política en propuestas concretas de su plan de gobierno. Tanto la educación
intelectual como la tradición cultural en la que Adams se formó le enseñaron
que el gobierno era un espacio que debía mantenerse ajeno a la participación de
los sectores sociales menos favorecidos ya que éstos, al estar desprovistos de
propiedad (y educación), carecían de las cualidades industriosas y frugales que
definían a las clases gobernantes (citado en Foner,
1976).
La “revolución”, para Adams, era fundar un gobierno inmune a “la tiranía
de la mayoría” a través de la adopción de una asamblea bicameral donde la
cámara alta (cargos no electivos) mantuviera en jaque las propuestas elaboradas
en la cámara baja (cargos electivos). Esto pone en evidencia que la justicia,
para Adams y su clase, se define como orden. Y como un espacio donde las leyes
se disponen pero es el poder que las ejecuta quien retiene la última palabra.
Es decir, la minuciosidad del modelo de Adams nos marca tanto la búsqueda de un
sistema de gobierno que perpetuara a las élites en el poder como la
desconfianza a la hora de permitir la incidencia de las clases trabajadoras en
el terreno político. Esto devino en la construcción de una estructura de
gobierno que no sólo aseguró la continuidad de desigualdades sociales a nivel
institucional, sino que también contribuyó a su permanencia (Lemisch, 1976).
Pese a ello, las particularidades de la crisis revolucionaria advirtieron
a Adams dos cosas. En primer lugar, que el consenso popular era indispensable
para mantener en pie la resistencia a Gran Bretaña. Luego, que las clases populares
estaban más que dispuestas a confrontar con el liderazgo de las elites cuando
estas no acataban sus reclamos. Por ello, Adams tuvo presente la necesidad de
crear canales institucionales de participación popular si bien se aseguró de
mantener esa participación popular controlada. El bicameralismo servía bien a
ambos fines.
Por último, si prestamos atención a las razones que Adams enumera para
manifestarse contra el unicameralismo, veremos que
muchos de sus argumentos se corresponden con la percepción peyorativa que las
elites tenían de las clases trabajadoras. Como explica Gary Nash (2006), a lo
largo de la historia las clases altas le han temido a la “multitud”. La fuente
de estos miedos nace de entender a las masas como colectivos irracionales,
avivados por agitadores hacia paroxismos violentos que no discriminaban entre
sus víctimas. Una vez liberada, la “muchedumbre sucia e irreflexiva” era capaz
de cualquier cosa. No es casualidad, por lo tanto, que entre las razones
principales que Adams enumera para rechazar el modelo unicameral se encontrara
que “una única asamblea está expuesta a los vicios, las locuras y las flaquezas
de los individuos; está condicionada a sus cambios de humor, arranques
pasionales, saltos de entusiasmo, parcialidades, prejuicios y,
consecuentemente, produce resultados apresurados y juicios absurdos. Todos
estos errores deben ser corregidos y los defectos complementados por alguna
forma de poder dominante” (Adams, 1851). En otras palabras, el modelo
unicameral llevaría a la “muchedumbre” al gobierno dejando a las élites a
merced de sus vicios e irracionales ambiciones.
Reflexiones finales
Para fines de julio de 1776 las insurgentes colonias británicas en
Norteamérica, recién devenidas en estados independientes, debieron enfrentar la
vertiginosa tarea de erigir constituciones. Durante once años, gente de todos
los estratos, desde terratenientes hasta marineros, contribuyeron a derrocar a
la monarquía británica. Ahora debían emplear esas energías en fundar gobiernos
estaduales.
La ambigüedad del igualitarismo de Jefferson permitió que tanto elites
como clases trabajadoras se sintieran representadas en su declaración, pero el
choque de intereses fue inevitable. Tan solo un mes antes de que la declaración
fuese distribuida al público, el Comité General de Mecánicos había solicitado
al Congreso Provincial que los delegados para el Congreso Continental fueran
elegidos popularmente, recibiendo por respuesta que el Comité no era más que
una “asociación voluntaria” de artesanos y que, por lo tanto, carecía de
cualquier “autoridad para opinar sobre los asuntos públicos del tiempo
presente” (citado en Lynd, 1967).
Con la independencia, las contradicciones del proceso revolucionario no
se resolvieron, sino todo lo contrario. Cuando la heterogeneidad de grupos que
lo protagonizaron dieron un paso al frente, tuvieron
que luchar por volcar sus demandas en la redacción de las leyes fundamentales
para los nacientes estados.
Ninguno debió construir a partir de la nada. Tenían una cultura y valores
a los cuales recurrir, experiencias concretas de organización y resistencia
como ejemplo, y dos panfletos que ya habían moldeado una estructura de gobierno
acorde a sus aspiraciones. Por lo tanto, recurrieron a ellos.
Entre las primeras constituciones redactadas nos encontramos con que la
de Virginia se inspiró en el plan de John Adams, mientras que la de Pensilvania
emuló los “consejos” esbozados por Thomas Paine. Luego se sancionaron las
restantes. En total, nueve constituciones terminaron por expresar un
“republicanismo conservador” con una marcada impronta antipopulista.
Hicieron hincapié en una legislatura bicameral, cargos por designación para sus
ejecutivos y requisitos de propiedad para los votantes. Las tres constituciones
restantes defendieron la democracia radical painita y por lo tanto adoptaron
una única asamblea sobre el principio de que “cualquier hombre, incluso el más
iletrado, es tan capaz de ocupar un cargo como una persona que haya recibido el
beneficio de la educación” (citado en Lemisch, 1976).
Las elecciones serían anuales, controladas y equilibradas por la misma gente
para quienes las puertas de la Sala de Asambleas debían estar siempre abiertas.
Así, las constituciones federales surgidas durante la guerra revolucionaria
continuaron la disputa planteada entre Paine y Adams en sus panfletos.
Lo que hemos podido apreciar es que el diálogo entre ambos autores fue
más allá de una confrontación entre puntos de vistas expresados en tinta y
papel. Sus producciones son huellas a través de las cuales podemos reconstruir
la turbulencia política y la ebullición de ideas que la sociedad colonial
norteamericana venía vivenciando desde 1774. La retórica y las propuestas de
los panfletos nos hablan de las características del clima insurreccional de la
época y de la disputa entre clases sociales a fin de asegurar que su desenlace
satisficiera las demandas que los llevaron a involucrarse en un primer momento.
Así, los panfletos analizados sintetizan las tensiones dentro de la
naciente sociedad estadounidense entre democracia radical y república
conservadora (Pozzi, 2012). Tensiones que, como puede verse en la redacción de
las constituciones ocurridas después de julio de 1776, no murieron con la
independencia ni quedaron en un mero intercambio de palabras entre un abogado y
el hijo de un artesano. La aplicación concreta de sus propuestas y la
reivindicación que generaciones futuras harían de ellos las mantuvieron con
vida.
A su vez, los continuos ataques que constituciones como la de Pensilvania
sufrieron por parte de las élites con posterioridad a 1776 (la misma logró ser
reemplazada por un modelo conservador en 1790), nos anticipan la marginación
que sufrirían las ideas painitas en el marco de la naciente política
estadounidense. Quedaría a cargo de las organizaciones artesanas seguir
reivindicando su radicalismo democrático y brindando en nombre del “honesto Tom
Paine”.
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Recibido: 3 de abril de 2021
Aceptado: 15 de mayo de 2021
Versión
Final: 26 de junio de 2021
[1] Conocida
cárcel de Londres.
[2] Para
un análisis detallado de las personalidades de Adams y Paine ver: Fruchtman Jr,
Jack (1996). Thomas Paine: Apostle of Freedom, Village Station: Four Walls Eight Windows y McCullough, David (2001). John
Adams,
Nueva York: Simon & Schuster.
[3] Por
élites coloniales o simplemente “elites” se comprende tanto a las del Norte
como a las del Sur. Cuando utilizado en plural en el presente escrito engloba
tanto a los grandes comerciantes de los centros portuarios y plantadores
esclavistas sureños, como a abogados, miembros del clero anglicano y a quienes
ocupaban los puestos más altos del gobierno colonial (Nash, 2006).
[4] Término
contemporáneo que refiere a los individuos más antibritánicos, a quienes
protestaron contra las medidas británicas y trataron de llevar adelante
concretas medidas de resistencia y movilización popular. El término deriva del
movimiento político que, durante la Revolución Gloriosa ocurrida en 1688 en
Gran Bretaña, derrocó a Jacobo II y aseguró la supremacía del Parlamento en el
marco de una monarquía constitucional. Entre los principales postulados de la
ideología whig se encontraba la
defensa de una división de poderes dentro de un gobierno electo por
propietarios, la igualdad ante la ley y la libertad para comerciar sin
restricciones estatales. Para las élites americanas del siglo XVIII, esta
ideología simbolizó el derecho a oponerse a
la “arbitrariedad” de las regulaciones imperiales, de ahí que el término
whig pasó a ser sinónimo de
“patriota”.
[5] Clases
trabajadoras o en inglés Laboring classes
es el término que los historiadores norteamericanos pertenecientes a la New Labor History utilizan para referir
al conjunto de trabajadores coloniales de los siglos XVII y XVIII. El término
enfatiza el plural para englobar una heterogeneidad de trabajadores
diferenciados por calificación y status, y también para establecer una
diferencia con la clase obrera en formación en Estados Unidos a partir del
siglo XIX. Junto con granjeros, siervos, esclavos, marineros y trabajadores no
calificados, los artesanos son incluidos dentro de las clases trabajadoras. A
partir de este momento, la categoría será empleada junto con “sectores
populares” cuando se haga referencia al conjunto de trabajadores coloniales, no
sólo a los artesanos, ya que todos ellos vivieron un despertar político durante
el proceso revolucionario y se involucraron en él activamente.
[6]
John Adams formó parte y supo sintetizar los intereses de la elite norteña. Sin
embargo, aquí y a lo largo del escrito, se empleará también el plural dado que
a partir de la crisis revolucionaria -y por lo menos hasta fines de la década
de 1780-, hubo una concordancia de intereses, tanto políticos como económicos,
entre las élites del Norte y las del Sur (Lynd, 1967). De hecho, quien pide a
Adams el boceto de su plan de gobierno es miembro de la élite de Virginia.
[7] Sentido Común
se publica en enero de 1776 mientras que Adams escribe las cartas que luego
serán publicadas como Pensamientos sobre
la forma de gobierno entre febrero y marzo de 1776.
[8]
La Guerra de los Siete años, disputada principalmente entre Gran Bretaña y
Francia entre 1756 y 1763, produjo en las colonias británicas en América una
profunda depresión económica. La guerra aceleró un proceso de concentración de
riqueza en favor de las élites coloniales y resultó en un marcado aumento en
los índices de pobreza, sobre todo en los centros portuarios norteños. La
crisis recayó con mayor énfasis sobre las clases trabajadoras urbanas y se vio
reflejada en la pérdida de propiedad, desempleo y escasez de oportunidades para
estos sectores (Nash, 1976).
[9]
A la Ley de Sellos de 1765 le sucedió la Ley de Acuartelamiento también en
1765, la cual obligaba a alojar y alimentar a las tropas británicas que
llegaban de la Metrópoli, las Leyes de Townshend en 1767 (nuevos impuestos de
diverso tipo), la Ley del Té en 1773, que permitió a la Compañía Británica de
las Indias Orientales monopolizar la exportación de té a las 13 colonias
americanas, y las Leyes Coercitivas en 1774, las cuales forzaron el cierre del
puerto de Boston hasta que la Corona fuera resarcida por la destrucción del té
ocurrida en respuesta a la ley de 1773. Todas estas leyes significaron para las
colonias, no solo una pérdida de autonomía sino también que se restringiera su
desarrollo económico e impidiera salir de la depresión económica traída por la
Guerra de los Siete Años.
[10] Se
conoce como Hijos de la Libertad a
una serie de comités locales a través de los cuales se organizó la resistencia
a la Ley de Sellos (1765) y a las subsecuentes medidas del Parlamento británico
por afianzar sus dominios coloniales. En su mayoría, estas asociaciones estaban
compuestas por aquellos líderes de las elites coloniales whig ubicadas en los estratos medios de la sociedad colonial.
[11] Término
contemporáneo con el que se englobaba a todo aquel cuya subsistencia dependía
del trabajo manual.
[12]
Además de los boicots a las importaciones de la Metrópoli, las clases
trabajadoras protagonizaron protestas callejeras contra las autoridades
británicas (en muchos casos forzando su renuncia) y se vieron envueltas en
diversas confrontaciones contra las tropas estacionadas en las colonias.
[13]
Entendemos que Paine debe quedar incluido dentro de las clases trabajadoras ya
que, si bien luego de su llegada a América no volvió a ejercer como artesano y
de ahí en más se reivindicó siempre como escritor, tanto sus condiciones
materiales como la cultura a partir de la cual comprendió su experiencia
cotidiana, su ocupación y su status social, vuelve inapropiado considerarlo como
miembro de la elites coloniales.
[14] Se
conoce como Debates de Putney a una serie de discusiones ocurridas dentro del New Model Army en el año 1647 durante la
Guerra Civil desencadenada por la confrontación entre el rey Carlos I y su
Parlamento. Para 1647, las bases del New
Model Army comenzaron a radicalizarse y a expresar una serie de exigencias
políticas frente al Parlamento británico que se condensaron, luego de los
debates en la iglesia de Putney, en el Acuerdo del Pueblo de 1649. Entre sus
principales puntos el acuerdo incluía la demanda por la abolición de la
monarquía y la Cámara de los Lores, la expansión del sufragio, tolerancia
religiosa, abolir la privatización de los terrenos comunales y también del
diezmo eclesíastico.
[15]
Sentido común cosechó una enorme
popularidad entre las clases trabajadoras en su conjunto, tanto por su lenguaje
como por su llamado a la independencia. Sin embargo, entre ellas, sólo los
artesanos reivindicaron y enraizaron el contenido republicano del panfleto como
parte de su interés de clase. Ver nota al pie número 21 más adelante en el
escrito.
[16] Así
define Adams a su panfleto en una carta a su amigo James Warren el 12 mayo de
1776: “Se ha publicado aquí, como Pensamientos
sobre la forma de gobierno, un discurso para la Convención de Virginia como
antídoto para el veneno popular. Léelo y atiende a la diferencia”.
[17] Abogado
perteneciente a una acaudalada familia de plantadores de Virginia.
[18] Abogado,
miembro del Congreso Provincial de Nueva Jersey.
[19] De
hecho, el historiador Edmund Morgan (2006) ha postulado que las ideas sobre la
soberanía popular fueron comúnmente utilizadas en las asambleas coloniales
antes de 1760 por las elites contra los gobernadores reales si bien en todo
momento fueron “cautelosos” para no invitar a una más amplia participación de
la que les interesaba. El pueblo seguía siendo la corporización de una élite
relativamente pequeña.
[20] Siguiendo
a E. P. Thompson (1989), “las clases no existen como entidades separadas, que
miran en derredor, encuentran una clase enemiga y empiezan luego a luchar. Por
el contrario, las gentes se encuentran en una sociedad estructurada en un
momento determinado [...], experimentan la explotación […], identifican puntos
de interés antagónicos, comienzan a luchar por estas cuestiones y en el proceso
de lucha se descubren como clase, y llegan a conocer este descubrimiento como
conciencia de clase”.
[21]
Diversos factores colaboraron a ello. El conjunto de tradiciones y costumbres
de larga data que los artesanos compartían, su sentido de pertenencia al oficio
(expresado en la formación de sociedades y mutuales) y el trabajo cooperativo
(tanto en el taller como entre distintos oficios). Todo esto bajo el contexto
de la crisis revolucionaria aceleró el proceso de formación de los artesanos en
términos de clase. Paine colaboró a este proceso al darles un programa político
bajo el cual se veían sintetizadas sus aspiraciones.
[22]Los
aspectos religiosos en Sentido Común,
exceden las intenciones del presente escrito, sin embargo, las continuas
alusiones religiosas hechas por Paine pueden comprenderse imbricadas con un
“evangelismo igualitario” o “radicalismo religioso”, propio de la cultura
popular de la época. Véase el Capítulo 4 de Vikki J.
Vickers “The origins and significance of Paine’s religious beliefs” (Vickers,
2006).