La Alejandría de Hipacia

 

Hypatia’s Alexandria

 

 

 

 

CLELIA MARTINEZ MAZA

(Universidad de Málaga); España

martinezm@uma.es

 



 

RESUMEN

Se ofrece en este trabajo un panorama del papel de Alejandría en la escena socioreligiosa del mundo tardoantiguo: la hegemonía cultural de su escuela filosófica, el creciente ascenso de la comunidad cristiana, la tormentosa relación entre la autoridad política y el obispo, el conflicto entre comunidades y la marginalización de los paganos y finalmente la muerte de Hipacia.

 

Palabras clave: Cristianismo; Paganismo; Neoplatonism; Astronomía; Matemáticas.

 

 

ABSTRACT

This paper offers an overview of the role of Alexandria on the socioreligious scene in Late Antiquity: the cultural hegemony of its philosophical school, the growing ascendancy of Christian community, the stormy


relationship between political authority and bishop, the intercomunal conflict and the marginalizations of pagans and finally the death of Hypatia.

 

Keywords: Christianity; Paganism; Neoplatonism; Astronomy; Mathematics.

 

 

 

La Alejandría del periodo tardoantiguo no perdió el esplendor y la vitalidad que la habían encumbrado en tiempos helenísticos como una de las grandes capitales del Mediterráneo. Tras Constantinopla era la segunda ciudad más grande de la parte oriental del Imperio Romano y su preeminencia se explica por su trascendente papel como agente económico y como uno de los centros ideológicos más activos en el final de la Antigüedad.

En este escenario, la figura que más huella ha dejado fue Hipacia, que, a pesar de su condición femenina, fue una reconocida miembro de los círculos intelectuales de la ciudad. No cabe duda de que la recuperación de esta filósofa, una de las pocas del mundo antiguo de las que se han conservado recuerdo, ha sido posible para el público general gracias a la producción cinematográfica Ágora, dirigida por A. Amenábar de la que se cumplen ahora 10 años. Su macabro asesinato ha quedado en el imaginario  colectivo además como símbolo de la violencia religiosa, como muestra del triunfo de un cristianismo impuesto mediante la coacción. Es cierto que su horrenda muerte constituye la circunstancia vital que las fuentes recogen con mayor detenimiento y de la que se tienen más noticias frente al más absoluto silencio sobre su labor científica y filosófica pero, para comprender el protagonismo de Hipacia en la  vida  intelectual y también política de la ciudad y las causas de su muerte, hay que intentar recomponer la vida  de Alejandría, la relación entre los distintos grupos sociales, los intereses económicos, el aparato administrativo, las distintas sensibilidades religiosas que no se reducen a un duelo simplista entre  politeísmo y cristianismo. A desentrañar estas claves dedicaremos estas páginas pues solo así puede entenderse el complicado juego de alianzas que durante los siglos IV y V logró preservar el  precario equilibrio que presidía la vida de la capital egipcia en todos sus ámbitos y cuya ruptura, resuelta in extremis con el uso de la violencia, culminó con la muerte de nuestra protagonista.


 

Alejandría y su riqueza económica

 

La consideración de Alejandría como un gran centro económico se explica por la gran variedad de actividades generadoras de riqueza que tuvieron su sede en la ciudad. El puerto alejandrino, clave en el comercio a larga distancia, conectaba con las rutas caravaneras que discurrían desde los puertos del Mar Rojo a tierras de Arabia y la India y se convirtió en un foco de recepción y redistribución de productos de lujo como el incienso, especies, perfumes, seda, procedentes de estas regiones ubicadas más allá de los límites del Imperio. Otros productos manufacturados tuvieron asimismo una gran demanda como la farmacopea, dado la reputación de los especialistas médicos de la ciudad, o la orfebrería, vidrio (Strb 16.2.25), bordados, tejidos de lino comercializados en la capital pero procedentes de las zonas productoras del alto Egipto (HA Gall. 6.4-5). Una actividad económica tan especializada tenía como principales destinatarios a los miembros de la elite no solo de la capital egipcia sino de otras ciudades del imperio.

 

No obstante, fueron los productos agrícolas los que generaron un mayor tráfico comercial: los vinos egipcios, ya conocidos por Plinio y los dátiles tuvieron una gran aceptación en la corte de Constantinopla en los siglos IV y V. El papiro fue uno de los cultivos que tenía en Alejandría y su entorno sus únicas zonas productivas, tal y como recoge la Expositiototiusmundi(36.1-9), y su importancia estratégica explica los intentos del obispo Atanasio por monopolizar esta actividad.

 

De todos modos, ninguna actividad agrícola tuvo tanta trascendencia, no solo económica sino incluso política, como el comercio de grano cosechado en los campos del Alto Egipto y centralizado y redistribuido en la metrópoli para consumo propio o destinado a cualquier punto del imperio con el fin de asegurar el aprovisionamiento ocasional de cualquier ciudad o de las tropas en campaña y muy especialmente de Constantinopla (Carrié, 1998), con una población en crecimiento continuo. Se ha calculado que las exportaciones alcanzarían un volumen aproximado de 220.000 toneladas de cereal al año (Haas, 1997). Una operación de tanta envergadura exigía un sistema de almacenamiento y transporte garantizado gracias al férreo control impuesto por los distintos servicios administrativos dependientes de la prefectura de la annonaque tenía su sede administrativa en Alejandría.


 

La ciudad como sede administrativa

 

Aunque las distintas provincias egipcias funcionaban desde el punto de vista administrativo como entidades sujetas sólo a la autoridad del prefecto del pretorio de la parte oriental del Imperio, en la práctica Alejandría continuó actuando como sede centralizada de toda intervención en el territorio egipcio. La primacía que disfrutaba Alejandría respondía a su protagonismo económico, intelectual y religioso y al hecho de que la ciudad albergaba los distintos departamentos organizativos con competencias de ámbito regional. Como máximo responsable de dicha estructura administrativa el prefecto augustal fijó en Alejandría su residencia y desde allí confiaba el cálculo y la recepción de impuestos a distintas oficinas financieras subordinadas, entre cuyos responsables se encuentran ellogistés, katholikósy el procuratorreiprivatae. Además, la corte del prefecto escuchaba las peticiones procedentes de todo Egipto relacionadas con los impuestos, las obligaciones cívicas, etc.

Las ocasiones en las que el emperador se vio forzado a intervenir de modo directo en los asuntos internos de la ciudad son contadas y siempre guardaron relación con los conflictos religiosos, no sólo entre comunidades que profesaban distintos credos, sino, de modo particular, entre partidarios de doctrinas cristianas opuestas. Lo que esperaba de un administrador imperial tanto la corte constantinopolitana como la población era habilidad suficiente para mantener la ciudad en paz, estableciendo las oportunas relaciones con los principales resortes de poder. De hecho, los periodos de mayor calma en las relaciones entre el gobierno estatal y los distintos grupos religiosos alejandrinos fueron los regidos por el gobierno de representantes imperiales que lograron concitar la aceptación de todos los implicados. Un ejemplo de este mesurado comportamiento administrativo lo proporciona Orestes, el prefecto destinado en Alejandría en tiempos de Hipacia y figura clave en los incidentes relacionados con su muerte.

 

Con toda probabilidad, Orestes, tras su llegada a Alejandría y siguiendo el protocolo habitual se  puso en contacto con los principales representantes de la ciudad, muchos de hecho todavía fieles a la religión tradicional. Cultivó asimismo su relación con el líder judío de la metrópoli y con la jerarquía eclesiástica con la que intentó mantener un difícil equilibrio entre la cortesía debida al patriarca de la ciudad y su oposición, como representante imperial, a la forma en que el obispo había usurpado la autoridad legal del emperador y sus representantes. Además, y siguiendo una larga tradición en las ciudades de la parte oriental del Imperio, en las que los filósofos representaban los intereses locales ante los gobernadores de la provincia, mantuvo contactos con una de las más destacadas figuras de la escuela filosófica de Alejandría, Hipacia. Según Sócrates, Hipacia y Orestes llegaron a conocerse bien, se visitaron con frecuencia y el prefecto asistió incluso a sus conferencias y le pidió consejo sobre cuestiones municipales y políticas. Juan de Nikiu (Chron. 87) también recoge las magníficas relaciones entre Orestes y la filósofa, aunque las atribuye a las artes mágicas con las que Hipacia atrapa al prefecto1.

Los circuitos intelectuales

 

Alejandría continuaba siendo junto a Atenas uno de los principales centros intelectuales durante el periodo tardoantiguo y contaba con una infraestructura muy diversificada atenta a las distintas inquietudes intelectuales y filiaciones religiosas de los miembros de su elite: al museo, a la Biblioteca, a las escuelas de matemáticas y de medicina se unían los templos tradicionales, las iglesias y los círculos de teólogos. Las comunidades judías tenían sus propias escuelas rabínicas mientras que los cristianos, salvo para la educación específicamente doctrinal efectuada en el estricto ámbito familiar o en el seno de la Iglesia, no disponían de instituciones propias. Sus fieles acudían a las estructuras académicas que la ciudad ponía a disposición de todo el colectivo ciudadano, con independencia de su adscripción religiosa pues tanto ellos como los seguidores de la religión tradicional, en la medida en que eran todos miembros de la élite alejandrina, compartían una misma herencia cultural.

 

La transmisión de conocimientos atendía a un funcionamiento menos reglado que la estructura académica posterior fijada en tiempos medievales, y esa naturaleza menos formal permitía que cualquier lugar, incluso la residencia del profesor, fuera propicio para reunir a los  estudiantes. Se han recuperado,  por ejemplo, restos arqueológicos junto a las termas que han sido interpretados como salas de conferencias equipadas con tres o cuatro filas de asientos con suficiente capacidad para acomodar con facilidad a sesenta

 u ochenta oyentes en cada bancada (Watts, 2006; Martínez Maza 2009). Se trata de locales que, frente a espacios de una mayor carga religiosa, como el templo de Serapis en los que también se impartía docencia, se ubicaban en un ambiente laico y se ha esgrimido, para justificar su localización, la inclinación de profesores y estudiantes de distinta condición religiosa por acudir a ese espacio neutro especialmente creado por la ciudad para satisfacer la demanda académica. En el intento de integrar estas infraestructuras en el magisterio de Hipacia se ha sugerido la posibilidad de que la filósofa impartiera docencia en locales de esta naturaleza pues Damascio (Vit. Isid. 166) alude a esta faceta pública de la enseñanza que impartía Hipacia cuando recuerda que “explicaba públicamente, a quien quisiera escucharla, Platón, Aristóteles o las obras de cualquier otro filósofo”. Lo más probable es que a estas conferencias no solo asistieran sus estudiantes sino personas con un cierto nivel cultural: miembros del consejo local (bouletai), funcionarios estatales que prestasen sus servicios en la ciudad de manera temporal o altos cargos del Estado que permanecían en la ciudad por unos días.

 

Alejandría fue, sobre todo, reconocida como centro de prestigio en la enseñanza de campos especializados como la astronomía, la matemática, la filosofía y la medicina, ámbitos de estudio en apariencia dispares pero todos estrechamente relacionados. La medicina era considerada como una rama de la filosofía y algunos profesores de medicina fueron descritos como filósofos. Más adelante veremos la estrecha relación entre las restantes disciplinas. Pero no cabe duda de que Alejandría destaca, sobre todo, como uno de los principales centros dedicados a la enseñanza de la filosofía, expresión máxima de la cultura griega.

 

Las escuelas filosóficas en general eran comunidades muy cerradas, con locales propios en los que se hacía vida común, y allí las hijas de los filósofos recibían la misma educación que el resto de los estudiantes y llegaron a ser reconocidas como maestras destacadas. En la Academia de Atenas, por ejemplo, destaca Asclepigenia, la hija de Plutarco; en Alejandría, Edesia, esposa del filósofo Hermias y  madre de Heliodoro y Amonio, el último director pagano de la escuela de la capital egipcia (Martínez Maza, 2019). Así puede entenderse que Hipacia, educada en el entorno científico del Museo al que está vinculado su padre Teón, tuviese la formación precisa para dedicarse al estudio y enseñanza de la filosofía de manera profesional, una formación que habría sido inalcanzable para cualquier otra mujer alejada de los círculos intelectuales alejandrinos.


                                                                                                                                    

Esa inclinación de Hipacia hacia la ciencia no puede ser aducida como símbolo de un tiempo en el que las mujeres alcanzaron un gran prestigio intelectual pues hay que recordar que la mayor parte de las mujeres del mundo antiguo no sólo estaban marginadas de los circuitos intelectuales, sino que tampoco tenían acceso alguno al nivel básico de estudios (literatura elemental, gramática y retórica) y mucho menos a una formación especializada como la filosofía o cualquier otra disciplina científica. En esta época, tanto paganos como cristianos estaban convencidos de que el sitio más adecuado para la mujer era su propia casa, cuidar a la prole y controlar las tareas de los esclavos familiares para que su esposo, libre de las complicaciones de la vida cotidiana pudiera atender las actividades públicas. Si una mujer nacía en una familia con cierta inclinación por los estudios filosóficos lo más frecuente es que también ella recibiera idéntica formación proporcionada por su padre o sus esposos. Y el mismo contexto familiar explica también en la Europa moderna la presencia de mujeres matemáticas y astrónomas como la hija mayor de Galileo, Polissena Galilei. No obstante, esta formación especializada que recibían las mujeres de familias de elevada condición social y con ciertas inquietudes intelectuales no las desviaba del destino socialmente asignado, antes al contrario, la educación femenina promovida por las escuelas filosóficas era considerada esencial para conseguir que la mujer pudiera llevar a cabo sus menesteres aplicando la prudencia, un juicio mesurado, cualidades que son potenciadas a través de esta paideia. Por este motivo, se incorporaba cierta preparación intelectual a esas habituales habilidades esenciales para garantizar la buena marcha de la vida doméstica y familiar.

 

Alejandría fue un reclamo intelectual para los jóvenes de las familias más destacadas de las ciudades del Mediterráneo oriental que acudieron a la ciudad con objeto de recibir una formación orientada particularmente al estudio de la filosofía pues se consideraba esta disciplina como la máxima expresión cultural y una parte esencial del aprendizaje de la elite (Bagnall, 1993, 255-56; Marcone, 1998, 363-66; Cribiore, 2001, 145-147; Watts, 2006, 187-203). El objetivo no era solo que los jóvenes aristócratas locales completaran una formación provechosa sino que además iniciaran sus primeros contactos con individuos de su mismo estatus. Los lazos de amistad forjados durante su estancia en Alejandría serán muy útiles una vez terminados los estudios, y asumidas sus nuevas responsabilidades como magistrados civiles o cargos eclesiásticos en sus ciudades. La red de contactos construida en estos años de formación podía ser utilizada en un futuro para acceder a ciertos favores o ventajas políticas2. En ese juego de relaciones políticas, las conexiones con el círculo imperial o con funcionarios de la corte resultaban esenciales pues gracias a ellos  se podían superar más fácilmente los sucesivos filtros que el aparato burocrático establecía para evitar una sobrecarga de peticiones individuales (Kelly, 1998, 155-156)3. El tráfico de influencias resultaba tan habitual que se aceptaba sin recriminación alguna la solicitud de favores de manera abierta, al igual que no resultaba inapropiado mencionar los beneficios esperados. Sinesio, por ejemplo, hace saber por carta a Hipacia que ha enviado, junto a una obrita, un astrolabio a modo de regalo “a un hombre (Peonio) que gozaba de influencia ante el emperador. Algún provecho sacó también la Pentápolis del opúsculo y del regalo”. En esta red de contactos, Hipacia mantuvo una posición privilegiada pues muchos de sus alumnos ocuparon puestos destacados en la administración imperial, como el comes militar mencionado en la correspondencia dirigida a Herculiano y Olimpio4. También pudo haber sido alumno de Hipacia Amonio, miembro del consejo de la ciudad, de quien Sinesio habla con afecto y respeto. Estas relaciones surgidas de su magisterio permitirán a la filósofa responder con éxito a las peticiones de beneficia5.

A la permanente relación con sus antiguos estudiantes, hay que añadir el compromiso de Hipacia con la vida pública de la ciudad y la estrecha relación que mantuvo con el prefecto augustal Orestes, la autoridad civil más importante de Egipto residente en Alejandría. Todos estos elementos y el prestigio obtenido en estas facetas convirtieron a Hipacia en una significativa fuente de poder dentro de la ciudad, libre de la influencia que pudiera ejercer el patriarca de Alejandría, Cirilo, en la comunidad cristiana. Solo si tenemos en cuenta estos factores podemos entender la animadversión del patriarca Cirilo hacia la filósofa que responde a motivos más complejos que el simple enfrentamiento religioso.

 

Con respecto a la enseñanza filosófica que se impartía en la escuela de Alejandría, seguía los habituales usos docentes del mundo tardoantiguo (Watts, 2006). Los alumnos contaban con un repertorio de comentarios a obras filosóficas con una dificultad progresiva y sus maestros también les proporcionaban material de estudio elaborado por ellos mismos con el propósito de facilitar el aprendizaje: trabajos introductorios, prolegómenos a la filosofía y tratados elementales de lógica que estaban destinados al colectivo general de estudiantes, muchos de los cuales no poseían conocimiento filosófico alguno. Esta dimensión didáctica que presidía la labor de los filósofos alejandrinos es uno de los rasgos más característicos de la producción científica del mundo tardoantiguo. Es decir, que en el terreno de la filosofía encontramos excelentes profesores y comentaristas además con intereses intelectuales muy amplios, pero no hicieron contribuciones significativas al desarrollo de la filosofía. Herederos de una larga tradición filosófica se dedicaron más que a innovar y a crear, a preservar y difundir su patrimonio intelectual. Por este motivo, el legado transmitido por los filósofos alejandrinos tardoantiguos, no está formado por tratados con nuevas propuestas metafísicas sino comentarios a esas obras clásicas de la filosofía.

 

El ideario más extendido en la instrucción filosófica de la escuela de Alejandría fue lo que la investigación actual denomina neoplatonismo, esto es, el platonismo que, con Plotino a partir del siglo III d.C., absorbe otras tradiciones filosóficas de la Antigüedad y llega a convertirse en la corriente dominante en todo el Mediterráneo tardoantiguo (Watts, 2017). Aunque los neoplatónicos se consideraban a  sí mismos como intérpretes de Platón, ofrecían a los estudiantes un repertorio seleccionado de textos con una dificultad progresiva en el que se incluían, en primer lugar, obras de Aristóteles. En efecto, la doctrina aristotélica llegó a ocupar un destacadísimo lugar en el magisterio filosófico alejandrino y de hecho los únicos trabajos que se conservan de los últimos representantes de la escuela alejandrina, los cristianos Elías, que vivió a finales del s. VI y Esteban (580-642), fueron comentarios no a las obras de Platón, sino a la lógica de Aristóteles. Los tratados de este autor se consideraban una especie de propedéutica para abordar con garantías de éxito los grandes misterios de Platón, considerado el filósofo por antonomasia, razón por la cual la educación filosófica culminaba con el estudio de una pequeña selección de sus trabajos.

 

La popularidad del neoplatonismo se explica por su papel como elemento de transición. Se convierte así en la primera corriente filosófica interlocutora del cristianismo al que suministró un sistema conceptual que podía aprovechar porque según este movimiento, el propósito último de la reflexión filosófica era contemplar el Uno, la causa original de las cosas temporales, el ser supremo que no puede ser conocido de manera directa por el hombre. Y ese Uno podía identificarse con el Dios cristiano. Evidentemente, estos principios filosóficos, que constituyen el núcleo del pensamiento neoplátonico, permiten entender su éxito entre las elites cristianas que descubrieron en esta doctrina el modelo de vida más adecuado que la herencia cultural pagana podía ofrecerles. Hay que recordar además que la progresiva conversión al cristianismo del grupo dirigente de la ciudad a lo largo del s. IV, no supone la desaparición fulminante de la cultura griega tradicional politeísta pues la aristocracia alejandrina no iba a rechazar de modo automático el prestigio de un bagaje cultural y de una tradición que había servido durante siglos como instrumento que la definía como grupo social. Y así, la elite alejandrina, integrada ahora por individuos que ocupan puestos destacados en la Iglesia, asume la responsabilidad de preservar ese patrimonio.  La  tradición pagana ofrecía además, un marco de referencia literario y mitológico que no era incompatible con el cristianismo y que fue desarrollado sin reparos por los intelectuales cristianos. Por ejemplo, en la poesía de Ciro de Panópolis, obispo del s. V, abundaban motivos homéricos y ecos virgilianos.

 

El triunfo del neoplatonismo entre las elites cristianizadas nos muestra asimismo que la estructura y el método educativo no resultaron significativamente afectados por la cristianización de la sociedad. Es más, la Iglesia no pretendió fundar escuelas propias en competencia con las existentes, regidas por los principios de la tradición académica pagana y por ello nunca siguió el ejemplo de las comunidades judías que tenían sus propias escuelas. A diferencia de los judíos, no se veía como una minoría perpetuamente marginada (Martínez Maza, 2014a). Sus fieles recibían educación integrados en las estructuras académicas que la ciudad ponía a disposición de todo el colectivo ciudadano con independencia de su adscripción religiosa. Por supuesto, la aproximación a los textos paganos se hacía con discreción y se afrontaba desde una perspectiva bien distinta, distinguiendo la forma del contenido, ofreciendo interpretaciones alegóricas a los pasajes más comprometidos y añadiendo lecturas propiamente cristianas. Por otro lado, la educación específicamente religiosa se efectuaba en el estricto ámbito familiar o en el seno de la iglesia.

 

En definitiva, paganos y cristianos compartieron en Alejandría una herencia cultural común y los filósofos de una u otra devoción religiosa coexistieron pacíficamente en el seno de la escuela neoplatónica. Los indicios en este sentido son abundantes: con posterioridad a la muerte de Hipacia, a mediados del V paganos como Hierocles y a mediados del VI Amonio, habían tenido alumnos cristianos, por ejemplo, Eneas de Gaza, el más destacado representante del neoplatonismo cristianizado; Juan Filópono miembro destacado de la Academia en el 529 fue monofisita y se encargó de la edición de las lecciones del director, el pagano Amonio.

 

Esta conciliación además fue posible en la escuela alejandrina por la elección de un camino bien diferente al emprendido por la gran competidora como centro de estudio filosófico, que fue la Academia de Atenas. En esta ciudad, fue más popular la dimensión mística del neoplatonismo y la teúrgia, es decir, el uso de prácticas mágicas y de oráculos caldeos, poemas en hexámetros dactílicos que circulaban junto a amplios comentarios que interpretaban su significado, como los instrumentos más adecuado para comprender la naturaleza del mundo y como vía idónea para, a través de la ascesis y la contemplación, culminar la ascensión y alcanzar la unión con el Uno. El empeño de algunos neoplatónicos de la academia ateniense, como su director Proclo, por cumplir con estas prácticas refleja la dimensión religiosa que caracterizó la enseñanza de la filosofía en Atenas (Lewy, 1978; Shaw, 1995; Athanassiadi, 1999; Van Liefferinge, 1999)6 y explica la agonía de la Academia ateniense hasta su cierre definitivo en el 529 tras la promulgación de una ley en la que el emperador Justiniano prohibía a los paganos ejercer su magisterio y recibir ayudas públicas (CJ 1.11.10.2). Y, mientras, continuaba activa y con una incesante producción científica la escuela alejandrina dirigida contemporáneamente por el ya mencionado Amonio pagano, que tenía como su más estrecho colaborador al cristiano militante, el monofisita Juan Filópono.

Y es que en Alejandría los neoplatónicos optaron por no practicar esos ritos cargados en exceso de contenido religioso e incluso algunos filósofos de esta corriente como Hipacia mostraron un gran rechazo hacia ellos. De hecho, de la filósofa no se sabe su filiación religiosa específica, si tuvo alguna inclinación por un culto en particular, y tampoco muestra el interés de otros intelectuales contemporáneos por la teúrgia. Pero su comportamiento en absoluto puede calificarse de extemporáneo y neutral sino al contrario porque lo que no era habitual en la escuela alejandrina era mostrar el compromiso religioso del que hicieron alarde algunos de los compañeros de Hipacia que participaron hasta sus últimas consecuencias en el enfrentamiento religioso y llegaron a dar muerte a algunos cristianos durante la reyerta que culmina con el asalto al Serapeo de Alejandría. No solo Hipacia se mantiene al margen de la violenta defensa de estesantuario en el 391 (Martínez Maza, 2014b). Entre sus discípulos paganos y cristianos tampoco se constata ningún momento de tensión en un ambiente caracterizado sobre todo por la coexistencia pacífica. Ese distanciamiento de la filósofa con respecto a la praxis religiosa tradicional, responde de manera fidedigna a la vertiente neoplatónica más potenciada en la capital egipcia.

 

En efecto, en la ciudad, el neoplatonismo desarrolló una faceta científica que ofrecía una mayor neutralidad y en la que paganismo y cristianismo podían convivir sin ningún conflicto (Aujoulat, 1986; Blumenthal, 1993; Sheppard, 2000). La neutralidad inherente a este magisterio científico hacía además innecesario definir la filiación religiosa de sus alumnos y así fue como la escuela de Alejandría pudo mostrar una gran flexibilidad, acoger distintas sensibilidades religiosas y ofrecer un marco de reflexión filosófica dúctil. Como vía de conocimiento para lograr ese ascenso del alma hacia la divinidad para unirse con el Uno (Marinuschs. 26, 27; Proclus, In rem publicam, 1.69.20-71.17; des Places, 1984; Liebeschuetz, 2000), la escuela preparaba a sus estudiantes en mecánica, matemática y sobre todo astronomía, entendidos como simples peldaños hacia un conocimiento superior (Marrou, 1989; Bregman, 1990; Blázquez Martínez, 2004). De hecho, durante los ss. IV y V la astronomía se consideraba como la más científica de las iniciativas filosóficas siguiendo las enseñanzas de Platón que consideraba la astronomía junto a la aritmética y la geometría7 como una de las disciplinas que hacían accesible la reflexión filosófica pues el conocimiento de los astros permitía al hombre conducir su vida y actúar según una regla ya señalada (O’Meara, 1989; Fowden, 2005, 525-526). Las instrucciones que Hipacia envía a su alumno Sinesio para construir un astrolabio, un testimonio muy valioso de sus aportaciones al ámbito de la técnica y la mecánica, permiten comprobar que en el magisterio de la filósofa alejandrina la astronomía desempeñaba asimismo un papel esencial. Después de detallar los beneficios de la astronomía aplicada a la reflexión filosófica, al describir el astrolabio y sus funciones, Sinesio (epist. 154) no se limita a enumerar los atributos puramente técnicos del aparato, sino que insiste en la aplicación filosófica del objeto pues con él, según su maestra, “podrá forzar los ojos para mirar por encima de las apariencias”.

 

Este contexto filosófico permite comprender esa inclinación de los filósofos alejandrinos por estas ramas de la ciencia y que Hipacia como maestra aúne la enseñanza de filosofía y ciencia. Su vocación científica queda plenamente justificada además por la inclinación de su padre por esta disciplina aunque conocemos otros filósofos alejandrinos que también impartieron lecciones de astronomía o matemáticas (Dillon, 1977, 341-383; Kingsley, 1995) como Amonio interesado en el trabajo de un pitagórico muy popular entre los neoplatónicos, Nicómaco de Gerasa, El inmediato sucesor de Amonio en la dirección de la escuela alejandrina fue otro matemático, Eutoquio, y Olimpiodoro impartió igualmente lecciones de astronomía. Al mismo tiempo, algunos matemáticos son recordados como filósofos, como el propio Teón, recordado por Sócrates Escolástico, Hesiquio y Teófanes como filósofo, e incluso, junto a él, Papo también aparece como filósofo en la Suda.

 

Al igual que sucede en el campo del magisterio filosófico, los profesores alejandrinos mostraron su competencia científica no como grandes creadores sino como excelentes transmisores de conocimiento. Teón e Hipacia no se dedicaron propiamente a la investigación, sino que fueron magníficos comentaristas y editores. Ambos editaron, preservaron y enseñaron los trabajos de los grandes matemáticos de época helenística y esta aportación resultó especialmente valiosa sobre todo en el ámbito de la enseñanza, pues estos comentarios no ofrecían una simple edición de la obra de los grandes creadores ni se trata de ediciones absolutamente fieles a los manuscritos originales sino que se presentan, a modo de versión simplificada para uso de los estudiantes, textos sencillos en los que se incorporan comentarios y textos sobre todo actualizados en los que añaden contribuciones propias y diferenciadas del original. Por este motivo, se reconocía la autoridad científica de quien escribía, aunque a esta labor se le otorgaba un prestigio menor que el reconocido a la pura creación matemática.

 

Este predominio de los comentarios en las matemáticas alejandrinas de los siglos IV y V frente a la creación característica del helenismo tardío resulta del todo comprensible dado el ambiente científico de la ciudad en este período. Ptolomeo no tuvo un sucesor digno de su talla en el mundo tardoantiguo y la escuela alejandrina se limita a comentar su obra. La decadencia del museo y la destrucción de las bibliotecas permiten comprender que la prioridad máxima del momento fuera la conservación del conocimiento y que la investigación quedara relegada a un segundo plano. De hecho, las reflexiones ofrecidas por comentaristas tardoantiguos como Teón e Hipacia además de mostrar la sobrada competencia científica de sus autores permitieron el uso continuado de unos textos que, de otro modo, se habrían perdido irremediablemente. Sus trabajos, permitieron la transmisión del saber de siglos anteriores hasta nuestros días. Y así, uno de los comentarios efectuados por Teón dedicado al tratado de Euclides sobre los elementos, se convirtió en la versión de referencia hasta finales del siglo XIX (Swetz, 1994).

 

Del mismo modo, su hija ofreció a sus alumnos versiones accesibles de los grandes textos matemáticos (Deakin, 1994, 234-243). La Suda recuerda tan solo su contribución como comentarista en relación a tres obras (Suda, IV, 644): en primer lugar, el comentario a la Aritmética de Diofanto en la que se incluyen, observaciones, notas, e interpolaciones que, sin duda, fueron de gran utilidad para sus alumnos, dado que se trata de uno de los matemáticos considerados incluso hoy en día más difíciles de la Antigüedad. Sus aportaciones deben ser reconocidas en su justa medida, pues desarrolla, por ejemplo, las ecuaciones diofánticas, es decir, expresiones algebraicas con múltiples soluciones enteras y también dedicó su atención a las ecuaciones cuadráticas8.

Su segunda contribución fue un comentario a las secciones cónicas de Apolonio9, donde se estudiaban no solo las más conocidas y manejadas entonces, las circunferencias, sino también las elipses, parábolas e hipérbolas (Knorr, 1989). Se trataba de un trabajo esencial puesto que estas figuras servían para estudiar órbitas de los planetas, aparentemente irregulares por no ajustarse al trazado circular que a priori se les asignaba. Hipacia ofreció una versión accesible cuyo valor será reconocido por astrónomos tan afamados en el s. XVII como el británico Edmund Halley que coleccionó cuantas versiones antiguas latinas y árabes del tratado pudo con el propósito, infructuoso, de discernir en el manuscrito original las  aportaciones de la matemática.

Una tercera obra atribuida a Hipacia tuvo una mayor trascendencia científica. Se trata de su participación en el comentario a la SyntaxisMathematica de Ptolomeo (90-160 a.C.), considerado el tratado matemático y astronómico más importante del mundo griego, conocido en su edición árabe como Almagesto, es decir, el gran libro (Rome, 1931-1943; Toomer, 1984; Waithe, 1987, 169-195). Sin duda alguna, fue el trabajo astronómico de referencia hasta las aportaciones de Copérnico en el siglo XVI. La aportación científica en este caso sí que aparece explícitamente reconocida, pues al inicio del libro tercero su propio padre, responsable de la edición y comentario de la totalidad de esta obra, precisa lo siguiente: “Comentario de Teón de Alejandría al tercer libro del sistema matemático de Ptolomeo. Edición controlada por la filósofa Hipacia, mi hija”. Se ha interpretado esta precisión introductoria como argumento de peso para defender una intervención coordinada de padre e hija quizás como solución a una tarea excesiva que Teón fue incapaz de asumir, pues por un lado debía presentar de manera conjunta una edición crítica que corrigiera y simplificara el texto de Ptolomeo y que además ofreciera una versión manejable para uso de los estudiantes. Dada la magnitud de la empresa, Teón solicitaría la colaboración de sus discípulos, entre ellos su hija para acometer la tarea. En este caso, incluso Hipacia se reveló como una gran científica pues hizo compatible une edición crítica, que guardara coherencia con la efectuada en el resto de la obra que no le fue asignada, con una versión accesible a los alumnos que simplificara el texto de Ptolomeo. En su comentario, además, incorporó actualizaciones del todo necesarias a las tablas astronómicas de Ptolomeo que se habían quedado obsoletas pues se basaban, para calcular los movimientos del sol, en el año trópico, esto es, el tiempo que tarda el Sol en volver al mismo equinoccio, dado que la tierra constituía el centro fijo del Universo (Tihon, 1978). Hipacia, propone un nuevo cálculo que toma como referente el año sótico, es decir, el tiempo que tarda la estrella Sirio (Sotis en egipcio) en volver a su punto de partida original y que suma una fracción a los 365 días del año. La elección de Sirio atiende a la importancia de este astro en Egipto donde tenía un gran significado simbólico pues su orto coincidía con el comienzo de la crecida del Nilo y servía para regular su calendario religioso.

 

Este entorno intelectual al que pertenece Hipacia parece ser a priori el campo más proclive a recibir los envites de la jerarquía eclesiástica pero la propia actitud adoptada por los docentes paganos que abandonaron una defensa comprometida de sus convicciones para asumir una neutralidad religiosa reflejada en su magisterio, permitió que desarrollaran su labor en un entorno progresivamente cristianizado. Amonio, por ejemplo, se autoimpone ciertas restricciones que afectan al contenido de sus enseñanzas y evita las materias que podían desagradar a los cristianos, procurando que su magisterio fuera lo más neutro posible desde el punto de vista religioso. Las voces discrepantes prefirieron buscar refugio en otros centros como así sucedió con filósofos fervientemente paganos como Siriano e Isidoro que buscaron un ambiente más acorde con sus ideas y se trasladaron a Atenas.


A la vista de esta ausencia de compromiso religioso, mayoritaria entre los miembros de la escuela alejandrina, cobra sentido que los filósofos no fueran objeto de una persecución deliberada y cuando esta circunstancia acontece, como en el caso de Hipacia, se trata de un hecho insólito, puntual que responde a motivos más complejos que el simple enfrentamiento religioso. De hecho, tras el asesinato de Hipacia en el 415 podemos comprobar que nada cambió en la escuela y que la convivencia entre profesores y estudiantes de distinta devoción religiosa se mantuvo hasta bien entrado el siglo VI, es decir un siglo después de la violenta muerte de Hipacia.

 

El ambiente religioso

 

Tres son las comunidades religiosas que protagonizan la vida religiosa de la Alejandría tardoantigua: aquella que continúa profesando la religión cívica tradicional, los judíos y la cada vez más preeminente comunidad cristiana.

 

Con respecto a la primera, fue modelada por el adversario cristiano como un bloque monolítico recogido en las fuentes cristianas mediante una denominación colectiva: hellenes, ethnikoio gentiles. El término hellenes (griego) resulta muy expresivo porque ilustra la estrecha vinculación entre el politeísmo y la religión ciudadana, innegable incluso para los cristianos. Fue empleado por obispos y monjes en sus sermones y prédicas para definir a los paganos con la intención de contraponer a los griegos, politeístas, pero además aristócratas y grandes propietarios, a los campesinos pobres y sometidos a los primeros, a los que se les ofrecía la liberación del cristianismo.

 

En la segunda mitad del siglo V, el politeísmo seguía contando con fieles en los circuitos  intelectuales de Alejandría e incluso algunos profesores mostraron un compromiso activo con sus devociones y en torno a ellos se formaron grupos de estudiantes que llegaron incluso a ejercer la violencia contra sus compañeros cristianos. Conocemos gracias al relato de Zacarías (V. Severi 18), el altercado entre estudiantes paganos y Paralio, un compañero recién convertido al cristianismo que había revelado la existencia de un santuario de Isis en Menouthis (Martínez Maza, 2009). El fanatismo también queda atestiguado entre los profesores como Heladio sacerdote de Zeus/Amón que se jactaba ante sus alumnos de haber dado muerte con sus propias manos a nueve cristianos en el curso de los enfrentamientos que culminaron con la destrucción del Serapeo de la ciudad (Martínez Maza, 2005).


 

Las fuentes cristianas recogen dos episodios expresión culmen del enfrentamiento religioso: la destrucción del Serapeo en el 391 (Schwarz, 1966; Martínez Maza, 2005) y la muerte de Hipacia en el 415, episodios tan significativos que fueron repetidamente enarbolados por los autores cristianos de Oriente y Occidente como emblema de la derrota del paganismo y del triunfo de la nueva fe del Imperio. De todos modos, no dejan de ser acontecimientos puntuales que no determinan la desaparición de las expresiones religiosas tradicionales.

 

La destrucción del Serapeo

 

La profanación de este santuario tiene lugar el año 391, bajo el patriarcado de Teófilo. Según recoge Rufino de Aquileya en el libro undécimo de su Historia Eclesiástica, el conflicto tuvo su origen en las labores de reacondicionamiento de un solar cedido a la Iglesia y ocupado anteriormente por una basílica abandonada. Durante los trabajos se hallaron algunos objetos sacros que fueron objeto  de las burlas cristianas. La reacción   de los paganos culminó en un enfrentamiento que dejaría incluso víctimas mortales. Las autoridades civiles conminaron a los paganos que se habían refugiado en el Serapeo a que depusieran su actitud, so pena de una represalia severa y ante la negativa de los atrincherados se trasladaron las consultas pertinentes a Teodosio. El emperador mostró clemencia con todos: otorgó la corona de martirio a los cristianos asesinados y se comprometió al cese de hostilidades contra los paganos si se extirpaba la raíz de la discordia, es decir la defensa de los ídolos. Tan pronto como se procedió a la lectura de la decisión imperial, la multitud cristiana agolpada pretendió la entrada y los paganos intentaron buscar refugio o escapar camuflados entre el gentío. El templo    fue ocupado por los soldados, que cuidaron de no dañar la estatua de culto de Serapis, temerosos de la leyenda según la cual, si la imagen recibía cualquier daño, la tierra se abriría, reinaría el caos y los cielos se hundirían en el abismo. Un soldado cristiano, sin embargo, lanzó un hacha a la imagen de Serapis quebrándole la mandíbula (la efigie era crisoelefantina) y, al no recibir castigo alguno su acción, continuó la hazaña, decapitándola y separando los miembros del torso. Para culminar simbólicamente la caída del culto a Serapis, cada parte desgajada de la estatua fue quemada en uno de los distritos de la ciudad y el tronco fue públicamente quemado en el teatro. A continuación, Teófilo reunió a los monjes en el emplazamiento del templo, transformando algunas de sus dependencias en iglesias donde se conservaron y rindieron culto a las reliquias de Elías y Juan el Bautista, profetas que habían anunciado la llegada del reino de Dios a la tierra.


Varios son los elementos del relato de Rufino que resultan interesantes analizar porque reflejan la realidad social y religiosa de la capital egipcia. En primer lugar, el refugio que buscan los politeístas  es  el Serapeo, ubicado en un entorno urbano periférico, bien alejado de la viacanópica en la que tuvieron lugar los altercados. La elección cobra sentido si recordamos que se trata del santuario del dios protector de la ciudad, su agatodemo desde época ptolemaica y símbolo de las tradiciones religiosas cívicas. Por este mismo motivo, su posterior desacralización aparece cargada de connotaciones simbólicas, hasta el punto de que para los autores cristianos su destrucción sea sinónimo de la derrota definitiva del paganismo.

 

Por otro lado, el grupo pagano estuvo liderado por miembros del círculo intelectual filósofos como Olimpio, que  ejerció de portavoz, gramáticos y profesores de retórica como Amonio o Heladio, que, finalizado  el enfrentamiento, abandonaron la ciudad (Hadot, 1978; Martínez Maza, 2014). Sin embargo, las fuentes guardan silencio sobre la participación de Hipacia que no aparece involucrada directa o indirectamente en los  sucesos. Ni ella ni sus estudiantes participaron en los enfrentamientos callejeros, ni estuvieron presentes en el Serapeo, ni ejerció tampoco la filósofa ninguna labor de mediación entre los sublevados y los representantes imperiales. Su ausencia se ha interpretado como prueba de su actitud de absoluta neutralidad en el ámbito religioso, acorde con la vertiente del neoplatonismo más extendida en la ciudad que potenciaba los  instrumentos científicos como vía de acceso a lo divino. Podemos suponer, en consecuencia, que la actividad filosófica de Hipacia no se vio afectada por los sucesos, y tampoco su labor como docente en la escuela.

Con respecto a la benovolencia atribuida a la respuesta imperial, responde a circunstancias de orden  no estrictamente religioso. Dada la importancia estratégica de la ciudad, centro fundamental de abastecimiento de productos de subsistencia y bienes de consumo, resultaba muy arriesgado mostrar una actitud intransigente. Era prioritario asegurar la lealtad de la ciudad en un ambiente tranquilo y por ello se debía mostrar la superioridad de la nueva fe no mediante la violencia y la coerción sino con la serenidad propia de la majestad imperial. La resolución emitida desde la corte muestra por este motivo el carácter ecuánime que recoge Rufino: la concesión del martirio a los cristianos muertos estuvo unida al perdón a lo paganos implicados, al tiempo que se conminaba a cumplir la legislación en materia antipagana recogida por la ley10.

Por otro lado, ni la legislación conservada, ni las acciones promovidas por Teodosio parecen confirmar que la desacralización del recinto fuera promovida desde instancias imperiales pues las constituciones de este periodo sólo instaban al cierre de los templos, el cese de los sacrificios y demás prácticas paganas y el desmantelamiento sólo se decretó en una fecha tardía, el año 407. Hasta este año, no se otorgó ninguna atribución a las autoridades eclesiásticas para velar por el cumplimiento eficaz de las condenas, por lo que la participación de los obispos en acciones antipaganas no estuvo amparada por ningún mandato imperial, y se efectuó a título privado, contando con el tácito consentimiento de los magistrados si las consecuencias podían ser asumibles. Nada de esto acontece en Alejandría, donde, como ya hemos visto, la corte imperial no era proclive a una acción antipagana. Tampoco respondía a la aplicación de ninguna ley contra el politeísmo la presencia del ejército, justificable solo por el hecho de que se consideró el enfrentamiento una sedición civil y no una disputa religiosa, una disputa en la que las autoridades locales se vieron finalmente obligadas a apelar al emperador y a acudir al lugar mismo del encierro para transmitir el mandato imperial. En consecuencia, la acción iconoclasta del soldado solo respondería a un celo excesivo en  el cumplimiento de las órdenes, movido por su celo religioso.

 

Un comentario final merece la descripción que Rufino efectúa sobre la destrucción del Serapeo pues presta más atención al acto de iconoclasia que al desmantelamiento del recinto. El interés con el que queda descrito el desmontaje del ídolo serapeico es comprensible puesto que se trata del receptáculo de la divinidad y posee una carga simbólica mayor que el templo, dado que constituye el instrumento a través del cual el dios se manifiesta. De ahí la minuciosa descripción de los artilugios que componían su apariencia divina y el relato preciso del descuartizamiento del que es objeto. No obstante, ha sido la destrucción del santuario y su reutilización inmediata como iglesia la que ha quedado establecida como paradigma del programa de cristianización. Pero, si bien la profanación resulta innegable, de la reutilización inmediata del espacio sacro sin embargo no se conservan pruebas fehacientes pues los restos cristianos no han proporcionado una datación precisa del inicio de la reocupación y por lo tanto no se puede asociar de manera consecutiva a la destrucción del Serapeo. Además, atendiendo a una práctica bien atestiguada en distintas  regiones  del Mediterráneo, parece frecuente la existencia de un periodo de abandono prolongado desde el momento de desacralización    del edificio hasta su posterior rehabilitación como iglesia y solo motivos de fuerza mayor como la necesidad de espacios en zonas urbanas estratégicas podían inclinar a las autoridades eclesiásticas a un rápido acondicionamiento de los recintos paganos. En Alejandría, estas circunstancias no parecen haberse dado en el Serapeo, ubicado, como ya se ha mencionado, en las afueras, aunque sí en el Cesarion, sede del culto imperial y donde se ubicará la catedral alejandrina en una reutilización cristiana que suscitará una gran tensión con los  politeístas, que se sintieron desposeídos de sus temploscívicos.

 

Por otro lado, la cristianización de los devotos serapeicos se efectuó con procedimientos mucho más sutiles que la destrucción del santuario. En el ámbito ideológico, por ejemplo, los dioses del politeísmo quedan neutralizados por completo al integrarlos al cristianismo degradados a la categoría de seres demoniacos subordinados al Dios supremo. Otros recursos empleados en el proceso de cristianización afectaron a las prácticas cultuales. Se trata de la técnica más visible y que adoptaba multitud de formas: la cristianización de la procesión isíaca, en la que se exhibía el nilómetro, reubicado ahora en una iglesia cristiana, o la imposición de la cruz en los bustos serapeicos que adornaban los dinteles y los alféizares de las viviendas particulares.

 

La disolución de la comunidad judía

 

La relación entre la comunidad cristiana y la judía fue ambivalente pues, a pesar de que ambas compartían un bagaje ideológico común, sus divergencias dieron lugar a una literatura que recogió sus disputas, conocida como adversusjudaeos, y, en tiempos de la persecución, prestaron colaboración a las autoridades romanas con objeto de identificar a los cristianos de la ciudad. El episodio que refleja la extrema violencia que caracterizó las relaciones entre cristianos y judíos tuvo lugar en torno a los años 414- 415, en una secuencia temporal próxima al asesinato de Hipacia que culminaría con la expulsión de gran parte de la comunidad judía de la capital egipcia durante el episcopado de Cirilo, sucesor y sobrino del patriarca Teófilo.

 

El recelo que muestra Cirilo hacia la comunidad judía responde a su activa participación en las disputas que tuvieron lugar a lo largo del siglo IV. La intervención de los judíos en el destino de Jorge de Capadocia en el año 361, y en la persecución arriana de 374, convencieron a Cirilo de que su seguridad y su


                                                                                                                                    

consolidación como patrono cívico y defensor espiritual dependía, al menos parcialmente, de su capacidad para neutralizar a la oposición judía. No obstante, su posición en la ciudad no era lo suficientemente sólida como para iniciar acción alguna contra la comunidad judía, pues, por un lado, su nombramiento como obispo era reciente y, por otro, el judaísmo todavía disfrutaba de una protección legal reiterada en sucesivos mandatos imperiales que insistieron en la condición de religión protegida que disfrutaba el judaísmo y condenaron el asalto a las sinagogas. De modo que el obispo, para iniciar una ofensiva antijudía, precisaba de un casus belli que justificara su iniciativa.

 

Según recoge Sócrates (HE 13), una de las principales fuentes para conocer los sucesos que desencadenaron el enfrentamiento, la disputa se inició en el teatro, un espacio percibido por las autoridades como conflictivo porque se trataba de un lugar de reunión difícil de controlar, en el que se concentraban distintos colectivos sociales y religiosos que empleaban la ocasión para expresar sus quejas o amenazas. El prefecto Orestes advirtió sobre la necesidad de regular estos espectáculos para preservar el orden público y promulgó acciones restrictivas contando incluso con el apoyo de los máximos dirigentes de la Iglesia, en uno de los pocos ejemplos en los que coinciden los intereses de la administración imperial y los de la jerarquía eclesiástica. Orestes dio a conocer las nuevas directrices que controlaban estas representaciones en el teatro y lo hizo además un sábado, día de mayor afluencia de judíos puesto que aprovechaban el día de descanso para asistir a las actuaciones. Su intervención tuvo como resultado previsible un altercado entre los devotos cristianos y los numerosos judíos que habían asistido al espectáculo. El prefecto, molesto por el alboroto, mostró su disposición a escuchar las quejas de los espectadores judíos, que denunciaron la presencia entre el público de Hierax, un enviado de Cirilo al que acompañaban partidarios del patriarca para conocer tanto la nueva regulación como la reacción de los asistentes a las medidas. Hierax fue acusado de delator, sedicioso e instigador de las revueltas, y el prefecto aprovechó la ocasión para realizar un gesto que lo aproximara a la comunidad judía con el fin de obtener su apoyo frente al patriarca. Hierax fue detenido y azotado allí mismo, para regocijo de los judíos asistentes. Cirilo consideró este tratamiento a uno de sus clientes como una afrenta personal, y, presa de indignación, ordenó retener en la ciudad a los judíos responsables del incidente. Las exigencias del patriarca sobrepasaban los límites de su autoridad, pues no disponía absolutamente de jurisdicción alguna sobre la comunidad judía, y menos de potestad para imponerse a su dirigente. Los judíos, alentados por el favor del prefecto, decidieron responder a la ofensa con el uso de una violencia extrema. Cirilo respondió con la mismas armas, y respaldado por una enorme multitud de devotos, tomó el barrio judío y un buen número de las sinagogas de la ciudad. Muchos de estos recintos fueron además convertidos en iglesias, lo que permitió a Cirilo explotar el paralelo que esta política guardaba con la famosa cristianización de templos paganos promovida por su tío el patriarca Teófilo. Un gran número de judíos abandonaron la ciudad, y la muchedumbre se apropió de sus posesiones y viviendas. Orestes fue incapaz de hacer frente a esta demostración de fuerza ofrecida por Cirilo y de defender a la comunidad judía. De acuerdo con el relato de Sócrates, Orestes, aunque indignado por el exceso cometido por Cirilo, se limitó a enviar a Constantinopla un informe de lo acontecido. Cirilo también envió su propia versión de los hechos a la capital. La corte prefirió no implicarse en el conflicto y se limitó a enviar una directiva nada comprometedora, por la que se dictaminaba que las disputas entre judíos y cristianos debían ser juzgadas por el gobernador provincial. A partir de entonces, la comunidad judía dejó también de tener un papel relevante en el escenario político.

 

La competencia entre grupos cristianos

 

El conflicto religioso no solo estuvo dominado por la oposición paganismo/cristianismo. La ausencia de una comunidad cristiana homogénea permitió que sugieran distintas sensibilidades religiosas y la rivalidad entre facciones que defendían posturas teológicas antagónicas alcanzará en Alejandría una virulencia tal que la violencia contra el adversario es mayor aún que la ejercida sobre los paganos y dejará más víctimas que todas las persecuciones contra los cristianos.

 

Las revueltas entre facciones cristianas se concentran sobre todo en el episcopado de los obispos arrianos Gregorio (339-345), Jorge (357-361) y Lucio (367-378), y como consecuencia de la controversia monofisita, en 451, año en el que es depuesto el patriarca Dióscoro11 aunque los enfrentamientos derivados de este último debate cristológico culminaron con el asesinato del obispo calcedonio Proterio en el año 457.

 

Así pues, la defensa del dogma y la ortodoxia no quedó circunscrita al debate intelectual sino que se trasladó a las calles ocasionando una alteración del orden público tal que requirió la enérgica intervención de la autoridad civil. Bastaba una petición del líder del grupo para que sus acólitos acudieran en multitud a plazas e iglesias a mostrar su lealtad y en defensa de la cabeza de su iglesia, movidos por una fidelidad más de naturaleza personal que fundada en convicciones doctrinales porque con frecuencia las divergencias teológicas entre grupos resultaban complejas para un público no versado en exégesis bíblica. De todos modos, la labor de sacerdotes y presbíteros fue esencial para difundir los conceptos básicos, algunas citas bíblicas y sus distintas interpretaciones y divulgar, en definitiva, una mínima cultura teológica entre una población que no tenía acceso a la lectura de los tratados12.

Fue precisamente esa intervención de fieles sin suficientes conocimientos para entender el verdadero alcance de las controversias doctrinales y la existencia de motivaciones ajenas a la defensa del dogma y relacionadas más bien con las propias ambiciones y enemistades personales de los protagonistas de las disputas lo que agudizó el conflicto y recrudeció unas respuestas que abandonaron el terreno de la discusión teológica para acabar convertidas en enfrentamientos dominados por la violencia.

 

La jerarquía eclesiástica tuvo que acudir, para ejecutar su estrategia represora a la intervención imperial puesto que no disponía por sí misma de eficaces instrumentos coercitivos y los emperadores, profundamente convencidos de su papel como defensores de la fe, no van a permanecer indiferentes ante unos movimientos heréticos que no solo amenazaban la unidad ideológica del Imperio sino que alteraban la paz ciudadana. Y por ello el emperador, en virtud de sus prerrogativas como máximo mandatario y no como devoto fiel de la Iglesia, ofreció todos los medios a su alcance para suprimir cualquier desviación de la ortodoxia. Sin duda alguna, la disputa teológica que marcó de manera más profunda las relaciones entre los distintos grupos cristianos en Alejandría fue el conflicto arriano.

 

El arrianismo, corriente teológica que sostenía la naturaleza subordinada de Cristo hacia Dios padre, tomó su nombre de Arrio, el presbítero del distrito de Boukolou ubicado en las afueras de Alejandría. No resulta extraño por ello que el movimiento tuviera su principal foco en las regiones extramuros de la ciudad y que, en consecuencia, entre sus más fervientes partidarios destacaran los pastores y las bases urbanas  que habitaban estas áreas periféricas. El obispo arriano Jorge de Capadocia extendió sus lazos clientelares a otras profesiones también habituales en este entorno como los colegios de enterradores y portadores de ataúdes, se hizo con el monopolio de la manufactura de papiro y obtuvo un impuesto especial sobre la extracción de natrón. Se trata de actividades económicas, todas concentradas en las zonas periféricas, que al estar ahora bajo su control le permitirían afianzar su presencia y la lealtad de la población de los suburbios. También el movimiento ascético que instaló en esta zona marginal sus primeros lugares de retiro mantuvo inicialmente contactos con el arrianismo hasta su completa vinculación con la ortodoxia nicena. Y algunos de los miembros cristianos de la clase dirigente abrazaron asimismo el arrianismo durante el gobierno de emperadores seguidores de esta opción religiosa, por motivos bien alejados del compromiso religioso. Resultaba en ese momento una filiación muy atractiva puesto que se veía beneficiada de exenciones fiscales, nombramientos episcopales y el gobierno además castigaba severamente con multas, confiscaciones de bienes y presidio a todo aquel que se mantuviera fiel a la fe nicena.

 

Aunque después del concilio de Nicea, en el que se fijan los dogmas que definen la ortodoxia católica, Constantino ordenó el destierro de los clérigos que, como Arriano, se opusieron al credo llamado desde entonces niceno, poco después los reintegrará a la comunidad eclesiástica y esta medida generará una tensión entre partidarios de uno y otro bando. Alejandría se convertirá en uno de los principales focos de conflicto, pues durante gran parte del siglo IV existirán dos obispos (niceno y arriano) que actuarán de modo paralelo y que lucharán al tiempo por mantener la lealtad de su congregación y conseguir arrebatar parcelas de poder al obispo adversario. Durante los periodos de gobierno imperial bajo un emperador arriano que se suceden hasta época de Teodosio serán los obispos de este movimiento los que disfruten de todos los beneficios derivados del apoyo estatal y el clero niceno se verá condenado al exilio, si bien conservará sus sólidas redes clientelares y ejercerá su poder desde los monasterios próximos a Alejandría  en los que encontrarán refugio. Desde allí, el obispo enviará a sus seguidores las directrices oportunas, empleará su patrimonio para asegurar la fidelidad de los grupos más necesitados y sus amplias redes clientelares para provocar disturbios que alterarán el orden ciudadano e impedirán el normal funcionamiento de la actividad administrativa de una corte imperial percibida como adversaria. Una buena prueba de la capacidad de intervención, aun en la sombra, la comprobamos en el uso que hace el patriarca niceno Atanasio de sus redes clientelares en los collegiade navicularicristianos, integrados por capitanes de barco y marineros de la flota destinada a transportar la annona. Atanasio fue capaz de movilizarlos y amenazar con impedir la salida del puerto alejandrino de las naves cargadas de grano con destino a Constantinopla y emplearlos como brazo armado en los concilios celebrados en puertos alejados de Egipto.

 

Además, el patrocinio social y económico desplegado por el patriarca al servicio de los pobres de la ciudad, se tradujo en un amplio programa de acciones caritativas que incluían el reparto regular de limosnas en forma de grano, vino o aceite. Se trataba de recursos públicos reservados de la annona estatal y canalizados desde época de Constantino hacia la iglesia de Alejandría para atender la manutención de viudas y pobres. De manera que el emperador otorgó al patriarca recursos adicionales susceptibles de ser utilizados no sólo para ejecutar esa labor evergética sino también para obtener partidarios. Y así, esas distribuciones de alimentos cuidadosamente organizadas e institucionalizadas que hasta entonces habían constituido una acción evergética monopolio de la elite alejandrina se convierten ahora en un poderoso instrumento episcopal que permitió asegurar la lealtad de los devotos más necesitados y ampliar la base social de cada movimiento. Las autoridades imperiales pronto percibieron este uso inapropiado de las distribuciones caritativas y cuando la administración imperial arriana intentó debilitar en Alejandría la oposición nicena, confiscó a los partidarios de Atanasio aceite y otras limosnas con la intención de romper la sólida red de patronazgo de la que el obispo disponía en la ciudad. En efecto, los principales perjudicados fueron viudas y desposeídos que dependían para su supervivencia de estas entregas administradas por las iglesias nicenas. A continuación, para consolidar la presencia arriana en la ciudad, esos recursos arrebatados a los nicenos fueron desviados a las iglesias arrianas y gestionados con los mismos fines, pero a través de  sus propias redes redistributivas.

 

El conflicto arriano cesó en Alejandría en tiempos de Teodosio I el Grande que impuso de manera definitiva la ortodoxia nicena tal y como queda proclamado en el edicto publicado en el 380 y conocido como cunctospopulos(COD. THEOD 16.1.2), en el que anuncia la doctrina homoousiana como nueva  directriz ideológica para todo el imperio. Amparados por esta proclamación imperial, los obispos nicenos reafirmaron su liderazgo en Alejandría y aunque los enfrentamientos de naturaleza teológica continuarán, la ciudad deja de ser el escenario principal de la contienda. Los dos obispos nicenos protagonistas de esta nueva fase son Teófilo y su sobrino Cirilo.

 

A partir de entonces, el objetivo principal del patriarca fue su consolidación no solo como director espiritual sino también como líder de la comunidad alejandrina no solo cristiana y contó para ello con el apoyo que obtiene de dos colectivos laicos, muy presentes en la vida alejandrina y vinculada de modo directo a la jerarquía eclesiástica. Se trata de los parabalanos y los filóponos, que participaron activamente en los enfrentamientos religiosos de la ciudad y a los que se les imputan violentos episodios como la destrucción del Serapeo (391) o el asesinato de Hipacia (415).

 

El origen de los parabalanos guarda relación con la asistencia hospitalaria que la Iglesia presta a los enfermos más necesitados y que forma parte de su programa de actividades caritativas. Por el tipo de trabajo que debían desempeñar debieron de ser reclutados entre los individuos más necesitados, puesto que su tarea en los hospitales implicaba el contacto con individuos enfermos, o entre trabajadores de la estiba ya que el traslado de cuerpos era una tarea que exigía cierta corpulencia física. Las fuentes recogen su intervención como violentos alborotadores que intervenían en las sedes judiciales para dirimir a favor del patriarca cualquier disputa. Por este motivo, se ha supuesto su participación en el asesinato de Hipacia aunque no hay testimonios explícitos de su intervención en el fatal desenlace. No obstante, sí aparecen mencionados expresamente en un mandato imperial promulgado un año después, tras la queja formulada en Constantinopla por una delegación de la boulé egipcia que insiste en los problemas causados por este colectivo. Se trata de una ley imperial promulgada en otoño de 416 por los emperadores Honorio y Teodosio II y dirigida al prefecto del pretorio (Martínez Maza 2014b). En ella se incluye un conjunto de regulaciones que limitaba severamente el reclutamiento y la actividad de los parabalanos (COD. THEOD

16.2. 42-43). Con respecto al reclutamiento, el número de parabalanos fue limitado a quinientos, cantidad que refleja la significativa presencia de estos asistentes en la iglesia alejandrina. Además, la elección de miembros sólo podía realizarse entre los individuos menos favorecidos de los colegios profesionales de la ciudad y debía ser ratificada por el prefecto augustal y el prefecto del pretorio. Se trataba de un procedimiento para controlar al colectivo pues al estar adscritos a las asociaciones profesionales de la ciudad los miembros podían ser fácilmente identificados en el caso de que hubieran intervenido en algún conflicto. Todas estas regulaciones muestran la clara intención del gobierno de situar a los parabalanos fuera del control del patriarca y en manos de las autoridades civiles. Por otro lado, se establecieron estrictas limitaciones a su presencia pública, puesto que se les prohibió expresamente acudir a reuniones de la boulé, a las salas de justicia y a cualquier espectáculo público.


 

Otro colectivo estrechamente asociado al episcopado es el formado por los filóponos, que también cuidaban de enfermos y de indigentes como los parabalanos, aunque de ellos se destaca muy  especialmente su profunda devoción, su modo de vida ascético y su labor de apostolado en la que no dudaron en emplear la violencia. Los obispos supieron ver la pronta disposición antipagana del colectivo en su propio beneficio y lo involucraron en ataques contra santuarios politeístas como el que efectuó en el año 480 Pedro Monje que culminaría con la destrucción del templo de Canopo y Menouthis y la quema ceremonial de un gran número de objetos sagrados profanos. Entre los miembros más destacados hay que recordar a Juan Filópono, erudito, filósofo y escritor del siglo VI, que auxilió al pagano Amonio en las tareas de dirección de la escuela filosófica alejandrina.

 

Pero si hay un instrumento al que acuden regularmente los patriarcas de Alejandría como instrumento de coerción fueron los miles de monjes de los numerosos monasterios y ermitas establecidos en las zonas rurales próximas a la capital. Su creciente número y su presencia cada vez más frecuente en el hábitat urbano los convirtieron en una poderosa arma en el conflicto religioso incluso en contra de la autoridad del patriarca cuando unidos a la aristocracia local, a la autoridad imperial o a la facción eclesiástica en la sombra, los monjes ofrecieron su numeroso contingente para provocar un cisma en la iglesia alejandrina (Martínez Maza 2014b). De hecho, los monasterios se convirtieron en centros de disidencia donde se refugiaban los obispos depuestos y/o los defensores de la heterodoxia. Así sucedió a finales del siglo VI cuando el obispo monofisita de Alejandría estableció su cuartel general en uno de estos monasterios. Los monjes, por ejemplo, encabezaron inicialmente la oposición al obispo arriano Jorge de Capadocia y a la inversa, cuando el obispo “oficial”, el arriano Lucio, intentó romper la resistencia nicena dentro de la ciudad intentó atraer a su causa a famosos eremitas del desierto.

 

Por lo tanto, podemos comprobar que los obispos utilizarán a los monjes y el prestigio de sus comunidades para defender su posición en las causas teológicas y desarrollar su programa pastoral. No obstante, la violencia incontrolada de sus intervenciones en los principales enfrentamientos religiosos de la ciudad y la amenaza que suponían estas bandas de ascetas rurales para el mantenimiento del orden en las ciudades tardoantiguas fomentaron su pésima reputación.

 

Las autoridades civiles y eclesiásticas fueron conscientes de su nociva intervención en los altercados religiosos y promovieron medidas para regular su actividad pública y restringir sus movimientos en


 

Alejandría. El emperador Marciano advirtió en la sexta sesión del concilio de Calcedonia, que los monjes de cada ciudad y cada distrito debían estar subordinados al obispo y permanecer en el lugar, dedicarse al  ayuno y a la oración y no intervenir en asuntos ni eclesiásticos ni civiles. Sus medidas cobran sentido, además, en el curso de los acontecimientos que rodearon la muerte de la filósofa, en torno a los años 414- 415, cuando una banda de quinientos monjes procedentes de Nitria intentó dilapidar al prefecto Orestes en las calles de la ciudad. Sólo la intervención de la población alejandrina, que acudió en auxilio del representante imperial, pudo evitar consecuencias mayores. De todos modos, el patriarca Cirilo, supo enviar un informe a la corte imperial y disponer las medidas oportunas para transformar la percepción pública de estos desórdenes, que pasaron de ser un atentado contra el prefecto instigada por monjes fanáticos, a convertirse en una lucha a favor de la justicia y el bien.

 

El asesinato de Hipacia

 

Las fuentes documentales confirman sin duda alguna a Hipacia como una figura influyente en la vida social y política de Alejandría. Su capacidad de acción debido a su una sólida red de contactos con miembros de la administración municipal, incluso de devoción cristiana, podía resultar muy beneficiosa para el prefecto Orestes y se convirtió en una pieza clave en la estrategia diseñada por el prefecto. Este reprobaba la violencia del patriarca pues impedía el ansiado consenso entre paganos, judíos y cristianos y pretendía por ello aislar a Cirilo intentando unir a la mayor parte de la población, en un partido opuesto al obispo. Hipacia, aun no siendo cristiana, no había mostrado un compromiso activo en la defensa de las creencias tradicionales y podía ser percibida como una excelente negociadora por todos los colectivos religiosos de la ciudad, incluidos los cristianos a los que ella misma había impartido clases.

 

Cirilo no había alcanzado hasta ese momento un reconocimiento similar al que gozaba la filósofa en Alejandría, porque su nombramiento como obispo además de ser reciente se había producido en un contexto de extrema violencia (Rougé, 1987; id., 1990, 485-504). Además, sus apoyos entre los miembros  de la élite alejandrina eran bien escasos y entre ellos cabe mencionar el citado Hierax, azotado en público por orden del prefecto (Juan de Nikiu, Chron. 84-87). Su principal respaldo procedía de la horda de monjes procedentes del desierto de Nitria que se hacen visibles con gran violencia en la capital pero era consciente de su debilidad frente al prestigio que posee Hipacia y del riesgo que entrañaba la alianza de la filósofa con Orestes. Las propias fuentes eclesiásticas consideran a la filósofa como el león en el camino para la reconciliación entre ambos.

 

Desde esta perspectiva, no resulta extraño que Cirilo difundiera toda una campaña de difamación contra la filósofa con el propósito de neutralizarla como uno de los principales pilares de Orestes. Se pretendía que una figura digna de veneración, de reconocido prestigio en cualquiera de los ámbitos de la vida cívica se convirtiera en un personaje impopular. Se la llegó incluso a culpar del conflicto que enfrentó a cristianos y judíos en la comunidad: Juan de Nikiu insistía en que, gracias al apoyo ofrecido por la filósofa a los judíos, éstos se resistieron a escuchar al patriarca, que proponía el cese de las hostilidades.

 

Sus trabajos matemáticos y astronómicos y la inclinación paterna por la magia y la astrología se unían a la falta de compromiso religioso mostrado por la filósofa calificado de impío y se emplearon como prueba de cargo en manos de Cirilo y sus partidarios para demostrar su inclinación hacia prácticas trangresoras (Martínez Maza, 2019). Así, se le acusó de practicar la magia negra, la brujería contra el prefecto y, en consecuencia, todas aquellas intervenciones políticas de Orestes que no satisfacían las expectativas de la autoridad episcopal, acabaron siendo explicadas como resultado de la influencia ejercida por la filósofa mediante conjuros amorosos, que doblegaron la voluntad del prefecto13.

La intervención de la filósofa fue percibida por Cirilo como una amenaza tal que la única solución  factible para acabar con su papel mediador en esa estrategia basada en el consenso fue finalmente  su  asesinato. A pesar de la innegable brutalidad de los relatos que describen su muerte: ejecutada, mutilada, su cadáver descuartizado trasladado por la vía canópica, la principal calle de la ciudad y finalmente la incineración de los pedazos, este procedimiento, riguroso en sus formas y su articulación se ajusta a un paradigma de ritual de purgación cívica con larga tradición en la ciudad. Está atestiguado ya en el año 250, cuando son sometidos a este proceso, cristianos víctimas de la persecución; en el año 373, ejecutado contra partidarios nicenos y en el 415, cuando Hipacia sea la protagonista de un ritual idéntico en su estructura. Contamos con otros ejemplos de este tipo de cortejo expiatorio: durante las revueltas de 361, el obispo arriano Jorge y dos representantes de la administración imperial (responsable de proteger al obispo) fueron asesinados y sus cuerpos fueron llevados en procesión sobre camellos e incinerados y en el año 457 Proterio, patriarca por designación imperial, fue asesinado de modo similar.

 

Su muerte simboliza el triunfo del patriarca en cuyas manos queda la ciudad de Alejandría. De Orestes no se vuelven a tener noticias. Durante las tres décadas que suceden al asesinato de Hipacia, Alejandría disfrutó de un periodo de calma y Cirilo pudo entonces dedicar su atención a los conflictos teológicos que tienen ahora como escenario la capital imperial Constantinopla.

 

 

 

Bibliografía

 

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Recibido: 12 de Junio de 2019

Aceptado: 15 de Julio de 2019 Versión Final: 30 de Septiembre de 2019