Vital Fernández, S. (2019). Alfonso VII de León y Castilla (1126-1157). Las relaciones de poder en el centro de la acción política y social del Imperator Hispaniae. España: Ediciones Trea, [334 páginas].

 

 

Doctorada en Historia en la Universidad de Salamanca, la autora forma parte del equipo  de investigación en Historia Medieval  de la Universidad Nacional del Sur, abordando  temáticas que trabaja desde hace años: la relación de la nobleza gallega y el rey Alfonso VII las competencias inter-nobiliarias, las estrategias de la realeza castellano-leonesa para construirse en autoridad preeminente.

Publicado por Ediciones Trea y prologado por José María Minguez, es un libro de historia política medieval, cuyos objetivos se centran especialmente en el análisis de la alta aristocracia y, por ello, en las grandes tenencias del reino que gobierna y que figuran en los diplomas del rey. Simultaneamente, la mirada está puesta en la respuesta de Alfonso VII al reto nobiliario que tendía al vaciamiento de la autoridad efectiva del rey en el momento en el que se reactiva la conquista de los territorios andalusíes, prácticamente paralizada desde la muerte de Alfonso VI. La consolidación militar y política de las nuevas conquistas requería unas estructuras de gobierno que garantizasen su estabilidad, aunque como contrapeso a esta fuerte iniciativa, en el frente occidental se activa otra tendencia, también subyacente, que culminará décadas más tarde con la independencia del antiguo condado, luego reino de Portugal. El libro muestra el lento  basculamiento del centro de decisión principal de León a Castilla.

La antigua relación rey-súbditos, que se caracterizaba por ser  pública, de tradición romano visigoda, se había invertido en una nueva  relación señor-vasallo, cuya característica fundamental era el pacto de carácter privado y personal, y por tanto la vinculación se basaba en la fidelitas al señor que se expresaba en el homenaje. Esta fidelidad (fidelitas) era débil en tanto el vasallo podía romper el vínculo feudal que lo unía al señor sin por ello incurrir en un delito. De este modo, se configuraba un sistema  inestable que dependía de una serie de equilibrios en el poder que no siempre se conseguían; la descompensación en estas esferas llevaba al descontento y a menudo a la rebelión.

En este contexto la autora muestra cómo el  merinato y la tenencia fueron  instrumentos   eficaces de la realeza para mantener el control sobre los territorios del reino. Eficacia que se basaba en el carácter revocable de esas concesiones. Esa revocabilidad repercutía en el relativo fortalecimiento de la concepción pública del poder de la monarquía frente a la aristocracia aunque los tenentes y los merinos  no siempre actuaban de acuerdo con los principios de poder público. La perdurabilidad de una tenencia en un mismo grupo familiar estaba condicionada a su relación de amicitia con el rey. En este sentido, la autora muestra cómo el sistema feudal de base tendió a frenar la efectividad teórica del nuevo sistema de tenencia. Ambas concepciones perduraron y se produjo una constante pugna entre ellas que, según los distintos contextos, se resolvió a favor de la vieja concepción pública o del vigente sistema feudal. Es así como el merino resultaba un  instrumento de control de la monarquía en territorios donde la influencia de los magnates se vislumbraba peligrosa.

La autora muestra como la tenencia acabó por formar parte de un mecanismo que servía para atraer la voluntad de la aristocracia y para asegurar su fidelidad. En efecto, Alfonso VII no sólo priorizó la distribución de tierras a modo de tenencia entre la alta aristocracia, sino que también reimpulsó las campañas al sur musulmán, consciente de que esos dos factores podían garantizarle la fidelidad de sus hombres.

El poder acumulado por la aristocracia de esta época dificultó no sólo el fortalecimiento  sino también la imposición de su auctoritas; autoridad que  bajo el reinado de Alfonso VII, se construyó a partir de constantes negociaciones con la aristocracia del reino.

Alfonso VI constituyó un claro referente político a lo largo del reinado de su nieto Alfonso VII. Había logrado reunificar el reino de Castilla y León en el año 1072 después de que su padre, el rey Fernando I (1037-1065), lo dividiera en su testamento entre sus tres hijos varones. A partir de ese momento, comenzaba la lucha por el poder entre hermanos primero; la conquista de Toledo en 1085 y la imposición de parias a los territorios conquistados luego. La reunificación de territorios bajo Alfonso VI hizo del reino de León el más fuerte de la península ibérica. La búsqueda de supremacía del rey se evidenció cuando se autointituló Totius Hispaniae Imperator. 

Fue entonces cuando Alfonso VI vio frenadas sus aspiraciones por la invasión almorávide. Sin embargo, su política de población no se limitó únicamente a la Extremadura, sino también a lugares que formaban parte del Camino de Santiago como respuesta a la intensificación de actividades productivas, que no eran exclusivamente agrarias. La autoridad real necesariamente tuvo que responder con una estrategia de negociación que permitiera el establecimiento de una relación feudal, privada y personal basada en la fidelitas que garantizaba el vasallaje de esa aristocracia poderosa al rey. Las relaciones de Alfonso VI, que falleció en 1109 en Toledo, con la Santa Sede, también actuaron como un soporte de su poder. 

El libro muestra los fuertes intereses políticos de los personajes más poderosos del reino en esta época: la reina Urraca (madre de Alfonso VII); Alfonso I de Aragón (segundo marido de la reina Urraca); los más altos representantes de la aristocracia gallega, como los Traba; el casi omnipotente obispo de Santiago, Diego Gelmirez (protagonista de la unción del infante Alfonso Raimúndez, más tarde Alfonso VII) además de la aristocracia dividida entre la fidelidad a Urraca, al infante o al rey aragonés, naturalmente en defensa de los intereses de cada casa. Urraca y su fracasada unión con Alfonso I de Aragón- el Batallador (1104-1134) fue otra estrategia de negociación política. Sin embargo, hacia 1114 se dio la  ruptura definitiva del matrimonio por medio de un concilio celebrado en León dónde se amenazaba a los cónyuges con la excomunión.

Entre un amplio repertorio de fuentes, la autora recurre a la Historia Compostelana- crónica contemporánea que mandó a escribir el arzobispo Diego Gelmirez para dejar constancia de lo acontecido en tiempos de su obispado y arzobispado (1110-1140)- y aclara la pertinencia de la valoración de la misma, confrontándola al análisis de los diplomas de la cancillería regia de doña Urraca.

Las rebeliones que se producen durante este reinado son una manifestación patente de la competencia en las esferas de poder entre la aristocracia y el rey. Ello cobra sentido ante la emergencia de ciertos cambios en la concepción de feudalismo, planteándose las rebeliones como un claro indicio de la transformación social que afecta a la relación rey-subditos y que concluye en una relación privada y personal, fundada en lazos vasallaticos,  Pero, además, la rebelión manifiesta a menudo la competencia por el poder entre diversos magnates o familias aristocráticas.

El pacto entre el rey y la aristocracia, revela la necesidad del uno y de la otra para subsistir en el sistema feudal…el rey premia a los aristócratas que le muestran fidelidad, mientras que castiga a los rebeldes obligándolos a la devolución de honores y bienes que por él tienen. El rey, por tanto se instaura como una pieza clave  en el entramado feudal para la subsistencia de la aristocracia. En esta lógica, tanto el parentesco surgido de una alianza matrimonial, como el vasallaje eran mecanismos sumamente inestables por su carácter de compromiso personal y extinguible. Sin embargo había beneficios que la aristocracia podía obtener de su actitud de lealtad y de servicio a la monarquía. La mayor beneficiaria fue la aristocracia castellana, constatándose, una vez más, el deseo del monarca de atraerla e integrarla a su servicio. Se confirma, por tanto, un claro auge de la misma, paralelo a la desaparición de la escena política de Rodrigo González.

Distinto parece el caso de la aristocracia leonesa. El auge de Castilla al final del  reinado de Alfonso VII es lo que permite interpretar estos cambios como un indicio temprano del trasvase del político y militar y por tanto, del centro de gravedad de León a Castilla. Paralelamente, la posición del rey como redistribuidor de bienes, honores y poder (por ej. García Perez; Gutierre Perez) donación de villas heredades aceñas y yugadas de bueyes y molinos  cuyos beneficiarios eran miembros de una aristocracia media que se situaba fuera del círculo de magnates del Emperador…

¿Cómo se concretan los títulos de alférez o mayordomo de palacio? ¿Quiénes acceden a los mismos? En el S XII el cargo de alférez funcionó como elemento de introducción y consagración de los aristócratas en el círculo de los magnates ocupando ese puesto, los alféreces iniciaban su carrera política en un determinado reinado y se promocionaban en el poder llegando a alcanzar, más tarde el título condal o responsabilidades mayores en el reino tales como el gobierno de territorios por delegación del rey y la participación activa en campañas militares que se definían en su política.

Múltiples ejemplos muestran que los cargos de alférez de palacio y mayordomo del rey fueron ejercidos por miembros de la alta aristocracia, lo cual significaba que la familia gozaba de favor real, lo que podía suponer un progreso en las esferas de poder; algo muy importante en la rivalidad entre familias aristocráticas.

La institución de merino - oficial público que se ocupaba de la administración; la recaudación; y de velar porque se prestasen servicios personales- garantizaba un control más efectivo y directo por parte del rey, se caracterizaba por la movilidad y revocabilidad de los cargos, y excluía de su ejercicio a la aristocracia magnaticia ya que sus miembros pertenecían a una aristocracia local o regional

Asistimos por tanto en la época de Alfonso VII a una evidente y progresiva desvinculación de la aristocracia de los territorios asociados a su título condal. Los condes mantuvieron el título, pero este no se asociaba a un territorio, sino que empezaron a gobernar territorios por delegación regia quienes actuaron en nombre del rey,  ya no como base de su patrimonio condal. Se trata de una reubicación de los condes en el nuevo sistema administrativo que se impone con el desarrollo de la tenencia. Progresan en el poder quienes se sitúan en la gratia del rey y obtienen el favor regio que opera en tanto el rey es depositario de la potestas publica.

El cambio semántico que tuvo lugar desde la época de Fernando I y Alfonso VI – en que merino, tenente, y mandante eran sinónimos – y la época de Alfonso VII en que los merinos pasaban a tener injerencia en el nivel más local o regional mientras que los tenentes, miembros de la alta aristocracia, se ocupaban del gobierno de las nuevas demarcaciones en que ejercían estas funciones delegadas por el rey.

El término tenente figura en documentación que refiere al territorio de León en épocas de Alfonso VII y los territorios de las conquistas realizadas en Al-Andalus sin embargo aparece escasamente en el antiguo territorio asturiano y en Galicia, los cual muestra un reajuste y reconfiguración de poder. 

La coronación imperial leonesa en el año 1135 es narrada en la Chronica Adefonsi Imperatoris  (escrita entre 1147 y 1149) narración que tiene el objetivo de aumentar la fama y el poder del emperador no sólo ante los súbditos sino también ante los principales príncipes de la Península y de fuera de ella. La idea imperial leonesa tiene antecedentes que se pueden rastrear en el S X con Alfonso VI que fue el primero que se intituló Imperator.  Alfonso VII conjugó dos tradiciones: la idea imperial leonesa y la voluntad expansionista de la dinastía navarra. Ejerció una autoridad y un mando sobre el conjunto peninsular gracias a la preeminencia de una mentalidad estrictamente feudal que se impuso a la vieja tradición forjada en los S IX y X según la cual correspondía al reino de León la reunificación de los territorios que habían formado parte del antiguo reino visigodo de Toledo y la ocupación de tierras dominadas por los musulmanes. En esta clave la autora explica la segregación definitiva de Portugal concretada en 1179 – aclarando que el término independencia no es pertinente para este momento- luego de la alianza vasallática establecida por Afonso Henriquez con la Santa Sede en 1143, quien ostentando un poder superior al temporal, colocaría las realidades leonesa y portuguesa en un mismo plano.

Estamos frente a un libro que nos acerca a las formas del poder político en pugna en la Extremadura castellano-leonesa durante el S XII, sus reconfiguraciones permanentes, la concepción de vínculo personal que conlleva a la lealtad – o deslealtad-; la gracia –o desgracia –real; como formas de construcción – pero también de pérdida de un poder que se presenta a todas luces como endeble desde el lugar de la realeza y cuya característica sobresaliente es la competencia inter-nobiliaria por un lado y la búsqueda de ascenso y su convalidación regia por parte de miembros de una aristocracia de rango menor por otro. Valiéndose de un amplio repertorio bibliográfico y de fuentes, la autora fundamenta rigurosamente cada una de sus afirmaciones, y da lugar a la consideración de este libro como un gran aporte para la comprensión y el conocimiento de la historia política española del S XII.  

 

Mariana Della Bianca

                                                                  Escuela de Historia

Universidad Nacional de Rosario

mariannadb.md@gmail.com

 

Claudia Salomón Tarquini; Sandra Fernández; María de los Ángeles Lanzillotta; Paula Laguarda (eds). El hilo de Ariadna. Propuestas metodológicas para la investigación histórica. Prometeo libros, Buenos Aires, 2019 [360 páginas].

 

Cuenta el mito griego que Teseo, hijo del rey de Atenas, partió hacia Creta para matar al minotauro que, encerrado en su laberinto, devoraba periódicamente a siete hombres y siete mujeres jóvenes atenienses. Este objetivo sólo fue posible gracias a la ayuda de Ariadna, hija del rey Minos, que le dio a Teseo un hilo que le permitió adentrarse en los recovecos del laberinto, matar al monstruo, y volver a salir. El hilo se transforma, así, en un símbolo que representa la interdependencia de las cosas, en una guía para seguir, en un camino con indicaciones, en una ayuda. Es en este sentido en el que las dos partes del título del libro que empezaremos a reseñar nos invita a leerlo, como una “guía muy útil para todas y todos aquellos que pretendan iniciar investigaciones” (p. 23) en el campo de la historia.

Las editoras (así como la mayoría de las autoras y autores) del libro provienen del campo de la historia, o sobre este han versado sus producciones académicas.  Con destacadas trayectorias y desde diferentes líneas de investigación, han logrado confluir en esta propuesta que tiene a las universidades nacionales de La Pampa y de Rosario, juntamente con las unidades de doble dependencia UNLPam- CONICET e ISHIR-CONICET, como espacios institucionales de marco.

El libro tiene la virtud de reunir y ordenar de manera breve, concisa y sustancial, las prácticas que hacen al oficio de las historiadoras e historiadores; experiencias que, dicho no sea de paso, hasta el momento no han sido sistematizadas convenientemente, sino de manera dispersa o especializada. Luego de los ya tradicionales manuales que circulan en los profesorados o licenciaturas de Historia de nuestro país, como los de Cardoso y Pérez Brignoli (1981), Moradiellos (1994), Aróstegui (2001), no han aparecido obras de ese cariz (al menos en español), que puedan ser tomados como referentes para estudiar las formas de investigación del pasado.

Pensado para quienes empiezan a transitar la senda de la investigación o de la docencia de la historia, las editoras se proponen construir un manual en el que se desplieguen los métodos y se detallen las técnicas para la indagación historiográfica. De esta forma, el libro se configura como una suerte de bitácora de viaje u “hoja de ruta” a partir de la cual es posible ir trazando un itinerario historiográfico que vaya desde planteos generales sobre la investigación disciplinar al tratamiento de campos específicos. Como las mismas autoras explicitan en la presentación, el texto está dividido en tres grandes ejes, cuya singularidad y riqueza radican en que están configurados a partir de reflexiones críticas y la problematización del quehacer de las historiadoras e historiadores en sus diferentes campos. Así, el eje 1 presenta aquellos “problemas de la investigación histórica” circunscriptos a las relaciones entre epistemología e historia, el tratamiento de las escalas de análisis, los vínculos indisolubles entre docencia e investigación histórica y las novedades que plantean los usos de las nuevas tecnologías en los archivos. El eje 2 despliega las “técnicas cuantitativas y cualitativas” al servicio de la disciplina en varios de los capítulos, refiriendo a obras ya clásicas e ineludibles, como es el caso de los aportes del historiador español Julio Aróstegui o de Cardoso y Pérez Brignoli, ya mencionados, pero incorporando (y creemos es el capital fundamental de este apartado) interpretaciones novedosas, críticas, abordajes de casos, ejemplificaciones y, sobre todo, advertencias y cuidados que se deben observar a la hora de utilizar determinadas técnicas, aspectos que se reiteran en el eje siguiente. El libro se cierra con un último apartado, relativo a los “problemas de análisis de fuentes en campos historiográficos específicos”. Así, el eje 3 recoge artículos que analizan el uso de fuentes en variados campos de estudio del pasado, desde los más conocidos a aquellos que indagan en problemas singulares y categorías analíticas específicas. Consideramos que los aportes más relevantes que se pueden obtener de estos escritos están dados por aquellos aspectos que están presentes casi ineludiblemente en todos ellos: la caracterización e historización del área de trabajo, la referencia a los distintos tipos de fuentes, la importancia de la interdisciplinariedad, la necesidad de triangulación y contextualización de la documentación, los afectos y defectos de la hermenéutica, la importancia de los enfoques: (micro/macro, local/regional/nacional), los alcances, limitaciones y precauciones que hay que tener en el uso de determinadas fuentes y las técnicas seleccionadas para su tratamiento, en especial (sobre todo teniendo en cuenta el objetivo del libro), muchos y variados ejemplos.  Se podría argüir que algunas áreas no han sido tenidas en cuenta, a pesar del vasto territorio que transitan dentro del conocimiento histórico; sin embargo, esto es un hecho entendible, puesto que, como bien advierten las editoras, es imposible admitir todas las líneas de investigación, atender todos los problemas, abarcar todas las fuentes en un espacio limitado, dado el perfil general de la obra. Por tanto, los acentos están puestos en la historia americana y argentina, entre el período colonial y la historia reciente, con una apuesta a perspectivas de análisis renovadas y que tienen a la historia económica, agraria y rural, a la demografía histórica y la historia de la población, la historia de la salud y de la enfermedad, la historia con y de mujeres en perspectiva de género, de las trabajadoras y trabajadores y del movimiento obrero, la historia indígena, religiosa, de la guerra, de la justicia, la historia política-burocrática, de los partidos políticos, de la educación, de los intelectuales, de la prensa y de la música, como sus principales áreas de estudio.

Ahora, nos ocuparemos brevemente de cada uno de los aspectos tratados en los diferentes ejes.

En el capítulo 1, “La ciencia y la epistemología en la vida social”, Fernando Navarro reconstruye el sentido y la importancia de la epistemología para la conformación de las disciplinas científicas, en especial, de la historia. Despliega el tratamiento de diversos modelos epistemológicos que contribuyeron a explicar los posibles vínculos entre ciencia, epistemología y sociedad, como fueron el positivismo, la hermenéutica y la teoría crítica. Analiza con particular importancia el vínculo que la ciencia histórica tejió en diferentes momentos con todos estos paradigmas.

A continuación, Sandra Fernández retoma, en el capítulo 2: “Ver de cerca, ver lo pequeño, ver lo diferente: una cuestión de escala”, una temática que viene indagando desde hace tiempo y que logra sintetizar en torno a tres aspectos fundamentales. En primer lugar, la escala de análisis como problema de la investigación histórica; en segundo lugar, los vínculos entre escala y espacio y, finalmente (y bajo los influjos de la Global History), los debates entre aproximaciones más amplias (nacional), con los niveles microanalíticos (lo regional/local). De todo ello, se señala la importancia de no caer en reduccionismos respecto de las delimitaciones de escalas, de objetos de estudio, puesto que definen la selección e interpretación documental, base del trabajo de la historiadora o historiador. En este sentido, la autora revaloriza la noción de escala y su resignificación para la investigación histórica.

El capítulo 3, denominado “Vínculos entre la enseñanza y la investigación”, presenta la virtud de recoger una preocupación que atraviesa fuertemente las aulas tanto de los niveles medios como terciarios y universitarios. ¿De qué manera redimensionar los conocimientos históricos para que habiliten el pensamiento reflexivo, la elaboración de herramientas de análisis, de habilidades que fomenten en las y los estudiantes “usar evidencia, evaluar interpretaciones y analizar el cambio a lo largo del tiempo” (p. 53)?, se plantean Cristian Guiñez y Laura Sánchez. La propuesta para responder a estas preguntas apuesta a retomar la investigación histórica en el aula y a convertir a los y las docentes en investigadores e investigadoras. La invitación está sujeta a la paridad indisoluble entre enseñanza e investigación, sin perder de vista tampoco que “el proceso de investigación en el aula no es igual a la investigación científica” (p. 55) y que, por tanto, requiere de caminos específicos para trabajar estos contenidos y métodos en las clases de historia.

El eje 1 se cierra con un atrayente artículo de Guillermo Ferragutti y Ronen Man, titulado “Herramientas metodológicas de gestión y búsqueda de colecciones digitales para historiadores”. La lectura atrapa por su dimensión novedosa, puesto que nos introduce (sobre a todo a quienes no somos nativos digitales) a los aportes de la “historia digital”, particularmente en el uso de los archivos informáticos. Desarrollan aspectos relativos a las fuentes digitalizadas, sus repositorios, y sus catálogos de acceso, además de aportar sugerencias para su uso.

Como artículo de inicio del eje 2, Leonardo Ledesma nos introduce al estudio de las características, alcances, ventajas y desventajas de las técnicas cuantitativas. Lo hace, señalando mojones y advertencias importantes para su aplicación: ¿qué es medir?, ¿qué es lo que se observa y se mide?, ¿cuáles son las representaciones de los datos numéricos y cómo se organizan? Por tanto, en “Una aproximación a los métodos y técnicas cuantitativas en la Historia”, el autor reconstruye el valor de las técnicas cuantitativas en relación con sus aportes metodológicos para el análisis de datos, pero siempre reafirmando la importancia de la triangulación de métodos y técnicas de recolección de información e interpretación de documentos.

Fuentes escritas, biografías y fuentes orales corresponden a los capítulos 6, 7 y 8 de este eje. Claudia Salomón Tarquini, en “Análisis documental, observación documental y análisis de contenido”, estudia las características y singularidades de cada uno de estos términos como técnicas de investigación y los aportes del análisis documental como “serie de procedimientos previos a la aplicación de las técnicas” (p. 83). En el texto “Biografía y prosopografía: cuestiones historiográficas y de método”, Ricardo Pasolini reflexiona acerca de la importancia del individuo como agente de la historia y sobre el análisis de la documentación personal, que contribuirían a conformar al género biográfico como entidad epistemológica. Atiende a los tipos de usos biográficos y sus problemas metodológicos. Por su parte, Laura Pasquali nos introduce en el universo de las fuentes orales, desde una particular mirada sensible a las circunstancias que rodean la transposición de la fuente oral a la historia oral. Así, en “El uso crítico de las fuentes orales” reflexiona sobre la historia oral como método, los aportes de la técnica de la entrevista, la construcción de fuentes orales y sobre las discusiones que al interior de este campo de trabajo se vienen suscitando.

El sentido de la vista se aguza en torno a los capítulos 9 y 10, porque tienen a las imágenes, fijas o en movimiento, como objetos históricos de estudio. De esta forma, Paula Inés Laguarda revisa la trayectoria del uso de las imágenes y su implicancia metodológica para el estudio del pasado en “El uso de imágenes en historiografía”, apuntando datos tanto del clásico método iconográfico como de enfoques alternativos. Por su parte, Pablo Alvira hace lo propio en el capítulo “La mirada alerta: notas sobre cine e investigación histórica”, centrándose en identificar las dificultades del estudio del cine como fuente histórica, pero también reivindicando la importancia de investigar en este campo, sugiriendo algunas indicaciones básicas que permitan estudiar críticamente a la producción audiovisual como objeto de la historia. 

Las últimas tres técnicas desplegadas en este eje van desde aspectos disciplinares específicos y sus aportes al campo historiográfico, como el análisis del discurso o el tratamiento del espacio, a la combinación de distintas corrientes de las ciencias sociales, como es el análisis de redes. Es posible indagar el discurso como fuente histórica y las diferentes “perspectivas que pueden orientar el análisis discursivo de las fuentes” (p. 136), en “Qué dice una fuente: los aportes del análisis del discurso”, de Paola Piacenza. En el capítulo 13, “Espacialidad, georreferenciación y sistemas de información geográfica en la investigación histórica”, Marcos Sourrouille y Victoria Pedrotta, abordan los soportes de georreferenciación, sus aplicaciones, usos y perspectivas a partir de los cuales es posible vincularlos a diversos aspectos “ambientales, económicos, sociales, culturales, políticos, entre muchos otros” (p. 158) y, por tanto, colaborar en la resolución de problemas históricos de diferente índole. Por su parte, Julio Vezub en “El análisis de Redes Sociales (ARS) en la investigación histórica”, nos introduce a esta metodología, sus herramientas, conceptos básicos y ejemplos, para demostrar cómo, desde una perspectiva inductiva y atendiendo a una multiplicidad de variables de búsqueda propias de esta técnica, es factible entramar fuentes históricas fragmentadas, incompletas o dispersas.

Para presentar los diferentes capítulos que componen el eje 3, el más extenso del libro, nos limitaremos a comentar muy sintéticamente los tópicos de cada artículo, no siempre siguiendo la estructura organizativa propuesta para esta sección por las editoras. Empezaremos por los dos capítulos iniciales, el 14, denominado “Fuentes y repositorios para la historia económica argentina: una breve síntesis” y el 15, sobre “La historia agraria y la historia rural”. En el primero, Andrea Lluch, introduce los marcos teóricos de los y las historiadores e historiadoras de la economía, dando cuenta de su heterogeneidad, para luego pasar a indagar en los diversos tópicos, los tipos de fuentes con los que trabajan, desde los más convencionales a los nuevos enfoques y novedosas formas de analizar y procesar la información dentro de la historia económica. En el capítulo siguiente, Graciela y Mónica Blanco nos acercan a los enfoques relativos a la historia agraria y rural y sus redefiniciones a lo largo del tiempo en Argentina, como así también a la amplia y diversa cantidad de fuentes para su análisis.

El capítulo “Las fuentes en la demografía histórica y la historia de la población”, realizado por Hernán Otero, atiende al momento y las condiciones de surgimiento y evolución de la demografía histórica en torno a la “nueva historia de la población”. Presenta los aspectos fundamentales que caracterizan a la disciplina, su corpus documental y las complejidades que atañen a su tratamiento. A este trabajo le sigue, en el capítulo 17, el de María Silvia Di Liscia, titulado “Las fuentes en la historia de la salud y la enfermedad”, que revisa cómo a partir de la historia de la medicina fue cambiando el tratamiento de la salud y de la enfermedad a lo largo del siglo XX y bajo el influjo de diferentes ópticas. Esto llevó, según la autora, a que los tipos de fuentes y sus repositorios también sufrieran un proceso de cambio. Es dable señalar las recomendaciones que Di Liscia hace respecto de la especificidad o experticia propia de los documentos médicos y la importancia de su contextualización.

A continuación, encontramos varios capítulos que atraviesan el tratamiento de actores sociales específicos y algunos movimientos sociales con ellos vinculados. Comenzaremos por aquel que trata sobre las “Fuentes y archivos para una historia con/de mujeres en perspectiva de género”, de María José Billorou y Paula Caldo. Las autoras señalan dos cuestiones importantes: por un lado, la necesidad de tomar decisiones teóricas claras para indagar estos tópicos: historia de mujeres, con mujeres, en perspectiva de género, o triangulación de las diferentes áreas de estudio; por otra parte, afirman que en los archivos las mujeres están, solo que invisibilizadas, y para “darles luz” presentan algunos indicadores a partir de los cuales es posible seleccionar temas y documentos para su estudio. Al artículo de las mujeres le sigue el de las trabajadoras y los trabajadores y el movimiento obrero, el capítulo 19, “Las fuentes y los modos de estudio para la historia del movimiento obrero”. Hernán Camarero revela viejos planteos redefinidos sobre el movimiento obrero y la aparición de nuevas problematizaciones, que han reformulado y ampliado las fuentes primarias de la historiografía obrera, aspecto que se detiene a desarrollar, junto con la referencia a diferentes repositorios. Victoria Basualdo hace lo propio en “Fuentes para la historia reciente de las y los trabajadores”, pero dentro de un estatuto epistemológico diferente, que tiene a la historia del presente como clave de análisis, atendiendo, por tanto, a sus propias fuentes, archivos y abordajes metodológicos.

Otro de los actores que se ha “visibilizado” es el componente “indio”, a través del trabajo “Fuentes para la historia indígena: consideraciones para su abordaje”, realizado por Mirta Zink y Anabela Abbona. Las autoras recomponen las viejas y nuevas miradas sobre el mundo indígena, revalorizando la interdisciplinariedad para su estudio y aportando observaciones y recaudos para el tratamiento de sus fuentes. El otro actor analizado es la prensa, por María de los Ángeles Lanzillota, en “Los usos de la prensa en la investigación histórica”, abordaje ineludible, dado el rol sociopolítico fundamental que cumple este medio de comunicación en las sociedades contemporáneas. Presenta las características del medio gráfico, las técnicas para el fichaje, sistematización de datos y la necesidad de atender a interpretaciones convenientes a través de procedimientos metodológicos determinados. Podríamos incluir aquí “Historia intelectual e historia de los intelectuales. Usos de fuentes”, donde Paula Bruno muestra la delicada frontera que distingue a ambas historias, pero a la vez las vincula, abordando las perspectivas de análisis y las fuentes sobre el estudio de los intelectuales, atendiendo a los aportes tanto de la historia como de la sociología.

Las instituciones (la Iglesia, la Justicia, el Estado) están también referidas en este amplio eje, o aspectos que tienen que ver con ellas, como la religión, la guerra, los partidos políticos, la educación, la salud. En “Fuentes confesionales para la historia argentina de fines de siglo XIX y el siglo XX: alcances y límites”, Ana M. T. de Rodríguez y Eric Morales Schmuker indagan en la historia religiosa de nuestro país en ese recorte temporal y las fuentes no confesionales y confesionales para su abordaje. Lo propio hace Alejandro Rabinovich para la historia del conflicto armado, en “Fuentes y archivos para el estudio de la guerra”, como un campo en que el “objeto de estudio lo constituye la sociedad en su conjunto al ser afectada por el fenómeno bélico, y no sólo la institución militar” (p. 243). Darío Barriera y Marisa Moroni abordan la historia de la justicia, atendiendo a categorías conceptuales, consideraciones heurísticas y metodológicas de la práctica judicial y sus fuentes. En “Fuentes Judiciales e historia rioplatense: frente a tu primer expediente”, Barriera apuesta a una propuesta verdaderamente didáctica respecto del uso de expedientes judiciales, al igual que Moroni en “La historia social de la justicia y sus fuentes”, ilustrando su desarrollo con un ejemplo de tratamiento de expediente judicial durante el ascenso del peronismo.

El Estado es otro de los grandes temas, cuyo tratamiento puede desglosarse en los artículos de María Cecilia Bravo, “Fuentes oficiales de gobiernos nacionales y provinciales (siglos XIX y XX)”, y de Stella Cornelis y Mirta Zink, “Documentos oficiales para la historia político-burocrática de los territorios nacionales”. Ambos trabajos apuestan a desentrañar los archivos y sus fuentes en “los grandes sistemas de poder” (p. 269), sus utilidades y limitaciones. Aquí también incluiremos, como parte de estos sistemas de poder, los estudios de Marcela Ferrari y Federico Martocci en “Partidos políticos y fuentes para su estudio”, y de María Esther Folco y Lucía Lionetti, “Las fuentes en la Historia Social de la Educación”. Refieren, en una breve introducción, los estilos de estudio y la renovación teórico-metodológica en el campo de la estasiología y de la historia de la educación; como así también los ejes de investigación, los condicionantes de sus abordajes y las precauciones metodológicas para interpretar las fuentes de las agencias estatales, como así también las particulares, que remiten a esos objetos de estudio. Mención especial merecen los casos concretos que presentan Ferrari y Martocci, al igual que las referencias a las vacancias en el estudio partidario.

Con el capítulo 32, “Una multiplicidad productiva: la música y la investigación”, abocado al abordaje del estudio de prácticas musicales desde una visión determinada de cultura como producción histórica y social, escrito por Ezequiel Gatto, se cierra el análisis de fuentes en campos específicos. Se clausura con este artículo porque desarrolla elementos teóricos y metodológicos que hacen al estudio de una disciplina poco trabajada dentro del campo historiográfico, que difícilmente los lectores encontrarán en otro libro como el que se reseña. Este es, tal vez, el valor agregado de la publicación: cubrir un vasto territorio disciplinar, atendiendo a preocupaciones epistemológicas, pero, sobre todo, metodológicas de cada una de las áreas descriptas y de la investigación histórica en general.

Queremos concluir este comentario bibliográfico volviendo al prólogo del libro, que dejamos para el final porque las palabras tan certeras y concretas de su autora, Susana Bandieri, sintetizan lo que intentamos comentar en esta reseña. ¿Qué destaca la prologuista de la obra colectiva? El esfuerzo por la “sistematización sencilla y accesible sobre las diversas prácticas de la investigación histórica” (p. 22); la reafirmación de la cientificidad de la historia; la importancia de la “reducción de la escala de observación” (de la que tanto han escrito esta autora junto con Sandra Fernández en otras publicaciones), para complejizar los análisis macro; los vínculos entre enseñanza e investigación, sin los cuales es imposible contribuir a desarrollar el pensamiento histórico en las nuevas generaciones; el necesario intercambio entre enfoques cualitativos y cuantitativos; el análisis especializado acerca de los “problemas de los repositorios y de las fuentes diversas en campos historiográficos específicos” (p. 23). Por todo esto, coincidimos con la autora y creemos que estamos ante una síntesis fructífera y renovada de la labor de investigación del pasado.

 

Bibliografía

 

Aróstegui, J. (1995). La investigación histórica: teoría y método. Barcelona: Crítica.

Cardoso, C. y Pérez Brignoli, H. (1986). Los métodos de la Historia. Barcelona: Crítica.

Moradiellos, E. (1998). El oficio de historiador. México: Siglo Veintiuno Editores.

 

María Cecilia Tonon

Facultad de Humanidades y Ciencias

Universidad Nacional del Litoral

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

tononcec@hotmail.com