Una verdad estética para la
teoría de la historia
An aesthetic truth for the theory of history
Escuela
de Historia,
Facultad
de Filosofía y Humanidades,
Universidad
Nacional de Córdoba,
Centro de
Historia Intelectual
Universidad
Nacional de Quilmes (Argentina)
eugeniagay@gmail.com
Resumen
En este ensayo intentamos
proporcionar una definición de la teoría de la historia que contemple su
función como ordenadora y productora de la tradición historiográfica. Mediante
este procedimiento proponemos que, dado el fin de la certeza unánime sobre la conveniencia
del paradigma científico para el conocimiento histórico, es necesario
rediscutir el significado del concepto de verdad que lo subyace. Tal
redefinición se impone debido al carácter identitario que el compromiso con la
verdad comporta para la historiografía, pero resulta incomprensible desde el
interior del paradigma epistemológico. En el sentido de dar un nuevo inicio a
ese debate, proponemos la aproximación estética de la hermenéutica filosófica
como alternativa a la noción de verdad científica de la epistemología.
Palabras
clave: Teoría de la historia; verdad histórica; estética.
Abstract
In
this essay we try to provide a definition of the theory of history that
contemplates its function as organizer and producer of the historiographical
tradition. Through this procedure we propose that, given the end of unanimous
certainty about the convenience of the scientific paradigm for historical
knowledge, it is necessary to rediscuss the meaning of the concept of truth
that underlies it. Such a redefinition is imperative due to the identity
forming character that the commitment to truth entails for historiography, but
cannot be understood from within the epistemological paradigm. With the purpose
of giving a new inauguration to this debate, we propose the aesthetic approach
of philosophical hermeneutics as an alternative to the notion of scientific truth
of epistemology.
Keywords: Theory of history; historical truth; aesthetics.
El
mundo en el que Marc Bloch (1996) escribió su apología de la historia ha
desaparecido. La idea romántica y tranquilizadora de que el historiador, armado
de sus cuadernos y sus lápices, podría dirigirse al archivo para encontrar los
documentos con los cuales responder sus inquietudes se ha transformado en una
ficción tan agradable como inexistente[1].
La expectativa de ver la compleción de los archivos en algún tiempo más lejano
o más cercano se ha esfumado[2],
y la posibilidad de un futuro hipotético en el que el papel desaparece y vastas
secciones del pasado quedan huérfanas de documentación es hoy una realidad
plausible. Junto con la idea del historiador erudito de la Europa de los años
cuarenta, se ha esfumado también la expectativa, contenida en los escritos del
eminente medievalista, de que la sociedad se orientaba inexorablemente hacia
una organización cada vez más ajustada no sólo de sus archivos, sino también de
su presente. La vieja idea del progreso, con la que durante tanto tiempo
discutimos, la idea de que evolucionamos hacia un futuro cada vez mejor (mejor
organizado, mejor distribuido, mejor documentado) parece hoy en día una
antigüedad[3],
como las pirámides o las batallas de elefantes. Se trata de la debacle de toda
una constelación de significados que exceden a la producción de conocimiento,
involucrando a la totalidad del entramado social. Como el propio Bloch, lo que
entendíamos por historia, en su doble aspecto de démarche de la humanidad y de registro[4],
sucumbió a la maldad del siglo XX en las mazmorras despiadadas de regímenes
totalitarios[5].
La
descomunal diversidad de los documentos necesarios para componer cualquier
historia en nuestra era es sólo comparable a la diversidad de temas que la
historiografía explora y a la complejidad del mundo en que vivimos[6],
en términos de comunicaciones, de relaciones, de instituciones e identidades.
Probablemente, la verdad no sea que nuestros testimonios, nuestro sistema
jurídico y nuestros periódicos estén hoy más dedicados al engaño y la
tergiversación que los de antaño, sino que hoy en día sospechamos más, somos
más vigilantes de los intereses que llevan a las personas a realizar
declaraciones en uno u otro sentido, de la escandalosa manipulación de la
justicia, las estadísticas y las declaraciones de impuestos e incluso de los
trabajos pretensamente científicos. Y esto no significa un quiebre entre la
historia que se escribe sobre épocas anteriores y la historia que escribimos
sobre épocas más recientes, sino – una vez más – la completa reformulación de
los presupuestos que sostienen el conjunto de nuestras investigaciones.
Pretender o suponer la honestidad de los testimonios o de las “huellas”, o
incluso la capacidad de identificar fidedignamente las impostaciones como una
de las bases de la historia científica[7]
es, por lo menos, ingenuo. Ni hablar de lo que hoy podríamos llamar “documentos
personales”, en tiempos en que las personas ya no escriben cartas, sino e-mails
o, peor aun, mensajes de texto; ya no escriben en sus diarios, sino en un
“blog” o en su “muro de Facebook”, o Twitter, o Instagram. La propia política,
antes tan oficial y burocrática, puede ser hoy modificada radicalmente por un
comentario en una red social. No existen repositorios capaces de contener esta
clase de información, ni criterios que puedan garantizar la veracidad de los
documentos, y ni siquiera de las estadísticas. ¿Significa esto que debemos
abandonar la pretensión de realizar una historia que los incorpore? ¿Qué ha
quedado entonces, del “oficio del historiador” elogiado por Bloch? ¿Podemos
pensar una historiografía que desista de su compromiso, sin importar cuán
romántico, con la verdad? A pesar de las consideraciones del narrativismo y el
posnarrativismo que así lo consideran,[8]
entiendo que no. Que el compromiso de los historiadores con alguna clase de
verdad pertenece al orden de lo identitario[9].
Tal vez debamos, en cambio, volver a discutir qué clase de verdad esperamos
encontrar.
La teoría de la historiografía es el
terreno donde se cuestionan las verdades asumidas de la historiografía, donde
se discuten las visiones del mundo según las cuales los historiadores realizan
sus trabajos, y la validez de los métodos y presuposiciones conceptuales que
rigen el oficio del historiador en su faceta más técnica. Esto se muestra en
forma de discusiones sobre el carácter del tiempo y sobre las diferentes
concepciones de la memoria; en disquisiciones sobre el carácter de la verdad
que la historiografía es capaz de producir y sobre la realidad del pasado, en
las que se cuestiona, por ejemplo, la opacidad de los mecanismos por los cuales
se conforman y se exploran los repositorios. En cualquier trabajo de
investigación, la reflexión teórica no puede limitarse a la selección de
conceptos aislados o teorías completas a ser aplicadas sobre un territorio
nuevo o sobre un conjunto inexplorado de fuentes. Concebido como un esfuerzo de
investigación dotado de originalidad, un trabajo de interpretación histórica
implica la creación de conceptos y categorías que den forma a una temática de
modo que ésta pueda ser captada, percibida y discutida por la comunidad
intelectual y el conjunto de la sociedad. El trabajo del historiador no se
limita a la descripción y reunión de acontecimientos, sino que siempre pretende
dar un sentido a la realidad y un sentido de la realidad.
Sin embargo, existe un cisma entre las
discusiones actuales, más o menos radicalizadas, en el campo de la teoría de la
historia y la práctica efectiva de la escritura de la historia, que se sostiene
sobre una supuesta autonomía de la práctica con respecto a la teoría. El riesgo
de esta distancia es que la discusión sobre la historiografía vuelva a
colocarse, como antaño, en el lugar opuesto a la práctica, creando una
disociación en lo que debería ser una tarea conjunta de reflexión sobre el
trabajo del historiador[10].
Considerando este panorama, quisiera proponer una reflexión sobre la
relación de la teoría de la historiografía con la práctica de la
historiografía, que se articula sobre la idea de que la búsqueda de la verdad
representa, como ya hemos señalado, un rasgo identitario de la historiografía.
Esto implicará, principalmente, una redefinición del concepto de verdad que
pueda zurcir nuestras discusiones teóricas con aquello que resulta de nuestra
práctica. Propondré, como estrategia, considerar tres dimensiones de la teoría
de la historia, de acuerdo a las cuales podemos organizar el pensamiento para
escapar a las nomenclaturas tradicionales de teoría, metodología, taller del historiador, etc. Estas
dimensiones se pueden enunciar de la siguiente manera: la teoría de la historia
es algo que sabemos; es algo que hacemos y es algo que sucede.
La teoría de
la historia es algo que sabemos.
Desde sus orígenes griegos, los
historiadores han tratado de definir lo que hacen de acuerdo con ciertos
parámetros, que diferencian su esfuerzo de otras actividades de producción de
significado. Heródoto lo hizo, y también Tucídides. La historia consistía
entonces en permitir que los líderes y los pueblos aprendieran de sus errores y
victorias pasadas, evitar que las grandes hazañas de la humanidad cayeran en el
olvido, y enseñar moral y ética a las generaciones venideras. Cicerón ponderó a
la historia como magistra vitae,
Nicolás Maquiavelo como medio para elevar a la ciudad y Francesco Guicciardini
como garante del verdadero poder político.
Durante los siglos XVIII y XIX, cuando la historia se
construyó como una disciplina científica, historiadores y filósofos como
Giambattista Vico, Johann Gottfried Herder, y Leopold von Ranke, intentaron definir los rasgos
esenciales de la disciplina para ordenarla dentro del conjunto de las
disciplinas científicas que disputaban, entonces, su autoridad. Definieron sus
métodos y procedimientos, describieron el tipo de conocimiento que podría
producir y la verdad que podríamos esperar de ella. Afinaron el apartamiento de
la historia respecto del resto de las humanidades, definiéndola como la
disciplina que se ocupa con el mundo “real”, aquella que posee un mayor
compromiso con el progreso y la razón de la humanidad[11]. Se
establecieron temas y objetos de la historia, así como las líneas generales a
lo largo de las cuales debía desarrollarse. En ese sentido, estos intelectuales
también establecieron el propósito de la historiografía en línea con otras
disciplinas de conocimiento práctico para el mundo real, como la política y la
economía, mediante las cuales los Estados podían imponer la voluntad de
poblaciones enteras, supuestamente en interés del progreso. La historia quedaba
así firmemente atada a la construcción de la comunidad nacional[12].
El siglo XX vio las redefiniciones más vertiginosas e imprevisibles
para la historia. A principios de siglo, la historiografía todavía se concebía
como el medio principal para construir una identidad común a partir de la cual
las estructuras gubernamentales podrían cimentar su autoridad y construir
consenso. Pero también fue tomada por diversas minorías como un instrumento
para afirmar su independencia de tales órdenes, o su voluntad de cambiar el
orden establecido, de barajar y dar de nuevo. Trabajadores, mujeres, pueblos
colonizados produjeron nuevas concepciones de la marcha de la historia, que no
solo los incluían, sino que también los colocaban en una posición clara dentro
de la disputa por el poder[13].
Desde esas periferias, se cuestionó la metodología de la historiografía y sus
fuentes privilegiadas, y la narrativa tradicional, producida desde la
perspectiva del vencedor, o del centro, o desde arriba, lo cual forzó a una
reescritura casi completa del pasado.
Y después de las dos grandes guerras, la historia, sin importar cuán
criticada y sospechosa, fue nuevamente convocada para reconstruir el consenso
social necesario para vencer el terrible golpe asestado a la humanidad por su
propia atrocidad. Una vez más se redefinió en forma y propósito, para enfrentar
el nuevo desafío: el de comprender un mundo cada vez más intrincado y
peligroso, en el que actuaría ya no como maestra, sino como juez del carácter y
la moral. Para hacer esto, se instó a los historiadores a despojarse de su partidismo,
a evaluar los asuntos desde el templo sagrado de la objetividad y a atenerse a
los hechos. La asepsia en la recopilación de pruebas y la compostura en la
interpretación se establecieron como base teórica de una reparación justa de
daños a escala global, y las universidades se erigieron como vigilantes de
afirmaciones inconsistentes. Mediante ese movimiento, las narrativas producidas
fuera de los círculos académicos (por sobrevivientes, perpetradores o víctimas)
fueron relegadas como una forma menor de comprensión, menos sofisticada y más
peligrosa, clasificada bajo la rúbrica de “memoria”[14]
y, por lo tanto, considerada como un conocimiento subjetivo e inapropiado para
la tarea, que en el mejor de los casos podría ser utilizada como fuente para un
conocimiento que la profesión historiográfica pudiera considerar como válido.
Lo cual resulta tanto más significativo si pensamos que historiadores que
escribían solo algunos años antes, como el propio Marc Bloch (1996), de hecho utilizaban “historia” y
“memoria” casi como sinónimos intercambiables.
Esta apuesta por la reconstrucción
de un mundo capaz de sanar sus heridas y aventurarse a un futuro común resultó
en una conservación del sacudido paradigma científico, y coincidió, como en
muchos otros momentos de la historia de la historiografía, con la política de
la construcción de la identidad nacional[15].
La redefinición de las formas y las metas del esfuerzo de conocimiento de la
historiografía en la segunda mitad del siglo XX participó plenamente del
espectro de sentidos con que se trabajó por la reconstrucción de los lazos
sociales violentamente destruidos por guerras civiles y regímenes totalitarios,
mediante la ponderación de la democracia liberal como principal ordenador[16].
En otras palabras, el proyecto científico y el proyecto liberal pertenecen al
mismo universo ideológico y pragmático, y se cimientan mutuamente.
El fundamento de la idea de progreso que subyace tanto al proyecto político como al proyecto de
conocimiento actuales reside en dos presupuestos temporales esenciales: por un
lado, la idea de un pasado terminado, que puede ser evaluado y juzgado y, por
otro, la ponderación del futuro abierto e indeterminado como aquello que
completa las “fallas” o ausencias del presente. La ruptura entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa que Reinhart
Koselleck (1993) identificara en el famoso Sattelzeit
del siglo XIX europeo y cuyo rendimiento cautiva hoy a una porción nada
despreciable de historiadores, pertenece más bien al momento de reconstrucción
en que el historiador escribiera sus interpretaciones y es, más que una
descripción del mundo, primordialmente la revalorización de un proyecto. En
otros términos, la idea de romper con un pasado que pasa al terreno de lo ajeno
y contar con un futuro tan extendido como indeterminado, responde más a la
descripción del proyecto político que a la descripción por así decir “factual”
de la Modernidad[17].
El conocimiento actual, que sigue alentando activamente ese proyecto, continúa
presentándose como un conocimiento que se asume humildemente parcial o
defectuoso, y cuya consumación se encuentra en un futuro que promete mejores
instrumentos de observación y medición, y mejores técnicas de extracción y
conservación. De ese modo la compleción, esto es, la “totalidad” o
“universalidad” necesaria al paradigma científico en que se reconoce la
historiografía, se concreta en un acto tan imaginativo como proléptico. La
vinculación entre nuestra concepción del conocimiento y el proyecto liberal[18]
aparece también aquí: la promesa del capitalismo globalizado, expresión
contemporánea del liberalismo, se articula sobre la necesidad de ahorrar hoy
para prosperar mañana. De ese modo, la “ganancia” obtenida mediante las
privaciones impuestas siempre resulta postergada[19]:
la compleción del proyecto liberal siempre se ubica en su proyección. El futuro
debe permanecer abierto e indeterminado. De la misma manera, la verdad total de
la historia reside en la agregación acumulativa, futura, de cada vez más puntos
de vista. Es así que podemos afirmar, como hicieran ya “los modernos” frente a
“los antiguos”, que conocemos hoy más y mejor que ayer, pero seguramente menos
que en el futuro.
Y aquí estamos.
Puede que muchos no estén de acuerdo con esta rápida descripción de la
historia de la historiografía, y eso está bien, ya que sólo pretende señalar un
punto: estas y otras muchas transformaciones teóricas, componen la memoria disciplinar de la
historiografía. La historia teórica de la historiografía es inseparable de los
debates historiográficos sobre eventos y procesos particulares producidos en y
sobre su terreno, y produce teoría en su propia marcha, ya que supone una
reexaminación constante de la validez y de la productividad de los principios
que rigen dichos debates. Esto es, evalúa su pretensión de verdad.
A pesar de las muchas variaciones locales y preferencias personales,
esta memoria se alimenta a todos los estudiantes universitarios que se
especializan en historia. Lo que es más, esta tradición teórica común, con sus
idas y venidas, y no un conjunto de procedimientos estandarizados que podrían
considerarse específicos y diferenciarla de otras disciplinas, es lo que define
nuestro trabajo como historia propiamente dicha, incluso si nuestros objetos de
estudio a menudo están más relacionados con la política, la economía o la
cultura, el arte o cualquier otra cosa: la identidad de la historiografía se
construye históricamente. La forma histórica de comprensión se define por
nuestra consideración y ponderación, ya sea con más o menos conciencia, de
estas muchas definiciones de la historia. Por eso los historiadores
profesionales no detentan la exclusividad de la interpretación histórica, que
está presente en cualquier esfuerzo de interpretación que considere y
actualice, en su interpretar, dicha memoria.
La teoría de
la historia es algo que hacemos
Como disciplina establecida que se enseña en las universidades, estas
teorías de la historia componen la estructura sobre la cual se espera que
estudiantes y profesionales contribuyan con su investigación. La
profesionalización iniciada en el siglo XIX significó el desarrollo de un
código común para la comunidad de historiadores, apoyado en una red de
revistas, más o menos prestigiosas, instituciones de financiación, cátedras
universitarias y cursos, donde se organiza y articula el debate
historiográfico. La globalización del código común para un campo trasnacional
de la historiografía se desarrolló bajo la idea de la revisión por pares y del control de las interpretaciones aceptadas
en subcampos cada vez más diversos, cada uno con sus propios métodos, temas,
debates, lenguajes y conceptos. Hay un formato acordado que se debe dar a las tesis,
artículos, libros, e incluso ensayos, si se pretende que se publiquen en los
vehículos internacionalmente reconocidos para los debates de la disciplina, o
que sean aceptados en conferencias y reuniones. Aunque así se presenta, este
formato excede el objetivo de establecer un estándar de calidad para nuestro
trabajo: expresa una concepción de la historia, un estado de la discusión y el
lugar relativo que ocupan las diferentes ideas de lo que constituye el
conocimiento histórico. Históricamente, el
establecimiento y la delimitación del campo, y su globalización, han ido de la
mano, definiendo unos parámetros más o menos comunes, que se reproducen tanto
en los debates locales como en los internacionales[20].
A través de estos mecanismos, la teoría de la historia – que también
podría construir una memoria propia recurriendo a la veterana tradición de
reflexión sobre la historia de innumerables pensadores – se constituyó en uno
de los subcampos de la historiografía. Trata y enseña diferentes entendimientos
y configuraciones de la tradición que describimos en el apartado anterior.
Organiza herramientas de comprensión según su uso, significado, historia o
adscripción política y funciona a nivel normativo, proponiendo estándares para
el conjunto de la disciplina[21].
Sin embargo, la mayoría de estas normas y estándares no son consideradas
importantes por los historiadores que trabajan con la historia “propiamente
dicha” (no teórica), por lo cual la teoría de la historia se ha convertido en
algo que hacen los filósofos, no los historiadores[22].
Y este es un problema, no porque los teóricos sepan más que los “historiadores
propiamente dichos”, sino porque los dispositivos que se esfuerzan por hacer
visibles, así como las normas que establecen, están en funcionamiento en cada
trabajo historiográfico, no importa cuán objetivo, científico, aséptico o
incluso políticamente correcto pretenda ser. Esto es, por más reparos que los
historiadores puedan oponer a la teoría, no es posible articular una
interpretación coherente respecto de un episodio determinado sin movilizar
presupuestos teóricos[23]. Y la teoría está en funcionamiento no solo a la hora en
que el historiador se sienta a escribir, sino también en todos los mecanismos
de construcción del campo, porque es lo que construye el argumento de verdad que
los sostiene: el otorgamiento de financiamientos para la investigación, la
evaluación de publicaciones, la construcción de cátedras en las universidades,
la definición de áreas estratégicas, etc., dependen de que el argumento de
verdad de la investigación en cuestión sea aceptado como válido.
En
los últimos cincuenta años, la
teoría de la historiografía ha experimentado una
transformación fundamental,
enriqueciendo sus discusiones mediante el acercamiento a diversas
disciplinas,
e inclusive cuestionando la división disciplinar tradicional,
proponiendo
generalizaciones teóricas que han sido denominadas
“transdisciplinariedad”,
“interdisciplinariedad”, “genealogía” o
“globalización”. Simultáneamente, se ha
diversificado en campos cada vez más especializados, como la
historia
intelectual, la historia conceptual, la historia espacial y
poscolonial, o los
estudios de memoria, entre otros. Además de estos movimientos de
contracción y
expansión del campo específico, la profesión
histórica en general ha experimentado
discusiones teóricas transversales, a veces designadas
“giros”[24].
Esta denominación hace referencia a discusiones enfocadas en diferentes
problemáticas teóricas que modifican, o establecen criterios normativos según
los cuales debería revisarse la práctica del historiador, como el giro espacial[25],
el giro moral[26],
el antropoceno[27],
el giro hermenéutico o el giro experiencial[28].
Más allá de las denominaciones particulares que pudiera asumir, la discusión
actual parece dirimirse entre aquellos que proponen reconocer el carácter
necesariamente político de la investigación y aquellos que sostienen la
necesidad de retornar a un ideal de investigación objetiva[29],
ambos sobre el trasfondo de la sacudida producida en el campo de la producción
de conocimiento por la secuencia de desastres históricos del último siglo.
De modo que, desde la teoría, podemos organizar y analizar estas
estructuras y dinámicas, rastreando nombres, instituciones y discusiones. Al
hacerlo, tomamos posición respecto de la validez del argumento de verdad de
cada propuesta. Esta valoración se realiza, principalmente, a través de la
selección que hacemos de corrientes historiográficas significativas, y por
medio de la forma en que las organizamos. Sin embargo, las valoraciones respecto de la validez y la
efectividad de cada teoría no siempre llevan explícitos los presupuestos a
partir de los cuales se realizan, situación que se da especialmente cuando la
valoración se enmarca en el paradigma científico, que se supone aséptico y
normativizado.
Veamos un ejemplo concreto. En 1972, el historiador Alberto Pla señalaba que las líneas
representativas de la historiografía eran muy escasas, y destacaba la
existencia de dos grandes corrientes en las cuales podía enmarcarse la mayor
parte de los trabajos historiográficos. La primera era una historiografía “que
estudia el acontecimiento en sí mismo y cuyo centro de estudio ha sido y es la
historia política, la epopeya del héroe nacional, los grandes hechos heroicos”.
La segunda se posicionaba en un tiempo largo braudeliano, y entendía la
historia “como un conjunto de elementos (…) que deben ser armonizados en el
lento cambio de las estructuras” (Plá, 1972: 9-11). La primera era denominada
la “línea liberal de la historia tradicional”; y la segunda, historia económica
o social, cuyo origen rastreaba Pla hasta el pensamiento marxista
(Plá, 1972). A diferencia de la mayoría de los esfuerzos de clasificación, en los
que las especificaciones sobre las preferencias del autor brillan por su
ausencia, Pla explicita que la selección se realiza desde una perspectiva
marxista, en una sociedad “desgarrada por la crisis social más impresionante de
su historia”, en la que el “manejo del pasado” responde tanto a cuestiones
científicas como políticas.
Político o no, Pla no es el único historiador argentino de la época
que adhirió a la corriente de la historia social. De hecho, podría decirse que
tal corriente historiográfica acabó por convertirse en la ortodoxia en estas
latitudes. Silvia Sigal, por caso, identifica para los años 60 una
historiografía relacionada con la línea “Mayo-Caseros”, que se opone a la historiografía
de la “Renovación” posperonista (Siga, 1991), de corte netamente annalista, y abrazada por los
historiadores más significativos de la época, como Emilio Ravignani, José Luis
Romero o Tulio Halperin Donghi. A su
vez, en la medida en que estos últimos historiadores, referencias del campo,
articularon sus discursos historiográficos en el lenguaje de la historia
social, y con ese mismo ideario fueron protagonistas del establecimiento
institucional de la disciplina, la historia social pasó a ser relacionada
directamente con la profesionalización de la historiografía (Miguez, 2006). Esa
relación entre historia social y profesionalización, que se extiende y se
reafirma con el retorno de la democracia en 1983, coloca a los métodos y
objetivos teóricos de la historia social como el punto de comparación con el
cual se evalúa la efectividad y la validez del resto de las teorías
historiográficas en circulación. Al observar este debate más de cerca
percibimos, sin embargo, que aunque se identifique a los historiadores sociales
como opositores a la línea “Mayo-Caseros”, y si bien hay una ampliación hacia
aspectos económicos y sociales, lo que continúa explicándose es en definitiva
el camino que llevó de Mayo a Caseros[30].
En este ejemplo, y a pesar de que las interpretaciones están más cercanas de lo
que quisiera admitirse, la historia social aparece frecuentemente como el punto
final de una evolución de la historiografía[31],
en vez de ser señalada como una corriente historiográfica entre otras. Pareciera
que se confunde la denominación “historia social”, que corresponde a un conjunto
discreto de argumentos de verdad y de metodologías, con la “historia de la
sociedad”, esto es, con la ampliación del espectro de interés de la
historiografía desde lo estrictamente político o heroico, al conjunto de la
sociedad. Como una de las consecuencias de esta preponderancia (¿podríamos
decir hegemonía?) teórica, podemos señalar el desprestigio, muchas veces
acrítico, de las teorías a las cuales se opuso o se opone la historia social
europea o vernácula, como por ejemplo el historicismo[32],
la hermenéutica o la historia filosófica, que se descartan como teorías
demasiado antiguas, demasiado poco científicas o simplemente pasadas de moda.
Un buen ejemplo de
un debate internacional que contribuyó a lo que más arriba identificamos como la globalización del campo es lo que algunos historiadores
han llamado “el canon del Holocausto”, algo que quisiera describir no como un
conjunto de autores o temas[33]
sino, desde el punto de vista de la teoría, como una constelación de
significados, que movilizan conceptos como la retórica del silencio, el mito de
la Stunde Null, la dialéctica de los
dos demonios, la alegoría del líder desquiciado
y de la población cautiva y el trauma. Nacidos de la respuesta de los
historiadores alemanes enfrentados al descubrimiento de los crímenes del
nazismo, estos arquetipos parecen repetirse en la explicación o, mejor dicho,
en el encuentro, con “pasados que no quieren pasar”[34].
Al igual que en el
caso de la historiografía argentina de los años 60 que discutimos anteriormente,
debemos comprender que tales arquetipos no son un mero asunto formal, pues no
hay “asuntos meramente formales” en la historia, en la medida en que la forma
de la mediación histórica es constitutiva del contenido mediado. Esto es, la mediación
consiste en el montaje de una serie de correlaciones que conforman el argumento
de verdad, y cuyo resultado es la indisociabilidad entre datos y argumento. La
apropiación de estos conceptos tampoco es una respuesta por ventura natural
a las rupturas violentas del vínculo social en general, como algunas teorías – la del trauma, por ejemplo – parecen sugerir. Estos
arquetipos se toman expresamente, por vía de diversos procedimientos
teórico-metodológicos – como la comparación o la conceptualización de la experiencia
– como un conjunto de herramientas que se pueden extrapolar de su ámbito
original, y traducir a experiencias locales. Dicho procedimiento implica, de
por sí, una aceptación de los postulados de la historia científica[35].
Y si bien esto puede ser posible, e incluso productivo en algunos casos,
importa reconocer que la extrapolación de una teoría sin su referente supone,
en sí, una serie de decisiones teóricas y políticas diseñadas para lograr un
cierto consenso en cuanto al significado de lo narrado, sea dentro de la comunidad
historiográfica o en una comunidad más amplia. No es lo mismo, para poner un ejemplo muy simple,
calificar a una interrupción del orden constitucional como “revolución” o como
“coup d’Etat”, a una insurgencia como “resistencia” o como “subversión”,
o al mandato de un grupo político al frente del Estado como “administración” o
como “régimen”. Estas denominaciones, que son conceptos teóricos que establecen
sentidos y relaciones con otros eventos que también proporcionan significado,
expresan los consensos políticos de la comunidad de intelectuales en la que son
movilizadas. Para este caso particular, como ya hemos esbozado más
arriba, cada narración historiográfica de una ruptura violenta del vínculo
social parece venir acompañada de un retorno a la fe en la objetividad
científica, una restitución de la linealidad del tiempo, de la organización de
eventos en una oposición dualista y de la confianza en la concepción
tradicional de la distancia histórica como hiato entre pasado y presente. Estos
no son supuestos teóricos menores, y tienen consecuencias teóricas y políticas
muy significativas para todos los involucrados en cualquier conflicto que, por
cualquier razón, debe o no debe
transformarse en pasado[36].
Estos dos ejemplos permiten, por un lado, acercarnos a
la idea de que las narrativas
historiográficas requieren consenso político con respecto a lo que puede y no
puede decirse, sea dentro de la comunidad de historiadores académicos o en el
escenario más amplio de los sectores que tienen intereses en dichas narrativas[37].
Por otro, plantean la necesidad de una conciencia más profunda, por parte de
los historiadores, de que es necesario considerar el impacto posible de sus
afirmaciones, además de considerar su veracidad. Sin embargo, en la práctica y
más allá de toda prudencia, en las construcciones teóricas que montamos al
escribir, sucede como en el resto de las acciones de los hombres y mujeres en
la historia, y como lo describiera Reinhart Koselleck (1993) con la frase “En la historia
sucede siempre más o menos de lo que está contenido en los datos previos” (p.
248). Y esto me lleva al apartado final.
Algo que
sucede.
“El objeto es la continuación del
sujeto por otros medios”[38]
Una tercera
dimensión de la teoría histórica se define mejor por una frase del filósofo
Hans-Georg Gadamer (2005) en el prólogo a la segunda edición de su Verdad y Método. En ese trabajo, Gadamer
definió su interés por la comprensión como “no lo que hacemos o lo que debemos
hacer, sino lo que ocurre con nosotros por encima de nuestro querer y hacer”
(p. 10). La afirmación de Gadamer significa que, en forma similar a la manera
en que la filosofía kantiana describe la percepción del gusto (Kant, 1922), la
comprensión precede a cualquier intento de aplicar sistemáticamente las
herramientas para comprender que hemos adquirido y construido. En cierto modo,
lo que nuestras herramientas y métodos nos permiten hacer es volver a
describir, esto es, narrar nuestra comprensión, de una manera que pueda ser
entendida y discutida por el resto de la comunidad. Ahora bien, si entendemos
que no es posible ejercer un control absoluto sobre nuestras acciones de
comprensión, como reza la frase de Gadamer, mal serviría al propósito de la
verdad histórica una teoría de la historia que hiciera como si[39]
la indeterminación que habita la comprensión no produjese sentido.
Nuestra
comprensión es así un elemento nuevo introducido en el mundo, que es comparable
en muchos aspectos a la producción de una obra de arte y definitivamente
diferente de una prueba científica. Al entrar en contacto con un fenómeno,
interpretación o argumento nuevo, toda la constelación de experiencias del
historiador, que no se limita a lo que llamamos experiencia “personal” o
“directa”, sino que involucra sus lecturas, ideas de historia y tiempo, su
opinión sobre la validez de la ciencia, los conceptos en los que se basa para
entender el mundo presente, pasado y futuro, sus análisis políticos, sus
proyectos, e incluso la literatura que lee, se ponen en juego simultáneamente
en una única intuición (Gadamer, 2006). Esto es, cada situación, corresponda al
orden temporal al que corresponda, se nos presenta como un todo, y no fibrilada
en parcelas discretas: se trata de un movimiento mejor ilustrado por el momento
en que un artista mira su pintura y decide que está terminada, aunque una vez
alguien dijo que las obras de arte nunca se terminan, sino que se abandonan –y
esto también es una buena descripción del trabajo del historiador, a riesgo de
caer en el problema borgiano de la representación total[40].
El resultado de
este principio, que es el fundamento estético que Gadamer propone a los
historiadores, es que la mediación operada por los historiadores no se limita a
la introducción de conceptos, interpretaciones y de una estructura narrativa
para dar forma a unos “hechos” previamente establecidos, obtenidos de una realidad supuestamente autónoma. En
otras palabras, la mediación historiográfica no es una operación de aplicación
que se cumpla en el momento de transmitir los resultados de la investigación.
Más bien, cuando decimos que los historiadores dan sentido a la realidad,
estamos diciendo que todo este complejo de dispositivos más o menos
voluntarios, más o menos aprendidos, está en acción desde el comienzo de la
investigación histórica. Los resultados que podemos producir en el camino de la
investigación se modifican y adquieren nuevos matices en la medida en que
reconocemos que este conjunto inicial se modifica y va trazando una dirección –
que es otra acepción de la palabra “sentido” – para la investigación.
En esa misma
línea, la concepción estética nos advierte que los historiadores no hablan sobre
un pasado previamente definido, sino que en realidad negocian, proponen y
definen continuamente la línea que delimita aquello que debe considerarse
pasado, esto es, construyen un ordenamiento temporal, a partir de su
perspectiva. Y si es cierto que no hablan sobre un pasado establecido a
priori, también es cierto que hablan, en cambio, con el pasado a cuestas,
es decir, cargados con la marca indeleble de sus convicciones adquiridas en el
acto de definición de ese pasado. Esta marca permanece integrada en sus
interpretaciones, de modo que es imposible separarla de la realidad que se
narra, sin desmerecer por eso la seriedad y el cuidado metodológico que el
historiador pueda desplegar. Considerando esta proposición, sería un error
pensar solo la etapa de “presentación de resultados” como la fase de
interpretación de la historiografía, que se apoya sobre un conjunto de hechos,
estos sí, reales y objetivos[41]. Una teoría de este tipo olvidaría que la elección de un
tema, su formulación y la selección y organización de “fuentes” y teorías para
respaldar nuestro argumento también son producto de una comprensión de cómo son
o deberían ser las cosas, de una mediación, que ya está en funcionamiento
cuando algo aparece ante nosotros como
un problema, como algo que requiere
tematización. Sería ingenuo imaginar que, con el reconocimiento de la
naturaleza constructiva de nuestro trabajo, viniera también la ilusión de
poseer la capacidad de controlar todos los aspectos de la añadidura que el
entramado (la organización en una trama) conlleva, pues reconocemos que el acto
del entramado comienza mucho antes de expresar nuestros resultados en palabras[42].
Este último fue el
sueño de la objetividad que dominó el siglo XX[43], y
especialmente del subcampo de la historia social en tanto que se consideraba
historia científica, por oposición a un historicismo meramente idiosincrático[44].
Fue, junto con la presuposición de la linealidad del tiempo, uno de los
fundamentos de la permanencia de la idea del progreso del conocimiento,
mediante la cual se depositó la fe en un futuro donde, a través de una
investigación con mejores técnicas, más controlada metodológicamente y más
profunda, la verdad finalmente se abriría paso, atravesando el medio (o el
vehículo) del lenguaje y quedando expuesta en su transparencia, como lo
describe el ángel – caído – de la historia de Walter Benjamin (1973)[45].
Uno de los
dispositivos más eficaces de que se ha servido el paradigma científico para
cimentar su hegemonía consiste en negar la existencia de una discusión entre
diferentes formas de la verdad. Boaventura de Sousa Santos (2009) se refiere a
esta forma de pensar el conocimiento como “abismal”, y afirma: “En el campo del
conocimiento, el pensamiento abismal consiste en conceder a la ciencia moderna
el monopolio de la distinción universal entre lo verdadero y lo falso, en
detrimento de dos cuerpos alternativos de conocimiento: la filosofía y la
teología” (p. 162). Se trata del mecanismo que De Sousa define en otro lugar
como “epistemicidio”, que consiste en negar entidad a cualquier forma
no-científica de la verdad.
Dentro de esta
idea general de De Sousa, propongo substituir a la teología por la estética, la
cual, entendida en su amplitud filosófica, engloba al pensamiento y a la verdad
religiosa[46],
y tiene la virtud de poner de manifiesto existencias que se encuentran allende
la línea que el paradigma científico traza entre lo verdadero y lo falso. Esto
quiere decir que, además de la “verdad revelada”, que en algunos casos sí ha sido
parte de la verdad aceptada dentro de las fronteras del paradigma científico,[47]
la estética – en los términos planteados al inicio de esta sección – nos
permite el acceso, por ejemplo, a la verdad sentida, intuida[48]
y creada; abre las puertas a la verdad de lo sublime, en su acepción de aquello
que excede la capacidad del entendimiento conceptual (Kant, 1922)[49].
La estética, sin
embargo, no goza de buena reputación entre los historiadores científicos[50],
y suele ser identificada con su opuesto complementario en el mejor de los
casos, esto es, como lo que recae en el orden de la invención, del
embellecimiento o de la ornamentación, cuando no con el significado más pueril
y despectivo del concepto de retórica, esto es, de la argumentación
maliciosamente engañosa. El concepto de lo estético que intentamos movilizar
aquí apela, por el contrario, a la capacidad creativa que se despliega al
producir una interpretación a partir de elementos percibidos, o al
aprehenderla. Se trata de esa facultad que Immanuel Kant identificara
tradicionalmente con la imaginación, aunque aquí propongamos, además, volver a
reunir a la imaginación reproductiva y a la imaginación productiva que este filósofo
tan hábilmente separara[51].
De hecho, quisiéramos proponer que el “epistemicidio” antes mencionado
constituye un producto de esta división entre “reproducción” y “creación”, que
traza la frontera última entre el conocimiento científico, (o la episteme)
y la tierra sin ley de la doxa.
De Sousa (2009) ayuda
nuevamente a comprender este mecanismo al describir el caso de las fronteras
establecidas por las autoridades nacionales, que delimitan un espacio de
aplicación del derecho, fuera del cual rigen normas diferentes, o no rige
ninguna. El otro lado de la frontera o la propia zona de frontera, suele ser no
solo el territorio del desorden, sino también del abuso de autoridad, porque se
encuentra fuera de, o en el limbo del espacio de aplicación de la ley y, por lo
tanto, del castigo a los abusos. Como con las fronteras espaciales sucede con
el conocimiento: se supone que aquello que se encuentra más allá de la frontera
de lo que es “científicamente cognoscible” recae en la categoría del “todo
vale”. Esta ha sido la reductio ad
absurdum con la que se ha descartado todo tipo de verdad histórica que no
se pretenda científica, pues se le adscribe un relativismo absoluto, con la
consecuente carencia de valor de verdad. Asimismo, la cientificidad del
historiador se mide, en general, según su apego a los documentos. Pero si el
trabajo del historiador no es previsible – esto es, definible a priori
–, ni genera resultados universalizables – esto es, la posibilidad de
extrapolar una explicación para aplicarla a situaciones similares –, ni
reproducibles – esto es, pasibles de ser repetidos para comprobar que el
resultado es el mismo –, si todos los datos son opacos, manipulables, parciales
y en consecuencia necesitados de interpretación heurística; si las
interpretaciones sobre los mismos documentos pueden muchas veces ser
diametralmente opuestas, entonces la verdad histórica debe descansar en otro
lugar que no es la evidencia documental, a pesar de que ésta sea fundamental
para construirla, en la medida en que conforma nuestro universo tradicional de
sentido.
De acuerdo con lo
que se ha dicho anteriormente, me gustaría proponer que la verdad última de la
historia se asienta sobre una experiencia diversa y particular, pero
compartida. La experiencia, sin embargo, aparece como otro concepto problemático
para el paradigma científico[52],
desde el cual también se ve separada por una frontera. De un lado, aparece la
experiencia que es sinónimo de experimento, que es preparada a partir de
protocolos regulados, y que produce resultados que se consideran
epistemológicamente válidos. Del otro, la experiencia como dato “puro” de la
realidad, que se identifica con lo personal, carece de la verificación
necesaria y por lo tanto se considera subjetiva y parcial. Esta división, como
otras que hemos señalado, prefigura un sentido de la interpretación que obtura
otros significados posibles. Por eso, no queremos rehabilitar aquí la
experiencia como experimento, que no tiene lugar en disciplinas como la
historiografía, pues como ya hemos establecido, este procedimiento resulta
imposible de implementar. Tampoco se trata de la experiencia de los hechos en
sí mismos, que sí posee más presencia en las formulaciones teóricas
historiográficas, porque sabemos muy bien que, incluso al observar la misma
escena actual, las interpretaciones de los observadores variarán inevitablemente[53].
Por lo tanto, no proponemos una especie de verdad consensual, ya que, entre
otros problemas, la verdad consensual implicaría la equivalencia de las
percepciones de aquellos que participan en el debate (a la Habermas)[54],
o el supuesto de una agregación acumulativa de perspectivas.
Por fuera de estas
divisiones clasificatorias, pensamos en la experiencia que se constituye al
leer, ver, votar y estudiar, además de caminar en el mundo: de formar parte de
una tradición con la que podemos estar de acuerdo o en desacuerdo en diferentes
momentos, en situaciones específicas y en diversos niveles. Esta experiencia es
definida por la tradición humanística como formación[55],
y describe tanto un proceso – el formarse – como un estado – la percepción
actual del mundo en función de la experiencia de formación presente. La
tradición compone el horizonte de sentido dentro del cual podemos pensar el
mundo[56].
Por supuesto, la apropiación de, y la disputa por la tradición no es igual para
un académico de la ciudad más rica de Europa o para el profesor de una
universidad africana, para un profesor universitario o para un estudiante de
primer año de la universidad, o para una mujer. Los “hechos” aparecerán bajo
luces muy diferentes según el lugar desde dónde estamos leyendo y, en tanto que
realicemos una lectura propiamente histórica de la teoría, debemos considerar
esta alteridad cuando juzgamos la verdad propia de las posiciones teóricas
propias y ajenas. Esto no
significa que podamos afirmar cualquier cosa. En cierto modo, significa todo lo
contrario: significa que es un error separar el mundo vivido del mundo
aprendido, esto es, dividir la experiencia de descubrir el mundo en función del
soporte en que se presenta.
El hecho de que
ciertos argumentos se sostengan incluso en estas condiciones tan improbables,
incluso si se producen fuera de los estándares académicos, es una prueba más de
que la verdad histórica, que nunca es estable, nunca es indiscutible, nunca es
una “cosa”, no es equivalente a la “correspondencia con los hechos”. Y eso no
la convierte en una verdad menor. La correspondencia con los hechos expresa una
concepción teórica particular de la historia y del conocimiento (la de la
ciencia)[57]
y, por lo tanto, no debe asumirse como el criterio universal, como la frontera
a partir de la cual puede juzgarse el trabajo historiográfico. Tampoco puede
funcionar como una base que deba establecerse para poder – sólo entonces –
proporcionar una interpretación, ya que, como el más famoso de los filósofos
alemanes dijo una vez, es imposible decir que algo es, sin decir lo que es (Heidegger, 2000). Aquí nuevamente, la interpretación, desde un lugar de la
tradición, ya ha tenido lugar: al representar – al mediar –, seleccionamos (al
menos) la relevancia relativa, la escala, el orden y el ritmo de los fenómenos
que, en un círculo virtuoso, se conforman mediante tales decisiones. Utilizando
las palabras de Frank Ankersmit (2010): “la interpretación involucra no solo el
establecimiento de un significado, sino también de un mundo” (p.
33)[58].
Siendo así, la
verdad histórica debe ser, de una vez por todas, disociada de otros atributos
trascendentales, como el bien o la belleza. Dicha asociación hace que sea
difícil entender la verdad como algo que no sea “verdad por correspondencia”, y
por lo tanto, como un extremo de dos opuestos (verdadero-falso; bien-mal;
amigo-enemigo; sujeto-objeto; creatividad-conocimiento)[59]. La
verdad por correspondencia debe reconocer de una vez por todas que recoge del
mundo solo lo que ella misma pone en el mundo, estableciendo así una frontera
insoslayable.
Hemos intentado
hasta aquí, proponer que la verdad en la historia designa un fenómeno
diferente, cuya naturaleza es estética, y para cuya realización parece más
conveniente apoyarse en la concepción hermenéutica, y sobre todo en su
rehabilitación de la idea de “sentido común” (Gadamer, 2005). Si logramos
librarnos de caracterizaciones binarias, la verdad histórica se puede definir
como aquello con lo que nosotros (historiadores o no) podemos concordar,
contribuir y disentir temporariamente, porque lo reconocemos como parte de
nuestra propia experiencia del mundo (aprendido, leído, visto, entendido,
caminado, deseado o temido). La verdad es aquello que permite que la
conversación continúe, se diversifique, evolucione y agregue significado al
mundo que decimos como historiadores y como comunidad[60]. En
este sentido, el pensamiento comunitario es algo diferente de la
intersubjetividad, que es un concepto que sugiere un pacto o acuerdo entre
individuos previamente definidos o entre disciplinas discretas. La comunidad
significa que a medida que nos reconocemos a nosotros mismos y a nuestra
formación, y nos sentimos interpelados por el debate en curso, construimos una
tradición común: no nos sumamos a una historia o a un pasado previamente
determinados, aun para discordar, sino que nos comprometemos en el esfuerzo
común de la mediación. O, como decía Walter Benjamin (1989), “En toda época ha
de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto
de subyugarla” (p. 180). En esta formulación, la distancia histórica adquiere
densidad a medida que reconocemos las diferencias entre el “nosotros”
comunitario y aquello que consideramos pasado. Abríamos este ensayo diciendo
que el mundo en el que Marc Bloch escribió su apología de la
historia ha desaparecido, y esta sensación es la definición más adecuada de la
distancia histórica; el pasado es
aquello que podemos definir exitosamente como pasado, y los límites de este
éxito son los límites de la comunidad.
La “inverdad”, si hubiera un
opuesto, sería aquello que detiene el diálogo, algo que ni siquiera provoca
revuelta o disgusto, y por lo tanto no convoca al juego: ¿Cómo podrían entender
los aymaras que la historiografía haya clasificado a su historia como
“prehistoria” solo porque sus registros funcionaban con imágenes en lugar de
palabras?[61]
No lo hacen. Ellos simplemente no son convocados a formar parte de la comunidad
histórica occidental. La inverdad se
reconoce inmediatamente, como el gusto, porque no exhorta a aquellos que no
concuerdan con el relato transmitido a hacer oír su voz, no interpela a los
agentes en su identidad, de modo que encuentren que vale la pena disputar
dentro de la comunidad. Restringe, diría quizás Walter Benjamin (1977), “la
comunidad de los que tienen el oído atento” (p. 446). Más allá de las incontables discusiones que este texto ha
generado, interesa aquí recuperar la noción de experiencia de Walter Benjamin
en su texto “El narrador”, en donde se contrapone a la narración (cuya
referencia es Heródoto) con la información. Lo que quisiera destacar de esa
diferencia es que la primera comprehende al narrador en un modo que escapa a la
diferenciación entre objetividad y subjetividad que es tradicional en la
ciencia, y que expresa el sentido de comunidad más propio de la tradición
humanística.
Esta verdad, la verdad práctica, si se me permite, que la historia
puede proporcionar, es lo que explica el atractivo de la historiografía como un
instrumento para forjar la comunidad, incluso después de la ruptura más atroz
del vínculo social: lo que la narrativa histórica restituye no es el pasado, sino el lazo comunitario. De
allí la asociación “tradicional” de la historiografía con la nación, y también
con la conformación de comunidades políticas alternativas, que destacábamos más
arriba, y que funciona más allá del querer y el hacer de los historiadores e
historiadoras profesionales. Y a la vez este poder de construir una comunidad,
de pensar juntos como comunidad, señala la responsabilidad social y política
que conlleva la creación de argumentos históricos, esto es, la mediación del
sentido común – o mejor dicho, comunitario.
Así las cosas, podemos comprender que los historiadores del campo de
la teoría de la historia no hacemos nada diferente de lo que hacen otros
historiadores “propiamente dichos”: buscar la verdad. Como historiadores
pos-posmodernos, sin embargo, debemos tomar en serio, y tal vez fomentar, la
disolución de la representación binaria del mundo y de los ideales de progreso
y objetividad, rediscutiendo la noción de verdad que les subyace. De lo
contrario, corremos el riesgo de reproducir una descripción del mundo que
transforma no solo su pasado sino también su presente y futuro, en aquello que
hemos descripto, como una profecía autocumplida en la que se oponen – y se
opondrán necesariamente – sujetos y objetos, así como amigos y enemigos[62].
Cabe preguntarse finalmente si la articulación de la comunidad en estos
términos – de dentro y fuera – no implica dar continuidad a la configuración
del universo de sentido que dio lugar a las rupturas más dañinas del vínculo
social en la historia.
Creo que esta tercera dimensión de la teoría de la historia es lo que
la hace indispensable para la profesión historiográfica en su conjunto, dado
que se nos ha otorgado la autoridad que viene con la institucionalización y la
profesionalización. Como historiadores “propiamente dichos” debemos hacer
teoría. Debemos analizar, discutir y también juzgar las consecuencias de lo que
sabemos, lo que hacemos y lo que sucede mientras lo hacemos. Si estamos a la
altura del desafío, decidiremos el futuro de la historiografía y, por qué no,
el tipo de comunidad que construyamos.
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Recibido: 3 de marzo de 2020
Aceptado: 15 de abril de 2020
Versión
Final: 26 de mayo de 2020
[1] Aquí la palabra
“ficción” se utiliza en sus múltiples sentidos, para recordar que el golpe de gracia a esta ilusión entre los historiadores
debe atribuirse a Hayden White y su decisivo Metahistoria, (1973) en el cual, entre otras cosas, se desmonta la necesidad
de una correspondencia entre lo narrado y lo sucedido, la cual se desprende por
ejemplo, de la premisa básica sobre la que asienta su trabajo: “consideraré al
trabajo histórico como lo que es más manifiestamente – esto es, una estructura
verbal en forma de un discurso de prosa narrativa que pretende ser un modelo, o
ícono, de estructuras y procesos pasados con el objetivo de explicar lo que
fueron mediante su representación”(p.2) de la siguiente afirmación
que se refiere a los clásicos historiográficos del siglo XIX: “Su status
como posibles modelos de representación o conceptualización histórica no
depende de la naturaleza de “los datos” que utilizaron para fundamentar sus
generalizaciones o las teorías que invocaron para explicarlas; depende más bien
de la consistencia, coherencia y poder iluminador de sus respectivas visiones del
campo histórico” (p. 4). Este planteamiento del trabajo provocó un inicial
rechazo generalizado que mostraba la magnitud del cimbronazo dentro de la
disciplina, cuyas consecuencias pueden compararse con los efectos de la Reforma
luterana en el catolicismo: separar lo representado de aquello que se
representa equivalía a poner en duda la autoridad de la Iglesia como
interventora entre el hombre común y su Dios, desatando una tormenta similar de
cuestionamientos internos y externos que transformaron los presupuestos
fundamentales del mundo, en este caso de los historiadores. Para dimensionar la
transformación, podemos notar por ejemplo que en Meaning, Truth,
and Reference in Historical Representation. (Ithaca: Cornell University
Press) Frank Ankersmit (2012) asume ya como un dato la división
entre “escritura histórica’ (Geschichtsschreibung) e ‘investigación
histórica’ (Geschichtsforschung).
Si bien la crítica al modelo Hempeliano (Hempel, 1942, pp. 35–48.) comenzara casi en simultáneo con su proposición (ver
por ejemplo, Dray,
1957.), la idea de correspondencia entre representación y referente permaneció
como base, a veces inconfesada, de una deseada cientificidad de la verdad
histórica. Para una defensa de las leyes históricas véase, por ejemplo,
Leuridan y Froeyman (2012: 172–92). Para
una perspectiva más amplia, véase Misak (1995).
[2] La idea de
compleción es una de las bases de la historiografía decimonónica, apoyada sobre
todo en la filosofía de la historia mejor expresada por Hegel (2005), la cual
no debe ser separada de su idea general del movimiento del espíritu hacia una
mayor claridad (en rigor esta idea se desarrolla en la Filosofía del
Espíritu), que se alcanzaría por medio de una acumulación dialéctica.
Aunque esta proposición haya sido muchas veces apropiada de forma esquemática y
un tanto empobrecida por parte de los historiadores, la concepción según la
cual la filosofía es el camino hacia el concepto ha servido de base para
sostener la provisionalidad del conocimiento histórico en un esfuerzo conjunto
de constituir finalmente la totalidad de la historia por vía de agregación: de
esa premisa depende la confianza en el progresivo avance del conocimiento
apoyado en la paulatina revelación de nuevos documentos y en la creciente
habilidad de los historiadores para descifrar manuscritos o jeroglíficos, en el
desarollo de nuevas técnicas de datación, de medición y de interpretación, los
cuales justificarían la afirmación de que “cada vez conocemos mejor”, como
sostiene por ejemplo la escuela que sigue los pasos de Lucien Febvre (véase
Braudel, 1970) entre tantos otros. Es esa concepción la que se encuentra
asimismo en el conocido debate sobre la secularización, cuyas figuras
destacadas son Hans Blumenberg y Karl Löwith (ver para este tema el resumen de
la controversia realizado en: Wallace (1981: 63–79).
[3] Ya en la
obertura de su retrospectiva de 1920 señalaba el teórico de Cambridge J.B. Bury
(1920) que la idea de Progreso se había transformado en un idolum
saeculi por lo menos discutible, y sin dudas reducida a cuestión de fe. Para
que no quepan dudas, aclararemos que la idea de progreso y la concepción de la
compleción del conocimiento son nociones que se complementan mutuamente y que
no pueden funcionar una independientemente de la otra. Por lo tanto, vale la
nota anterior como complemento de esta otra.
[4] Reinhart
Koselleck (1994; 2010) ha descripto el colapso de los dos significados de la
palabra historia (Geschichte) para el universo de la lengua alemana,
pero su tesis pretende ser y ha sido extrapolada a la totalidad de la historia
moderna.
[5] Se ha señalado
que uno de los eventos históricos que más han contribuido a dar por tierra con
la idea del progreso de la ciencia ha sido la Segunda Guerra Mundial, en
especial por el uso que el nazismo hizo de la técnica y por el desastre de la
bomba nuclear.
[6] Una buena
crónica de los azares que la exploración archivística depara a cualquier
investigador es el libro de Lila Caimari (2017).
[7] Este era el
presupuesto sobre el que se fundara la “microhistoria” del afamado Carlo
Ginzburg (1981), y que se expresa en el prefacio de su libro canónico: es
posible leer un documento a pesar de sus intenciones.
[8] Esta es la
propuesta que guía, por ejemplo, a Kuukkanen (2015).
[9] Una discusión
sobre la relación entre la “compleción” o la “unidad” y la verdad se encuentra
en Ricoeur (1990). Como veremos más adelante, la idea de verdad científica
moderna adoptada por la historiografía postula la idea de correspondencia “La definición
nominal de la verdad, a saber: que es la coincidencia del conocimiento con su
objeto, se concede aquí y se presupone.” (Kant, 2009, p. 128). En los tiempos
actuales esa relación ya no debe expresarse entre la interpretación del
historiador y los “hechos” (unidad desmontada por el narrativismo), sino entre
las afirmaciones de los historiadores y los documentos, los cuales componen el
“aparato crítico” del texto científico. El historicismo identificó a la verdad
con la historia, como se lee en Herder (1877): “Was ich bin, bin ich geworden. Wie ein Baum bin ich
gewachsen; der Keim war da; aber Luft, Erde und alle Elemente, die ich um mich
setze, mussten beitragen, den Keim, die Frucht, den Baum zu bilden." Incluso las
teorías más radicalmente antirrepresentacionistas asumen este compromiso con
alguna clase de verdad (Ankersmit, 1996). El escándalo en este último caso
parece provenir de la atribución de verdad también a la literatura. En
cualquier caso, hago mías las palabras de Ankersmit en ese texto: “No
deberíamos preguntarnos cómo difieren la historia y la literatura desde la
perspectiva de alguna noción de verdad dada a priori, sino cómo se
manifiesta la verdad en la historia y la literatura respectivamente, partiendo
del supuesto de que cada una ejemplifica una forma específica de verdad” (p.
149).
[10] Esta división se expresa, por ejemplo, en el ya citado Metahistory
de Hayden White (1973), en el cual se separa el trabajo de los “historiadores
propiamente dichos” del trabajo de los “filósofos de la historia”, una división
que también encuentra expresión en el clásico de Benedetto Croce (1921), no
menos que en la conocida controversia entre Louis Althusser y E.P. Thompson
(Rendueles, 2013, pp.177–97).
[11] Véase, por
ejemplo, Ranke (1979, pp. 509-517); Herder (2007, pp. 51-63; Vico), Giambatista
(1995, pp. 158; 168; 170, etc.).
[12] Sería ocioso
reponer la discusión sobre la asociación entre historicismo y nacionalismo.
Baste como referencia para profundizar en el tema a partir de su vasto conjunto
de referencias, el libro de Beiser (2011).
[13] Para las
transformaciones de la historiografía en el siglo XX y la diversificación y
apropiación de los discursos históricos por diferentes grupos de interés, sigue
siendo canónico el texto de Iggers (2012). Véase también la idea de Estudios
subalternos, en Raka Ray (2010). Para el aporte
feminista a la historiografía véase Scott (2010, pp.221-244).
[14] Sobre el “memory
boom”, ver por ejemplo, Tilmans y Winter (2010); Assmann (2006, pp. 261–273); Jelin (2003).
Estos textos son solo algunos de los que se han ocupado del tema. La
bibliografía es extensa y en cierta forma particular a cada caso. Para una
discusión del tema del testimonio ver: Mudrovcic (2007, pp. 127–50).
[15] Sobre este tema
ver Berger y Lorenz (2010).
[16] El presidente
Raúl Alfonsín, por ejemplo, en su asunción tras las primeras elecciones libres
en Argentina después de la dictadura militar afirmaba, “con la democracia no
sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura”. http://servicios2.abc.gov.ar/docentes/efemerides/10dediciembre/descargas/elecciones/asuncionpresi.pdf; para este tema
ver además Romero (2006).
[17] Esta afirmación
se confirma por ejemplo en la versión de la historia conceptual encabezada por
Giuseppe Duso y Sandro Chignola (2009).
[18] Esta relación no
es ninguna novedad. Es sabido que el proyecto liberal se basa en una concepción
igualmente “científica” de la economía.
[19] Esta modalidad
del progreso es algo que el psicoanálisis ha trabajado intensamente en términos de
postergación del goce (Žižek, 2002).
[20] La gran mayoría
de las publicaciones académicas evalúan los artículos enviados en términos de
su adecuación al paradigma científico, desconsiderando trabajos que no
respondan a sus criterios y rechazando, por ejemplo, trabajos en formato de
ensayo o reflexiones teóricas. Ver Lvovich (2009); Beigel y Bekerman (2019); Segato, (2015). En
inglés, la presión por publicar en determinados medios se condensa en la
expresión “publish or perish”. Véase Moosa (2018). Sobre
las evaluaciones de artículos enviados a publicaciones periódicas ver: http://theconversation.com/perish-not-publish-new-study-quantifies-the-lack-of-female-authors-in-scientific-journals-92999
[21] Existe una
variedad importante entre los trabajos de teoría de la historia, que van desde
esfuerzos normativistas, como por ejemplo el de Jörn Rüsen (2013) hasta
historizaciones descriptivas como las de Bourdé y Martín (1992), todas las
cuales se postulan como visiones objetivas sobre la práctica histórica.
[22] Basta recordar
la enorme preponderancia de filósofos en las redes, congresos, comités
evaluadores y publicaciones sobre teoría de la historia (como por ejemplo: https://www.inth.ugent.be) y la escasez de
revistas sobre teoría de la historia (se destacan a nivel internacional History
and Theory; Rethinking History; Storia della Storiografia; Historia
da Historiografia; Historein y Journal of the Philosophy of
History, cuyas páginas en general son pobladas por filósofos, y los pocos
artículos de teoría que aparecen en las revistas de historia).
[23] El concepto que
más explícitamente expresa esta afirmación es el de “entramado”, propuesto por
Hayden White (1992), que considera que es precisamente la puesta en trama lo
que confiere verosimilitud a cualquier representación histórica. Paul Ricoeur (1983)
dedicó los tres volúmenes de su Tiempo y narrativa a demostrar que la
temporalidad, en tanto función articuladora del discurso, se construye en el
momento de la narrativización. Pero la dependencia entre representación y
teoría no se limita a los autores relacionados con el giro lingüístico. Por
nombrar solo un ejemplo, Dipesh Chakrabarty (2000) muestra el peso de las
teorías occidentales sobre las historias de los pueblos colonizados.
[24] El primer “giro”
es comunmente identificado con la publicación de Rorty (1967).
[25] Para este tema, véase Usborne y Kümin (2013, pp. 305–18).
[26] Al respecto, véase el texto Cotkin (2008, pp. 293–315).
[27] Véase, por ejemplo, Palsson y Szerszynski (2013).
[28] Aquí se
encuentra encuadrada, por ejemplo, la discusión sobre el papel del testimonio. Véase Tozzi (2012).
[29] Un libro
importante recientemente publicado sobre el tema es Berger (2019).
[30] A eso se refiere
la idea de una “estructura coralina” de la historiografía argentina (Adamovsky, Bisso y Di Meglio, 2011).
[31] Es claro que
esto no es un fenómeno local, pero basta repasar los textos que figuran en las
bibliografías de la mayoría de los cursos introductorios o de historiografía
que se dictan en las universidades argentinas. Por ejemplo, Moradiellos (2001); Fontana (2001); Iggers
(2012). Esto también aparece en el mismo texto de Plá (1972), como se lee en la
página 21:”el enfoque contemporáneo de la historia económica y social recupera
la vieja historia erudita incorporando la erudición de ese conocimiento (...)
en una explicación más completa, más compleja, y también más heterogénea...”
[32] La publicación
colectiva A Dinâmica Do Historicismo: Revisitando a Historiografia Moderna.
(2008) refleja una nueva evaluación del historicismo que se desarrolló sobre
todo en la década pasada.
[33] Dicha expresión
tiene, sin embargo, significados muy diversos. Véase Finchelstein (2010).
[34] Para algunas respuestas a rupturas del lazo social que
desafían las formas tradicionales de hacer historia, véase Bevernage (2014).
Para el caso de Argentina, véase Feld y Franco (2015).
[35] La mayoría de los manuales de escritura de trabajos científicos
así lo establece. Véase, por ejemplo: Jablonska (2008, pp. 133–49). Como un
ejemplo de la postura de la historia como ciencia, véase: Sánchez Jaramillo (2005,
pp. 54–82). Esta afirmación debe asociarse, además, con la idea de la historia
Hempeliana que citamos más arriba.
[36] Uno de los mejores ejemplos de esta temática continúa
siendo el artículo Nolte
(2007). Este artículo desató la polémica sobre la necesidad de transformar al
pasado en pasado. Asimismo, esta polémica ha cobrado fuerza siempre que se han
propuesto amnistías para perpetradores de crímenes contra la humanidad.
[37] La idea de lo político que se utiliza aquí no es una
novedad, y se relaciona con la definición de Michel Foucault en términos de “la sociedad en
la que vivimos, las relaciones económicas en las que funciona y el sistema que
define las formas regulares, los permisos y las prohibiciones que rigen
regularmente nuestra conducta”. Citado en: Raffin (2018, pp. 29–59).
[38] De Sousa Santos
(2009).
[39] El tratado más
comprehensivo de la filosofía del “como si” es aun Vaihinger (1922).
[40] Me refiero particularmente
a los célebres “Funes, el memorioso” y “Del rigor en la ciencia”.
[41] Hayden White (2000)
estableció una distinción entre “hechos”, que serían conjuntos de
acontecimientos establecidos como históricamente relevantes, y
“acontecimientos”, los cuales corresponderían a algo así como “la cosa en sí”
kantiana, que es incognoscible por definición. Con esta distinción, White
pretendia concentrarse en la narrativa histórica, sin entrar en el problema de
la veracidad de lo narrado. El problema con esta distinción es que en
rigor no existe ningún motivo para considerar que el establecimiento de los
“hechos” no posea una carga teórica en su propia construcción como tales. De
otro modo, ¿de acuerdo a qué criterios, sino criterios teóricos, se hubiera
podido establecer su relevancia histórica?
[42] Este es el punto
en el que la concepción estética de la filosofía hermenéutica gadameriana
difiere de la teoría constructivista de la historia: mientras que esta última
separa la investigación de la escritura (véase nota anterior) la concepción
estética entiende que el fenómeno de la comprensión involucra todo el proceso.
Para un repaso de la teoría constructivista véase Pihlainen (1998).
[43] Para una
historia de la objetividad en los últimos siglos, véase Daston y Galison (1992)
[44] Para el argumento de la cientificidad de la historia en
la historia social, los textos de Chartier (2005) resultan los más ampliamente
aceptados entre los historiadores.
[45] La tesis de
Benjamin (1973), que ha servido para sustentar posturas muchas veces
contrapuestas, quiere aquí recordarnos la imagen de un tiempo que en su
desarrollarse revela progresiva y automáticamente la verdad que estaba antes
oculta tras el velo del interés inmediato, coyuntural, del cual podríamos
despegarnos al alejarnos de los eventos que nos ocupan. Esta es la concepción
que subyace a la tesis “generacional”: aquella que supone que solo una
generación posterior a aquella que ha protagonizado determinados eventos posee
la distancia necesaria para criticarlos objetivamente.
[46] Nuevamente aquí
puede ayudarnos Gadamer (2006).
[47] Sin ir más
lejos, en el argumento del Dios engañador del Discurso cartesiano.
[48] La intuición
aquí tiene un sentido más amplio que el de adivinación. Intuición remite a la
puesta en funcionamiento de todo el conjunto de experiencias que intervienen en
la percepción de un fenómeno. La intuición es “una cualidad especial de la
descripción o de la narración, de tal manera que lo que uno no ve él mismo,
sino que solo se lo cuentan, llega a verlo, por así decirlo ‘delante suyo”.
Esta es, en definitiva, una cualidad estética”. Gadamer (2006., pp. 153-172, p.
154).
[49] Hans Blumenberg
(2003) ha propuesto otra forma de aproximarse al trabajo de interpretación que
critica la hegemonía del ideal de la conceptualidad.
[50] Ver, por
ejemplo, el uso de la expresión “contemplación estetizante” por parte de Ginzburg
(1981, p. 7).
[51] Hemos propuesto
una discusión de esta operación en Gay (2015).
[52] La experiencia
tiene su propia historia. Para la teoría de la historia, existen algunos clásicos
del tema, como Dilthey (1985); Oakeshott
(1933); Scott (1991)
(esta última muy importante en el debate sobre el marxismo culturalista
británico); Agamben (2011), entre
muchos otros. Para un panorama histórico de la discusión es fundamental el
libro de Jay (2009). Recientemente, se ha retomado la discusión sobre el
concepto desde perspectivas alternativas. Ver, por ejemplo, Carr (2014).
[53] Una vez más, vale recordar otro aspecto de la discusión
sobre el valor del testimonio del testigo directo en la historiografía, que en
ocasiones parece sugerir que solo quien ha atravesado personalmente ciertas
experiencias es capaz de narrarlas con alguna autoridad. Aquí puede ayudarnos
nuevamente De sousa Santos (2009).
[54] Me refiero aquí a las críticas que Habermas ha recibido
por causa de su teoría de la acción comunicativa, que supone un universo ideal
de construcción del discurso democrático. Para un repaso de esta crítica ver Jaramillo (2010).
[55] Gadamer define
el concepto de formación en sus varios aspectos en la primera parte de Verdad
y método (pp.38-48).
[56] Para una
definición del concepto de tradición, ver Bruns (1999). Para una narración que
muestra la naturaleza polisémica y política de su utlización, ver Kleinberg (2012).
[57] Para esta discusión, continúa siendo de gran ayuda
Dray (1957).
[58] El énfasis es del autor.
[59] La tensión entre
creación y conocimiento fue traducida epistemológicamente en la dualidad de dos
formas de conocimiento, ambas dependientes de las bases del paradigma
científico moderno: el conocimiento aplicado (mecánico), y el conocimiento
teórico (puro), división que limita las posibilidades de comprensión de la
historiografía.
[60] En un artículo
reciente, Hans Kellner (2019) definió a los clásicos como aquellas
intervenciones que permanecen en la conversación luego de que su proponente ha
desaparecido. En este sentido, diría que los clásicos son aquellos trabajos que
contienen verdad.
[61] Ver para esta
reflexión: Condori (1992).
[62] Esta es la concepción schmittiana de la historia que aparece reproducida, por ejemplo, en los trabajos de Reinhart Koselleck (2012).