El protagonismo de las mujeres en el Imperio romano. Del politeísmo
tradicional al monoteísmo cristiano
Female
protagonism in the Roman Empire. From traditional Polytheism to Christian
monotheism
JUANA TORRES
(Universidad de Cantabria); España
Resumen
En este capítulo
se lleva a cabo un recorrido por la historia de las mujeres en el Imperio
romano, es decir, en los cuatro primeros siglos de nuestra era. Uno de los aspectos
insoslayables para llevar a cabo ese objetivo tiene que ver con la religión
predominante en cada momento, pues en cualquier sociedad ha existido siempre un
conjunto de creencias religiosas, que ha condicionado la existencia de los
individuos. La información sobre la condición femenina procede fundamentalmente
de los textos de los hombres, a partir de los cuales se ha reconstruido su
vida. Por ellos sabemos que las mujeres estuvieron oficialmente excluidas de la
política y de la vida pública, y también relegadas en el ámbito religioso, ya
que los civilia officia eran exclusiva competencia de los hombres. Pero, a
pesar de las numerosas restricciones, comprobaremos que las mujeres tuvieron
también protagonismo en los distintos ámbitos.
Palabras clave: Historia de las
mujeres; Antigüedad tardía; cultos greco-romanos; cristianismo
Abstract
In this
chapter a tour is taken of the history of women in the Roman Empire, that is,
in the first four centuries of our era. One of the unavoidable aspects to carry
out this objective has to do with the prevailing religion at every moment,
because in any society there has always been a set of religious beliefs, which
has conditioned the existence of individuals. The information on the female
condition comes mainly from the texts of men, from which their lives have been
reconstructed. From them we know that women were officially excluded from
politics and public life, and also relegated in the religious sphere, since the
civilia officia were the exclusive
competence of men. Despite the numerous restrictions, we will verify that women
also played a leading role in the different fields.
Keywords: History of
women; Late Antiquity; Greco-Roman cults; Christianity
I Introducción
Desde
mediados del siglo XX se ha publicado una ingente cantidad de estudios sobre la
mujer en el Mundo antiguo, con orientaciones y enfoques dispares. Resultaría,
por tanto, prácticamente imposible realizar un estado de la cuestión, debido al
volumen de artículos y libros. El prejuicio registrado con más frecuencia en los
diferentes estudios es el uso de parámetros actuales para analizar sociedades
muy lejanas en el tiempo, como la de la Antigüedad, y, por tanto, muy
diferentes a la nuestra. Pero debemos evitar caer en anacronismos, que nos
impedirían llevar a cabo un estudio histórico serio. Hay que intentar situarse
en el contexto preciso y, en la medida de lo posible, prescindir de nuestro
sistema de valores.
Por otra parte, en la
actualidad se constata la tendencia a incluir bajo la misma categoría trabajos
científicos dispares, no todos clasificables como “estudios de género”, y por
ello me parece inadecuado asimilarlos. La perspectiva de género es un marco teórico adoptado en investigación, entre
otros campos, con el objetivo de
tener en cuenta los roles y desigualdades de género. Dicho enfoque implica el
reconocimiento de que las relaciones de poder existentes entre los individuos
generalmente favorecen a los varones como grupo social y resultan
discriminatorias para las mujeres. Sin tener nada en contra de esa idea, y
apoyando los estudios feministas, tan útiles para visibilizar la discriminación
femenina en todas las épocas, creo que hay que distinguir algunos aspectos.
La historia sobre las mujeres es un campo de estudio
necesario, que había sido dejado de lado hasta fechas recientes. La primera
constatación que emerge de las fuentes es una situación de sometimiento y de
inferioridad de las mujeres con respecto a sus parientes masculinos. Pero esta
circunstancia no es exclusiva de una época o de una civilización, sino que ha
sido una constante en todas las culturas y, por tanto, en todos los sistemas religiosos,
perviviendo hasta el día de hoy. Así pues, no debemos obviar esa premisa a la
hora de reconstruir los diferentes ámbitos de la vida de las mujeres y de poner
de manifiesto su participación en el devenir de los hechos, pero tampoco
podemos dejarnos llevar por un enfoque destinado exclusivamente a evidenciar la
misoginia. Afortunadamente, hubo también muchos hombres que confiaron en las
mujeres y las reconocieron como personas capaces de desempeñar tareas
importantes en el ámbito público y privado.
En este capítulo voy a realizar un
breve recorrido por la historia de las mujeres en el Imperio romano, es decir,
el periodo que abarca los cuatro primeros siglos de nuestra era. Uno de los aspectos insoslayables para llevar a cabo ese
objetivo tiene que ver con la religión predominante en cada momento, pues en
cualquier sociedad ha existido siempre un conjunto de creencias y escrúpulos
religiosos, que ha condicionado la existencia de los individuos, seguidores o
no de un determinado credo. Dicha influencia se ha dejado sentir especialmente
en la vida de las mujeres, pues cualquier religión se ha preocupado de
regular el comportamiento sexual y matrimonial de sus fieles, dedicando
particular atención al papel de la esposa. Desde
antiguo, en todas las culturas mediterráneas
se registra una división básica, basada en la separación natural de los
sexos, según la cual al varón le corresponde el protagonismo en la vida pública
y en la administración de la ciudad, mientras que a la mujer le incumbía el
gobierno de la casa y la educación de los hijos. En definitiva, la división de
los papeles entre uno y otro sexo se consideró como una derivación de las
diferencias biológicas y automáticamente se convirtió en la inferioridad de las
mujeres.
Como afirmaba Ulpiano, “feminae ab
omnibus officiis civilibus, vel publicis remotae sunt”[1]. Excluidas de la política,
sin derecho a tomar la palabra en público y relegadas en el ámbito religioso,
las mujeres tampoco pudieron difundir sus escritos, que apenas conocemos. La
información sobre la condición femenina procede fundamentalmente de los textos
de los hombres, a partir de los cuales se ha reconstruido su vida. Por otra
parte, debemos tener presente que no estamos informados sobre las mujeres de
las diferentes clases sociales, sino sólo sobre las que pertenecían a la
aristocracia. Respecto a las mujeres de las clases populares y de ambientes
rurales apenas tenemos noticias. Para hacernos una idea global resultará útil
trazar un breve recorrido por los aspectos fundamentales que constituían su día
a día durante los primeros siglos del Imperio, estableciendo comparaciones con
su situación en la etapa anterior, durante la República, para poner de
manifiesto el relativo avance que la nueva época supuso para ellas en la
consecución de libertades y derechos.
II La vida cotidiana
1. El matrimonio
Antes del
cristianismo son escasísimos los ejemplos de mujeres que permanecieron célibes,
pues en la Antigüedad greco-romana su único destino era el matrimonio y la
maternidad. Por influencia de la legislación romana, los 12 años era la edad
legal para que las mujeres pudieran casarse y convertirse oficialmente en matronae, en esposas respetables. En
otras civilizaciones, como la griega, tradicionalmente las mujeres contraían
matrimonio con posterioridad, entre los 16 y los 18 años, hasta que las leyes
romanas se hicieran extensibles a todo el Imperio. El acuerdo se establecía
entre el padre de la joven y el futuro marido, de manera que no se precisaba ni
se tenía en cuenta el consenso de ella. Durante la ceremonia del compromiso el
novio regalaba a la novia un anillo. Puesto que normalmente el hombre aportaba
al matrimonio una casa y un medio de subsistencia con su trabajo, la mujer
contribuía con una dote en dinero o bienes como tierras, joyas o propiedades,
pagada al marido por el padre de la novia. La comitiva del novio, familiares,
amigos y clientes, llegaba a casa de la novia y allí se celebraba la ceremonia.
La novia debía vestirse con una túnica especial, la tunica recta, con un cinturón de lana o cingulum herculeum de doble nudo y cubierta con un velo ritual de
color azafrán llamado flammeum;
además iba peinada a la manera tradicional romana, con seis trenzas y una
diadema de hierro. Entonces, la joven
unía su mano a la del novio, la dextrarum
iunctio, en presencia de testigos que daban fe del hecho en el registro.
Después se celebraba un sacrificio y finalmente un banquete con música y baile.
Tras el banquete, al anochecer, todos acompañaban en procesión a los recién
casados a su nueva casa.
El emperador
Augusto, en su deseo de restablecer la moralidad y de fomentar el crecimiento
demográfico, aprobó reformas legislativas que supusieron una revolución para el
derecho familiar. Obligaba a los ciudadanos libres a casarse y a procrear, so
pena de sanciones que implicaban la pérdida del derecho de sucesión. Prohibía
que los hombres solteros entre 20 y 60 años y las mujeres entre 18 y 50
recibieran testamentos.
Al
final de la República se había producido un paulatino resquebrajamiento de la patria potestas, que permitió a las
mujeres nuevas libertades. En realidad la institución que experimentó una
transformación más acusada fue el matrimonio, pues pasó de ser un contrato cum manu, que implicaba el traspaso de
la mujer de manos del padre a las del marido o a la familia de éste, a ser sine manu, es decir, no se trataba ya de
una compra de la esposa sino de una relación personal basada en el deseo de
convertirse en marido y mujer. En el matrimonio cum manu se exigía a la esposa la entrega de una dote, que pasaba a
ser propiedad del marido, y se continuó haciendo también en el matrimonio sine manu pues, aunque no era un
requisito jurídico, constituía un signo de prestigio social y se utilizaba para
diferenciar un matrimonio de un concubinato. A partir de Augusto se
establecieron disposiciones para limitar el poder del esposo sobre los bienes
de la dote, hasta llegar a reconocer a la mujer el derecho de controlarlos.
Por su condición
de “eterna menor”, la mujer debía estar sometida siempre a la tutela de un
varón, el padre, algún pariente o el marido. Sólo la mujer que hubiera tenido
al menos tres hijos (ius trium liberorum)
podía liberarse de ella. Pero esa tutela perpetua había ido sufriendo
modificaciones en los últimos tiempos de la República, que significaron para
las mujeres vías de escape, maneras indirectas de eludir esa sumisión. Entre
ellas se reconocía la posibilidad de cambiar de tutor, sustituyendo al legítimo
por uno de confianza que sólo ejerciera nominalmente el control y que le
concediera a ella una libertad total. Incluso se permitió a cualquier mujer,
cuyo tutor le hubiera impedido determinadas acciones, presentar un recurso
contra él. Muchos maridos estipulaban en sus testamentos la posibilidad de que
su viuda cambiara de tutor si no le satisfacía el que él le hubiera dejado
asignado. La tutela cayó en desuso durante el Imperio, tal como lo justifican
las reflexiones del jurista del s. II Gayo: “Si las mujeres adultas están bajo
tutela es sin ninguna razón válida. Pues la que se alega comúnmente de que
serían fáciles de engañar a causa de su frivolidad y que, por tanto, era justo
tenerlas bajo la autoridad de sus tutores, es más una razón aparente que
fundada”[2].
Pero
las mujeres no podían ejercer la tutela sobre sus propios hijos, ni siquiera
como madres solteras, y tampoco podían adoptar. Sólo los favores imperiales
explícitamente confirmados les permitían en algunos casos derogar esas
estrictas prescripciones. Por tanto, durante los primeros siglos del Imperio y
con no pocas dificultades, se fue aceptando que la tutela fuera también
ejercida por las mujeres en determinadas circunstancias[3].
Jurídicamente a
las mujeres se les reconocía el derecho de tomar la iniciativa en la ruptura de
un matrimonio, a diferencia de lo que ocurría en el judaísmo. Bastaba que uno
de los dos manifestara la ausencia de afecto -affectio maritalis-, de voluntad de continuar conviviendo como
marido y mujer, para que el divorcio fuera concedido de manera automática, pues
el consentimiento debía tener un carácter permanente, no sólo inicial. Por
supuesto me estoy refiriendo a un reconocimiento jurídico de igualdad de
derechos entre hombres y mujeres solo teórico, que en la práctica no sería
aplicado de igual forma, pues los valores tradicionales no consideraban
equiparable el divorcio solicitado por el marido o por la esposa y, por tanto,
la sociedad sería mucho más intransigente cuando la decisión partiera de la
mujer[4]. En cualquier caso, se
trató de un paso importante en el reconocimiento teórico de la igualdad de
derechos entre hombres y mujeres, comparado con la inexistencia de leyes
semejantes en siglos anteriores y en otras civilizaciones.
La fidelidad
femenina constituyó siempre un aspecto fundamental de la organización familiar,
y por ello Augusto confió al Estado su control, exigiendo también a la familia
y vecinos la denuncia de los adulterios. En realidad la obligación de fidelidad
conyugal afectaba en Roma solamente a la mujer, como sucedía en todas las
civilizaciones del Imperio. En la época primitiva la represión del adulterio de
la esposa se dejaba a discreción del padre o del marido, que podía incluso
matarla. La legislación de Augusto destinada a impedir el adulterio (lex Iulia de adulteriis coercendis)
exigía al marido repudiar a su mujer y entablar diligencias penales, pues si la
perdonaba era perseguido él como adúltero, exiliado y represaliado con parte de
sus bienes. El castigo de la esposa consistía en la relegación a una isla -como
el caso de las dos Julias, la hija y la nieta de Augusto- así como en penalizaciones
de carácter patrimonial.
A partir del
siglo I en la literatura encontramos referencias muy numerosas al aborto, al
igual que a los métodos anticonceptivos, pero desconocemos el alcance real de
tales prácticas. Aline Rousselle lo resumió con claridad:
“Tenemos la certeza de que la
contracepción, el aborto, el infanticidio y la eliminación de las niñas eran
efectivamente practicados, pero no sabemos en qué proporciones. Los antiguos se
refieren a tales prácticas como normales hasta que los judíos y después de
ellos los cristianos se las atribuyeran exclusivamente a los paganos,
confiriéndoles un valor negativo y pecaminoso”[5].
Probablemente
estaría bastante difundida la práctica de interrumpir el embarazo, pese a la
prohibición legal, como ha ocurrido en todas las épocas, pero lo más
interesante para nosotros reside en conocer las causas de su prohibición. Para
los romanos el aborto era reprobable en tanto en cuanto constituyera una
decisión unilateral por parte de la esposa, pues significaba la usurpación de
un derecho que le competía sólo al hombre. En nada influía la idea de que podía
tratarse de la eliminación de una vida humana, como después lo consideraron los
cristianos, pues para ellos el feto no era un hombre, sino solo la esperanza de
un ser vivo[6].
Los hombres acusaban a las mujeres de recurrir a esa práctica sin solicitar el
consentimiento de sus esposos por motivos vergonzantes, como esconder el
resultado de relaciones adúlteras, o por causas fútiles como evitar la
deformación de su cuerpo. Nuevamente constatamos el proceso de transformación
que el derecho estaba experimentando durante la época imperial con respecto a
la equiparación femenina, pero sólo se veía reflejado en las costumbres de
algunas mujeres, las más cultas, ricas y decididas. La sociedad continuó
mirando con desprecio y suspicacia a las mujeres emancipadas, cuyo
comportamiento era equiparado a actitudes de lujuria, promiscuidad y
libertinaje. Pero al menos se había plantado la semilla de una progresiva
libertad y emancipación de las mujeres[7].
2. La política
Si desde finales
de la República y durante el primer siglo del Imperio las mujeres habían ido
consiguiendo numerosas conquistas, todavía les estaba vetada cualquier
actividad política, reservada siempre a los hombres, tanto en Grecia como en
Roma. Hubo múltiples aspectos derivados de la inferioridad de la mujer en el
derecho romano que limitaron de manera importante su libertad de acción. La
primera de esas limitaciones es la ausencia de derechos políticos, pues una
mujer, aunque civis romana, no podía ejercer ninguna de las
competencias esenciales del ciudadano romano, como servir al ejército, votar en
las asambleas o hacerse elegir magistrado. Las restricciones en materia
judicial son explicitadas por el jurista Ulpiano, como antes hemos señalado[8]. De la misma manera que
una mujer estaba inhabilitada para ejercer una magistratura, tampoco podía
demandar ante la justicia, ni desarrollar un proceso en beneficio de un tercero
en calidad de procurator o
administrador, porque ocuparse de los intereses de otro era un oficio civil,
público y viril. No tenía capacidad para ser juez y tampoco para actuar como
acusadora, salvo cuando se trataba de vengar a sus parientes más próximos.
Podía testimoniar durante un proceso, pero no ser testigo de un testamento pues
se trataba de validar una operación confiriéndole publicidad y ése era un deber
masculino (virile officium), que
atentaba contra la naturaleza y contra el pudor de la mujer.
Pero en ocasiones
las limitaciones afectaban sólo al plano teórico, pues de facto fueron a menudo desatendidas. En la documentación
epigráfica se registran testimonios de mujeres que asumieron cargos, liturgias
y sacerdocios en sus ciudades y que realizaron grandes donaciones[9]. Gracias a la práctica de
la evergesía, implantada en las ciudades del Imperio romano, las mujeres
pudieron ostentar su poder y la preeminencia de su posición social, ya que les
permitía acrecentar su prestigio personal y competir por la obtención de
honores. Concretamente en Hispania, desde mediados del siglo I d.C. las mujeres
desempeñaron un importante papel en la práctica del evergetismo, en la
recepción de honores públicos y en el desempeño de sacerdocios[10].
También las
fuentes literarias nos han transmitido información abundante sobre la
participación de las mujeres de la aristocracia en el desarrollo político del
Imperio romano. Generalmente se trataba
de mujeres con gran influencia sobre los personajes masculinos. Eran las
esposas, hijas, hermanas y parientes del emperador, que desempeñaron un papel
fundamental en las decisiones del poder civil. Mención especial merecen los
nombres de las esposas de los emperadores de la dinastía Julio-Claudia, cuyo
poder e influencia política fueron notables, llegando a ascender al cargo de
cónsules o senadores a los hombres que ellas decidían, o a hacerles caer en
desgracia. Tal fue el caso de Livia, esposa de Augusto y madre de Tiberio, que
fue llamada Iulia Augusta y hasta se
le concedieron honores divinos. Mesalina desempeñó un papel fundamental en la
política imperial, debido a sus intrigas y al carácter débil y pusilánime de su
esposo Claudio. Agripina fue la siguiente esposa de Claudio, cuando Mesalina
fue asesinada, y consiguió que el emperador adoptase a su hijo Nerón y que le
sucediera en el trono a su muerte. El ansia de poder de esta mujer parecía
insaciable hasta el punto que consiguió que Nerón delegara en ella todos los
asuntos de Estado. Notable influencia política ejerció también otra mujer
relacionada con Nerón, su segunda esposa Popea. En su afán de hacerse con el
poder, esta ambiciosa mujer influyó en la caída en desgracia y muerte de
Agripina, por acusarla de conspiración contra su hijo; también participó
mediante embustes en la orden de suicidio que Nerón dio a Séneca; y algunos
incluso sospechan que habría sugerido a su marido acusar a los cristianos del
incendio de Roma en el año 64. Debido a la falta de reconocimiento legal para
intervenir en política y en los virilia
officia, esas emperatrices influyeron en el gobierno del Imperio del siglo
I de manera determinante, pero mediante una participación indirecta, la manera
más habitual, por otra parte, de ejercer su poder las mujeres.
3. La sociedad y la cultura
En el
Mundo antiguo tradicionalmente las mujeres no recibían educación, como se pone
de manifiesto en el gran porcentaje de analfabetismo femenino que existía. Pero
ya desde la época helenística, y posteriormente durante el Imperio, la cultura
entre las mujeres fue en aumento, pues aprovecharon la posibilidad de
instruirse y cultivarse intelectualmente para participar en actividades hasta entonces típicamente
masculinas[11].
La formación cultural femenina llegó a tal nivel que durante el siglo I las pinturas
pompeyanas y los bajorrelieves de los sarcófagos representan a mujeres que
leen, con un rótulo en la mano, o con el estilo y las tablillas para escribir.
También la literatura recoge abundantes testimonios de mujeres de la
aristocracia que adquirieron protagonismo en el cultivo de las letras. Plinio
el Viejo y Tácito se refieren a las memorias redactadas por Agripina, la madre
de Nerón, lamentablemente perdidas[12]. Marcial cita a la
poetisa Sulpicia como ejemplo para las demás matronas, por sus relatos castos y
honrados y sus bromas delicadas, en absoluto procaces[13].
Séneca lamenta que su madre, Helvia, no
pudiera entregarse al estudio de la filosofía, porque su padre se lo impidió,
influido por las costumbres tradicionales, que lo veían con malos ojos, y por
los desafortunados ejemplos de las mujeres que se sirvieron de las letras con
fines lujuriosos y no para adquirir sabiduría:
“¡Ojalá mi padre, sin duda el
mejor de los hombres, menos aferrado al uso de los antepasados, hubiera querido
que te instruyeras en los preceptos de la sabiduría mejor que te iniciaras
sólo! No tendrías ahora que procurarte defensas contra la suerte, sino sacar
las tuyas. Por culpa de esas que no utilizan las letras por saber sino que se
instruyen en ellas por ostentación, apenas consintió que te dedicaras a los
estudios. Sin embargo, gracias a tu ávida inteligencia sacaste de ellos más de
lo que permitía el tiempo: están echados los cimientos de todas las ciencias;
regresa a ellas ahora; te prestarán protección”[14].
Las
referencias a mujeres que alardeaban de sus conocimientos hablando en griego, y
también al fastidio de su compañía, abundan en las sátiras de Juvenal,
especialmente en la VI, con un tono de evidente menosprecio:
“Pues, ¿qué cosa de peor gusto que el que una
mujer no se considere guapa, sino aquélla que de etrusca se ha convertido en
griega y, de natural de Sulmo, ateniense pura? Todo en griego, siendo así que
es vergonzoso para las nuestras no saber latín; en aquella lengua expresan sus
miedos, en ella la ira, los gozos, las cuitas. En ella desembuchan todos los
secretos del alma ¿Qué más? Se acuestan en griego…”[15].
Pero
no debemos olvidar que la instrucción era un derecho exclusivo de las clases
privilegiadas, y fundamentalmente de ámbito urbano, pues las mujeres humildes y
de ambientes rurales no tenían esas posibilidades. Estos ejemplos indican que
en los inicios del Imperio hubo muchas mujeres cultas y con inquietudes
literarias, cuyos antecedentes se registran ya durante la República con algunos
nombres propios como Cornelia, la madre de los Graco, que fue también su
maestra, y su homónima, la esposa de Pompeyo, experta en tocar la lira e
instruida en literatura y en geometría, o también Aurelia, la madre de César, y
Azia, la madre de Augusto; todo parece indicar que en la época imperial se
trató de un fenómeno más generalizado.
La
consideración del siglo I como la época de la emancipación femenina, con la
consiguiente relajación de costumbres y la libertad sexual, está ya superada,
pues no resulta históricamente válida en términos absolutos[16]. Se trata de una
utilización de conceptos actuales, referidos a épocas del pasado que eran
completamente distintas. Es cierto que las mujeres habían ido adquiriendo
nuevos derechos que contribuyeron a mejorar su situación, sobre todo debido a
una mayor independencia del poder masculino, pero la sociedad de esa época,
profundamente conservadora y patriarcal, apenas consentía actitudes de libertad
femenina, consideradas inmorales y contrarias al mos maiorum.
Ahora bien, no se puede negar que el modelo
ideal de la matrona romana, representado a la perfección por Turia en el siglo
I a.C., cuyo epitafio resume ese cúmulo de virtudes[17], continuaba vigente sólo
a nivel teórico, ya que en la práctica iba cambiando. Así, en los textos
literarios encontramos a muchas mujeres que asistían a los banquetes y se
divertían en términos de igualdad con los hombres, conversando, bailando y
bebiendo vino: “Quien crea que Acerra apesta
a vino de ayer se equivoca; Acerra bebe siempre hasta el amanecer” (Marcial 1,
28); “Mírtale suele oler fuertemente
a vino pero, para engañarnos, mastica hojas de laurel y, cauta, mezcla el vino
con hojas, no con agua. A esta tú, cuantas veces la veas venir, roja y con las
venas hinchadas, podrás decir: “Mirtale ha bebido laurel” (Marc. 5,
4); “La mujer que, ya promediada la
noche, muerde grandes ostras, cuando los perfumes espumean diluidos en puro
vino de Falerno, cuando se bebe en vasos de concha, cuando el techo ya le da
vueltas del mareo y la mesa se levanta hasta ella con velas dobles” (Juvenal
VI, 302-305); y “Por los mármoles se apresuran los hilillos, el velicomen de
oro apesta a Falerno, porque igual que una serpiente larga cae en un tonel profundo,
bebe y vomita” (Juv. VI, 430-432)[18].
Otras
frecuentaban los baños públicos: “De noche se encamina a los Baños, de noche
ordena movilizar los frascos de ungüento y su logística; disfruta saludando en
medio de un cisco de órdago”[19]; asistían a todos los
espectáculos: “Ese mismo año los espectáculos de gladiadores tuvieron igual
magnificencia que los anteriores, pero más mujeres ilustres y senadores fueron
envilecidos por medio de la arena”; e,
incluso, participaban en ellos, como es el caso de las carreras y de las luchas
de gladiadores: “Organizó asiduamente magníficos y suntuosos espectáculos no
sólo en el anfiteatro, sino también en el circo;… Y hubo luchas de hombres y
también de mujeres…”[20].
III La religión
Tradicionalmente se ha considerado que
en las distintas religiones oficiales las mujeres desempeñaron el papel de
meras espectadoras, sin ninguna posibilidad de participación activa en los
ritos de culto, ni de desempeñar puestos de responsabilidad. Es cierto que,
tanto en la religión pagana como en la judía, las competencias sacerdotales
públicas estuvieron casi siempre en manos de los hombres. Los flámines, los
pontífices y los rabinos eran de sexo masculino y, con honrosas excepciones
como el caso de las Vestales, en los templos y en las sinagogas la mujer estaba
excluida de la escena ritual. Sólo en
las religiones mistéricas parece que se le reconoció cierto protagonismo o, al
menos, mayor grado de participación, de ahí el gran número de adeptas a los
nuevos cultos cuando estos aparecieron.
A continuación voy a trazar un
recorrido por las religiones del mundo greco-romano para conocer la situación
de las mujeres en los diferentes cultos y analizar a continuación el papel
reservado a ellas en el cristianismo, constatando la pervivencia de algunas
actitudes y el cambio de otros comportamientos.
1.
La mujer en los cultos greco-romanos
Frente a la consideración
generalizada de que la autoridad religiosa en el mundo antiguo estuvo siempre
en manos de los hombres, hay que reconocer que las mujeres también ocuparon un
espacio importante en ese ámbito; tuvieron, sin embargo, un papel ambiguo.
Estaban relegadas a una posición marginal, pero no excluidas de los cultos
religiosos. Como diversos estudiosos han señalado, se registra una situación
paradójica, pues las mujeres estaban apartadas y subordinadas al poder
masculino, pero al mismo tiempo eran necesarias e incluso complementarias en
las tareas religiosas[21]. Ya
Dionisio de Halicarnaso explicaba que, desde los orígenes de la ciudad, se
cumplía lo siguiente: “Puesto que también algunos ritos debían ser realizados
por mujeres y otros por niños… y para que también estos se llevasen a cabo de
la mejor manera, se había establecido que las mujeres de los sacerdotes
ayudasen a sus maridos en los actos religiosos, y si no era lícito que fuesen
celebrados por hombres según la ley local, ellas los cumplirían y sus hijos
asistirían a las ceremonias fijadas para ellos”[22].
La bibliografía sobre
mujeres y religión en la Antigüedad es inmensa y, por ello, intentaré
sintetizar la información al respecto, con el objetivo de constatar esa doble
vertiente de marginación oficial por un lado, y de participación real por otro[23]. Las
mujeres desempeñaron de manera incuestionable puestos en un amplio espectro de
las religiones paganas a lo largo del Mundo antiguo. Muchos festivales romanos
de carácter oficial incorporaban la participación de las matronas, como las Matronalia, dedicadas a Juno Lucina y
relacionadas con el parto; las Veneralia,
ofrecidas a Venus por las mujeres de la élite, aunque también la veneraban las
de las clases inferiores; las Vestalia,
en las que las matronas llevaban ofrendas de mola o harina ritual al templo de
Vesta; las Matralia, celebradas en el
templo de Mater Matuta; las Carmentalia, en honor de Carmenta, la diosa que evitaba los
partos de nalgas; así como los ritos secretos a Bona Dea, celebrados en casa de un magistrado cum imperio, y en los que sacrificaban a una cerda preñada y hacían
libaciones de leche y miel, además de beber vino puro. Había también otras
divinidades femeninas a las que las mujeres rendían culto, como Fortuna Virginalis, Fortuna Primigenia, Pudicitia,
Venus Verticordia, Venus Obsequens, etc. Aunque la mayoría
de los sacerdotes de los cultos oficiales romanos fueron hombres, uno de los
más famosos en Roma fue desempeñado por mujeres, es decir, el de las Vírgenes
Vestales[24].
Consagradas desde la infancia al servicio de Vesta, la diosa del hogar,
cuidaban el fuego del templo, que simbolizaba al pueblo romano, y disfrutaban
de considerables privilegios, como la emancipación de la tutela masculina y la
posibilidad de hacer testamento. Estaban sometidas al castigo por el Pontifex Maximus, la cabeza del colegio
de los sacerdotes del estado, y su mayor delito consistía en romper el voto de
castidad durante el periodo de su cargo -30 años-. En ese caso eran encerradas
vivas hasta su muerte.
Junto con las Vestales,
las esposas de los flamines y del rex
sacrorum eran sacerdotisas públicas y constituían, por tanto, una excepción
en el sacerdocio romano. La flaminica
y la regina sacrorum desempeñaban un
papel complementario en las funciones sacerdotales de sus maridos y solo ellas
tenían capacidad de ofrecer sacrificios, debido a su condición de esposas de
hombres con autoridad religiosa. También las Vestales, con una situación
jurídica excepcional, podían realizar sacrificios.
Si en la religión pública
el poder pertenecía casi exclusivamente a los hombres, en el ámbito doméstico
era igualmente el paterfamilias el
responsable de los cultos familiares. La participación de las mujeres nunca
tuvo reservado un lugar importante. Los grandes rituales privados estaban en
manos de los hombres, como las festividades de los muertos, los funerales y la
celebración de los correspondientes sacrificios.
En la tradición clásica
griega sabemos de la existencia de sacerdotisas al servicio de diosas griegas
como Demeter, Hera, Atenea, Artemis y muchas otras, por las inscripciones y los
textos literarios antiguos. Las sacerdotisas asistían a una divinidad en su
santuario y eran responsables de su cuidado y de la estatua de la diosa; cumplían
además los ritos de purificación y guardaban los tesoros y regalos del
santuario. Tal vez el desempeño femenino del culto religioso se considerara
como una extensión de sus responsabilidades domésticas. Especialmente conocida
fue la actividad sacerdotal de las mujeres en la festividad de las Bacanales,
en honor de Dioniso-Baco. En la antigua Grecia eran reuniones clandestinas de
marcado sentido religioso, organizadas por las Bacantes. La participación en
las mismas estaba reservada a mujeres y en ellas se llevaban a cabo diversos
ritos religiosos en honor al dios Pan. Roma adoptó este culto, dotándolo de un
carácter más festivo, para honrar al dios del vino Baco.
En los cultos orientales las divinidades
estaban más cercanas a la sensibilidad popular y, por ello, más dispuestas a
escuchar y a ayudar a sus fieles, prometiéndoles la felicidad en otra vida. Las
religiones mistéricas conocieron una rápida difusión por todo el Imperio y
llegaron a todas las clases sociales, de ahí que gran número de mujeres participaran
en sus cultos y, de manera especial, en el de Isis, diosa egipcia que había
contribuido en gran medida a dignificar la condición femenina. Proporcionaba
consuelo a los humanos en sus sufrimientos y les inculcaba la esperanza en una
vida después de la muerte. Podían ejercer el sacerdocio tanto hombres como
mujeres, pues para esa diosa no existían diferencias de sexo ni de condición
social. Con razón o de manera infundada, corrían rumores de que en el templo de
Isis sus fieles cometían adulterio e, incluso, que las mujeres se prostituían,
y esto impulsó a las autoridades a detener ese culto. Entre otros, parece que
Augusto ordenó la demolición del templo de Isis y Cibeles en Roma, sin éxito,
hasta que Tiberio lo consiguió en el año 19 d.C. Lo único cierto es que las
religiones mistéricas introdujeron cambios sustanciales en la sociedad, los
cuales suscitaban sospechas y preocupación entre los hombres. En palabras de la
estudiosa Eva Cantarella:
La difusión de los nuevos cultos
perturbaba el orden establecido, arrojaba el desorden en el interior de las
casas romanas y era visto como causa de una licenciosidad inadmisible […] En
nombre de los nuevos cultos estaban cambiando demasiadas cosas, demasiados
principios eran sacudidos, demasiadas libertades eran reivindicadas por
personas que antes nunca se habrían planteado poner en discusión su
inferioridad. Esclavos y mujeres se consideraban ahora personas iguales a las
demás […][25].
Podemos concluir, por
tanto, que la participación femenina en los cultos religiosos greco-romanos es
indiscutible, aunque apenas existiera un reconocimiento oficial. La condición
ideal de la mujer era la virginidad o el matrimonio, y en torno a esos estados
se estructuraba su espacio religioso y su función en Roma. Por ello la participación
femenina en el culto religioso estaba destinada a las matronas y a las
muchachas vírgenes. Esta situación ha sido una constante a lo largo de la
historia del Mundo antiguo, con independencia de las religiones. Resulta muy
evidente en los primeros siglos del cristianismo, como veremos a continuación,
y a grandes líneas sería extrapolable al mundo actual.
2.
La mujer en el cristianismo
Antes he
señalado que los nuevos cultos orientales, y especialmente el de Isis,
contribuyeron sensiblemente a cambiar y mejorar la situación de las mujeres.
Pero estos eran cultos de carácter privado, no oficial. Igualmente, otro culto
difundió ideas nuevas y subversivas: el cristianismo.
2.1. El Nuevo Testamento
y los primeros autores cristianos
La
predicación de Jesús trajo consigo innovaciones radicales con respecto a la
relación entre los sexos y cuestionó las concepciones judías y romanas. Por
ejemplo, para Él el matrimonio debía ser monógamo e indisoluble. A los fariseos
-secta mayoritaria entre los judíos- que, para provocarle, le habían preguntado
si estaba permitido el repudio, les había respondido explicando que el hombre,
en el momento del matrimonio, dejaba a su padre y a su madre para ser con su
mujer “una sola carne”, y que nadie debía, ni podía separar lo que Dios había
unido (Mat. XIX, 3-9; Marc. X, 2-9). Otro principio predicado por Jesús y sus
seguidores sacudía una convicción secular de los romanos y judíos: Hombre y
mujer tenían igual dignidad en el matrimonio. Pablo escribía: “El hombre debe cumplir su deber conyugal
con su esposa, e igualmente la mujer con su esposo. La mujer no es dueña
de su cuerpo, sino el marido; y así también, el marido no es dueño de su
cuerpo, sino la mujer (I Cor., 7, 3-5).
Por
consiguiente, en los textos evangélicos y en las cartas de Pablo se registra
una ruptura con respecto a la consideración de la mujer en épocas y culturas
anteriores. Las relaciones de Jesús con las mujeres, en comparación con el
rigor del judaísmo de su tiempo, son de
una libertad excepcional, como podemos ver en algunos ejemplos: Es recibido por
Marta y María en su casa (Luc. 10, 38-42) y como agradecimiento resucitó a su
hermano Lázaro (Juan 11). Cuando sus discípulos lo encuentran hablando con una
Samaritana, junto al pozo de Jacob, se sorprenden de verlo hablar con una mujer
extranjera (Juan 4, 27), y también ante la curación de la hija de una Cananea
(Mat. 15, 21-28; Marc. 7, 24-30). Con su actitud se produce una subversión de
la jerarquía tradicional, que supone ventajas para los grupos más despreciados,
como las prostitutas (Mat. 21, 31), las mujeres pecadoras (Luc. 7, 36-49; Mat.
26, 6-13), concubinas (Juan 4, 17-18) y adúlteras, a las que Jesús perdona
(Juan 8, 1-11). Tampoco rechaza la impureza de las mujeres, como se observa en
el relato de la que tiene una hemorragia y, tocando el manto de Jesús, consigue
la curación (Mat. 9, 20-22). Es compasivo también con las mujeres más pobres y
con las viudas, pues resucita al hijo único de la viuda de Naim (Luc. 7,
11-15), y alaba más a la pobre viuda que ofreció unas monedas, que a los ricos
que depositan sus ofrendas en el Templo (Luc. 21, 1-3; Marc. 12, 41-44).
Algunos
nombres de mujeres son mencionados entre los seguidores de Jesús, además de los
doce apóstoles, como María Magdalena, Juana, mujer de Cusa, el intendente de
Herodes, Susana y otras muchas que lo asistían con sus bienes (Luc. 8,
1-3). Este grupo de mujeres, que
siguieron a Jesús transgrediendo las costumbres de sus contemporáneas (Marc.
15, 40-41; Mat. 27, 55-56), no fueron incluidas entre los doce, ni enviadas en
misión. Pero demostraron una gran fidelidad ante la muerte de Jesús, frente al
abandono de sus discípulos, pues permanecieron cerca de la Cruz, (Juan 19,
25-27), asistieron al entierro y prepararon especias aromáticas para ungir el
cadáver. En conclusión, como testigos de la resurrección de Jesús, fueron
encargadas de anunciarla a los discípulos (Marc. 16, 1; Luc. 23, 56; 24, 1).
En los Hechos
de los Apóstoles se recogen testimonios de las primeras “casas-iglesia”,
prestadas por algunas propietarias para celebrar la asamblea de los fieles, y
que otorgaron a las mujeres una función esencial (Hech. 12, 12-16). También
tuvieron una parte importante en la asistencia y colaboración con Pablo a lo
largo de sus viajes, como es el caso de Lidia, mercader de púrpura (Hech. 16,
13-15), o el de Prisca, esposa de Aquila, a quien saluda expresamente al final
de su epístola a los Romanos: “Saludad a Prisca y Aquila, mis colaboradores en
Cristo Jesús; para salvar mi cabeza han arriesgado la suya” (Rom. 16, 3-5). La
larga lista de recomendaciones y de saludos que cierra esa carta contiene 10
mujeres, sobre un total de 30 personas. La primera a la que Pablo recomienda es
“Febe, nuestra hermana que está al servicio (diàkonos) de la Iglesia de Cencres -puerto de Corinto-” (Rom. 16,
1-2). No sabemos con exactitud a qué se refiere su “servicio”, pero no parece
adecuado suponer que aludiera a las funciones de las futuras diaconisas,
institucionalizadas en el siglo IV[26].
Otras cinco mujeres son también mencionadas entre las personas saludadas por
Pablo: María, Trifena, Trifosa, Persides y Olimpia como “aquellas que han
penado mucho” por los cristianos de Roma a causa del Señor (Rom. 16, 12 y 15),
además de aludir a los lazos familiares: “Rufo y su madre”, “María y su
hermana”, “Andrónico y Junia, “Filologo y Julia”. No debemos olvidar que el
propio Pablo pregunta en otra de sus epístolas: “¿No soy libre, no soy
apóstol?..., ¿No tenemos derecho de
traer con nosotros una hermana por mujer como también los otros apóstoles, y
los hermanos del Señor, y Cefas?” (I Cor. 9, 5). Lo que resulta difícil
de interpretar es a qué se refiere el apóstol con ese tipo de relación, pero en
todo caso revela la necesidad de hacerse acompañar por mujeres. Por tanto, en
el Nuevo Testamento no se observa que las mujeres tuvieran asignado un estatuto
subalterno, permaneciendo relegadas al ámbito femenino del hogar, sino más bien
una equiparación.
Pero en la
Iglesia en curso de institucionalización las mujeres no ocuparon oficialmente
“ministerios” determinados. Con el paso del tiempo, comenzaron a formarse
grupos particulares como el de las viudas, a las que se exigía una trayectoria
irreprochable -un solo marido (univirae),
cualidades maternales- y una vida de continencia y oración, haciendo obras de
caridad-; y también el de las diaconisas, que son mencionadas por Pablo en el
párrafo referido a los diàkonoi: “del
mismo modo que ellos, las mujeres sean dignas, nada maledicentes, sobrias y
fieles en todo” (I Timot. 3, 11), como si existiera una categoría paralela a la
de los hombres diáconos, con cualidades y funciones análogas. Pero todo parece
indicar que se aludía únicamente a las esposas de los diáconos.
Por otra
parte, el papel carismático de las
mujeres era bastante marcado en los inicios del cristianismo. María, Elisabeth
y Ana son mencionadas al comienzo del evangelio de Lucas, de forma paralela a
las profetisas del Antiguo Testamento. Pablo recuerda su etapa en Cesarea, en
casa de Felipe el evangelista, que tenía “cuatro hijas vírgenes que
profetizaban” (Hechos 21, 9); en la asamblea litúrgica de Corinto, hombres y
mujeres rezaban y profetizaban del mismo modo (I Cor. 11, 2-16). En el
Apocalipsis se denuncia a una falsa profetisa, “Jezabel, esa mujer que se hace
pasar por profetisa y enseña” (Apoc. 2, 20-24). Parece que este don perduró
largo tiempo, pues Justino, en el s. II, hablaba de “hombres y mujeres
cristianas que tienen carisma de parte del Espíritu Santo”. En el 203, en
Cartago, Perpetua describe en su “Diario de martirio” las diversas visiones que
experimentó. Pero el carácter difícilmente controlable de estos dones y su
despliegue en las sectas heréticas, en particular entre los Montanistas en el
s. II, supuso la rápida cancelación de este papel por parte de la institución
eclesiástica, sobre todo para las mujeres[27].
En los siglos sucesivos, la tendencia a la emancipación femenina sufrió no sólo
una interrupción, sino más bien una involución[28].
Hemos podido constatar que en tiempos
de Jesús y de Pablo las mujeres dispusieron de cierta libertad para participar
activamente en las primeras comunidades cristianas, pero, apenas comenzó a
institucionalizarse la jerarquía de la iglesia, tomando como modelo las
instituciones civiles, las mujeres fueron desautorizadas para tomar parte en
cualquier oficio eclesiástico que implicara poder o superioridad sobre el
hombre. Sus cometidos no debían trascender el plano asistencial, y siempre en
calidad de ayudantes de la autoridad masculina.
Durante el siglo II y parte del III
las mujeres debían gozar de cierta relevancia en las comunidades religiosas, de
modo bastante similar a la época de los apóstoles, tal como lo demuestran las
fuentes contemporáneas. Así, Ignacio de Antioquía hacia el 110 saluda en sus
cartas a varias mujeres como Tabia y Alce, que destacaban por la solidez de su
fe y a las que apreciaba mucho (Policarpo de Esmirna, ep. 8, 2; ep. 13, 2); en
la obra “El Pastor”, escrita por Hermas hacia el 140, es mencionada Grapte,
mujer de gran ascendencia en su comunidad a juzgar por el hecho de que le fue
enviada una copia de ese libro para que instruyera a las viudas y huérfanos
(Hermas, El Pastor, Visión II, 8, 3).
Es decir, gozaba de un prestigio suficiente como para catequizar a otras
personas. Al igual que en épocas anteriores, las mujeres ricas e influyentes
contribuyeron con sus bienes y su apoyo a la defensa y difusión del
cristianismo y de sus seguidores, como fue el caso de Marcia, la concubina de
Cómodo (s. II) (Dión Casio, Historia
romana, 72, 4, 7; e Hipólito de Roma, Refutación
de todas las herejías, IX, 12, 10-12). En la correspondencia de Cipriano de
Cartago (s. III), aparecen varios nombres de mujeres, como Numeria y Cándida, y
también alusiones genéricas a los “hermanos y hermanas” que prestaron ayuda a
otros cristianos (Cipriano, ep. 21, 2, 2 y 4, 1-2; ep. 22, 3, 2; ep. 62, 5, 2).
Orígenes, escritor del siglo III, debió relacionarse con un número importante
de mujeres, tanto en calidad de alumnas de su escuela como de benefactoras, que
le asistieron cuando lo necesitaba, e incluso con algunos miembros de la casa
imperial. Juliana de Cesarea, mujer “bastante culta y devota”, le hospedó en su
casa durante dos años en que tuvo que alejarse de Alejandría, y le ayudó en sus
estudios bíblicos (Eusebio de Cesarea, HE,
VI, 2, 13-14). Para desarrollar su actividad como escritor, sabemos que
Orígenes contaba con la ayuda de copistas y estenógrafos así como de “muchachas
expertas en caligrafía” (Eusebio de Cesarea, HE, VI, 23, 2); estando en Antioquía entre el 231-233 impartió
lecciones de teología a la emperatriz Julia Mamea, la madre de Alejandro Severo
(Eusebio de Cesarea, HE, VI, 21, 4) ; y mantuvo correspondencia con la esposa
de Filipo el Árabe, Marcia Otacilia Severa (Eusebio de Cesarea, HE, VI, 36, 3).
En los siglos posteriores también se
registra un importante número de mujeres que cumplieron un papel activo en la
vida de la Iglesia, aunque generalmente de manera no oficial. Solo tres grupos
femeninos “privilegiados” dispusieron del reconocimiento oficial para
intervenir en algunas funciones litúrgicas. Se trata de las viudas canónicas,
de las vírgenes y de las diaconisas, las únicas instituciones femeninas
existentes, pero que tenían asignadas unas tareas muy precisas[29].
2.2. Las persecuciones
Las diversas fuentes literarias que
hacen referencia a las persecuciones y al número de mártires afirman que hubo
hombres, mujeres y niños, sin distinción de sexo, edad o condición. En efecto,
las mujeres no sólo corrieron la misma suerte que sus compañeros, sino que
compartieron idénticos sufrimientos y torturas, cumpliendo por igual las fases
del proceso. Resulta llamativo que en la mayoría de los episodios sobre
martirio aparezcan nombres de mujeres junto al de los hombres, y podemos constatarlo
fácilmente echando una ojeada a los documentos. A partir del siglo I conocemos
la existencia, a medio camino entre la realidad y la ficción, de Tecla,
seguidora fiel de Pablo cuyos avatares son relatados en las “Actas de Pablo y
Tecla”; su lealtad al apóstol le supuso pasar por dos martirios, en el fuego y
con las fieras, resultando ilesa. A finales de siglo, hacia el año 95, fue
desterrada a la isla de Poncia por su condición de cristiana una mujer noble,
Flavia Domitila, bajo el emperador Domiciano. Dos madres, con sus
correspondientes siete hijos, Sinforosa y Felicidad, murieron en el martirio
bajo Adriano y Marco Aurelio respectivamente.
Entre los compañeros de martirio de Justino, en el 166-67, se menciona a
una mujer, Carito, que responde a la pregunta del prefecto en el mismo sentido
que el resto de los hombres: “Soy cristiana por la gracia de Dios”. El relato
del martirio de Carpo, de fecha imprecisa, refiere la disponibilidad, valentía
y entereza de Agatónice, que no renuncia a su fe ni siquiera ante el recuerdo
de su hijo. Las “Actas de los Mártires de Lión” describen los hechos que
tuvieron lugar entre el 177 y 178, bajo Marco Aurelio, y mencionan entre sus
protagonistas a Blandina y a Bíblide. Fueron víctimas del martirio en África,
en el año 180, doce cristianos, conocidos como los “mártires escilitanos” por
el nombre de su ciudad (Scilium). Cinco de ellos eran mujeres: Jenara,
Generosa, Vestia, Donata y Segunda.
Ya en el siglo III (año 203), bajo
Septimio Severo, fueron condenados en Cartago un grupo de catecúmenos, cuya
protagonista indiscutible fue Vibia Perpetua y que, junto a otra mujer, la esclava Felicidad, dan
nombre al documento que recoge las vicisitudes de su martirio entre un número
de al menos seis personas (Saturo, Revocato, Saturnino, Secúndulo, Perpetua y
Felicidad). Durante la persecución de Decio, en el 250, son mencionadas como
compañeras de Pionio en el martirio Sabina y Asclepíades. En Alejandría de
Egipto murieron quemadas Marcela y su hija Potamiena en una fecha dudosa entre
el siglo III y el IV. En la misma ciudad fueron víctimas de la persecución de
Decio: Quinta, que murió lapidada, Apolonia, quemada y Ammonaria, Mercuria y
Dionisia decapitadas. El obispo Cipriano de Cartago proporciona en sus cartas
un amplio número de nombres femeninos que confesaron su fe y murieron dando
testimonio de ella: Cornelia, Emérita, María, Sabina, Espesina, Jenara, Dativa,
Donata, Colónica y Sofía. Se refiere también a cuatro mujeres que murieron de
hambre en la cárcel: Fortunata, Crédula, Hereda y Julia. En la “Pasión de
Montano y Lucio”, mártires durante la persecución de Valeriano, entre el 258 y
259, se narra la visión que Cuartilosia tuvo poco antes de morir y tres días
después de haber sufrido el martirio su marido y su hijo. Por la misma época,
en el relato del “Martirio de Santiago, Mariano y otros”, se menciona al obispo
Agapio que, gracias a sus oraciones consiguió que le siguieran en su calidad de
mártir dos niñas muy queridas para él, llamadas Tertula y Antonia .
Bajo la persecución de Diocleciano el
número de mártires cristianas fue grande, en proporción a las dimensiones que
alcanzó esa medida. Eusebio de Cesarea nos proporciona un relato pormenorizado
de los mártires de Palestina en ese periodo. Así, sabemos que junto a Timoteo y
Agapio fue condenada a ser pasto de las fieras Tecla; que Teodosia, una joven
de apenas 18 años, fue arrojada al mar tras haber soportado terribles torturas;
que la virgen Ennata fue arrastrada desnuda por Cesarea y después quemada viva
. En el 304, durante la persecución de Maximiano, en Tesalónica fueron
detenidas seis jóvenes, Ágape, Quionia, Casia, Filipa, Irene y Eutiquia, según
se recoge en el Martirio; las dos primeras fueron quemadas vivas por negarse a
sacrificar. Eutiquia se salvó por estar embarazada, siendo custodiada
temporalmente en la cárcel. Irene terminó de igual forma que sus compañeras,
tras serle descubiertos los textos sagrados que tenía escondidos, a pesar de su
prohibición, y después de haber sido encerrada en un burdel, como forma de
máximo escarnio. Por las mismas fechas fueron decapitadas en África tres
muchachas, Máxima, Donatila y Segunda. Poco después, también en África fue
víctima del martirio Crispina, mujer noble, casada y con hijos. Hay otros
nombres femeninos especialmente famosos para nosotros, aunque en sus relatos se
mezclan abundantes datos legendarios y poéticos que cuestionan en gran medida
la autenticidad de esos textos; en cualquier caso, están basados en hechos
históricos que nos permiten tenerlos en cuenta. Nos referimos a Eulalia de
Mérida, víctima del martirio a los 12 años, bajo el mandato de Maximiano que
tenía a su cargo Hispania, cuya pasión nos describe el poeta cristiano
Prudencio en forma de himno. También una niña llamada Inés, de apenas 13 años,
fue decapitada en Roma durante la persecución de Diocleciano, después de haber
sido expuesta en un burdel. Otras dos mártires hispanas Justa y Rufina,
vendedoras de cerámica, murieron en Sevilla en tiempos de Diocleciano. A pesar
de que sus Actas no fueron redactadas por un testigo de los hechos, sino por un
autor del siglo VI o VII, este sí utilizó un documento contemporáneo del
martirio.
Por tanto, podemos afirmar que el
protagonismo de las primeras mártires cristianas es indiscutible, no sólo por
su fuerte participación, sino también por la importancia de los papeles
desempeñados en calidad de maestras, compañeras, líderes espirituales,
intermediarias ante las autoridades terrenas, profetas y, en definitiva,
ejemplo paradigmático para el resto de los fieles[30].
2.3.Tipología
femenina
Como contrapunto al modelo femenino
pagano encarnado por la matrona romana, que acataba las reglas del mos maiorum y que era tan valorada por
los paganos, los cristianos sintieron la necesidad de elaborar otro ideal de
mujer apropiado a sus valores morales, y diferente del anterior. Fue un
deliberado intento por crear los arquetipos a los que las mujeres cristianas habían
de acomodar su formación y su comportamiento. A pesar de esa pretensión de
diferenciarlas del patrón de conducta
pagano, lo cierto es que ambos prototipos femeninos contaron con bastantes
puntos en común. En el epitafio fúnebre de Turia, al que ya he aludido, se
puede constatar esa coincidencia entre las cualidades atribuidas a la mujer
ideal pagana y cristiana. Como el propio esposo reconoce, las virtudes
domésticas eran comunes a todas las mujeres preocupadas por su buena
reputación: honestidad, docilidad, carácter amable y alegre, dedicación a los
trabajos de la lana, piedad sin superstición, recato en el vestir y sencillez
en los aderezos, castidad, integridad de costumbres y fidelidad[31].
Para verificar ese proceso de
configuración del ideal de mujer cristiana tenemos que esperar al siglo IV,
cuando tiene lugar la consolidación definitiva de la nueva religión y también
la difusión del monacato, fenómeno de enorme trascendencia para el futuro de
muchas mujeres cristianas. Los Padres de la Iglesia culminaron la formulación
definitiva del nuevo prototipo femenino, que deseaban que fuera opuesto al
pagano. Pero un modelo único podría resultar demasiado genérico; era preciso,
por tanto, adaptar el ideal de mujer a las diferentes exigencias culturales y sociales
de la época. Autores tan destacados como Jerónimo, Paulino de Nola, Gregorio de
Nisa, Gregorio de Nacianzo, Juan Crisóstomo y Agustín, entre otros, proponen
como exempla de la realización
práctica de ese ideal, elaborado a nivel teórico, a mujeres reales con quienes
les unían lazos de parentesco o de amistad. Todos ellos partían de la idea de
la inferioridad connatural de la mujer respecto al hombre, pero esa condición
podía ser superada a través de la ascesis, que la equiparaba convirtiéndola en mulier virilis[32].
En esa adecuación del modelo femenino
a la realidad social, el ideal místico de mujer cristiana se desdobla en varios
tipos, configurados por las diferentes circunstancias de vida[33]. Se constituyen así
cuatro status en los que encajarían las
distintas categorías femeninas, cuatro prototipos que agrupan a todas las
mujeres cristianas susceptibles de una valoración positiva: la virgo, la vidua, la mater y la diaconissa[34]. No pretendo realizar
aquí una enumeración detallada de los rasgos característicos de cada uno de los
status, tanto los comunes a todos ellos como los específicos, por tratarse de
argumentos expuestos y desarrollados con profusión en la abundante bibliografía
sobre los ministerios femeninos. Mi objetivo consiste en poner de manifiesto la
especificidad de cada tipo mediante la constatación de esa escala de valores en
mujeres reales, que concitaron en su persona todos los rasgos propios de la
categoría femenina que representaban, o al menos así se los atribuyeron sus
familiares y amigos, en un claro proceso de idealización. Para ello contamos
con el testimonio que los Padres de la Iglesia nos han legado a propósito de
las mujeres más emblemáticas y más cercanas a su persona. Presentaré una breve
síntesis de cuatro figuras femeninas que constituyen el paradigma de los
distintos prototipos: Macrina, hermana de Gregorio de Nisa y de Basilio el
Grande, representa el modelo de la virgen; Melania iunior, nieta de Melania senior,
constituye la figura ideal de la viuda; Olimpia, gran amiga de Juan Crisóstomo,
es considerada el paradigma del diaconado femenino; y Mónica, la madre de
Agustín, reúne todas las virtudes de la madre ideal.
a)
Macrina iunior,
originaria de la región de Capadocia, en Asia Menor, era hermana de Basilio de Cesarea y Gregorio
de Nisa, ambos obispos y personajes emblemáticos en su época. Llevaba el nombre
en recuerdo de su abuela, Macrina senior,
una cristiana ilustre, y fue educada por su madre, Emmelia, sobre los textos de
la Biblia y no sobre la cultura profana, totalmente inconveniente para la
muchacha[35].
Estaba destinada a casarse al cumplir los 12 años, pero la muerte sorprendió a
su prometido antes de celebrarse el matrimonio y, a partir de ese momento,
Macrina decidió orientarse hacia la vida monástica y no separarse de su madre,
permaneciendo en el hogar.
Esa decisión de la joven concuerda con
las primeras manifestaciones en Oriente del ascetismo femenino y, más
concretamente, de las vírgenes[36]. A diferencia de otras
tradiciones anteriores, especialmente la judía, que otorgaban una valoración
negativa a la virginidad, por cuanto implicaba la renuncia a perpetuar la
especie, el cristianismo les concedió una enorme consideración y un papel
preeminente frente a los restantes status
femeninos. En un principio la preferencia de la virginidad en el mundo
cristiano estuvo motivada por la perspectiva escatológica dominante, que creía
próximo el fin del mundo, pero posteriormente prevalecieron otros principios
platónicos y estoicos, que encontraron su justificación en los dos ejemplos
paradigmáticos de Cristo y María, y en la interpretación restrictiva de algunos
pasajes bíblicos como Pablo, I Cor. 7, y Mateo 19, 12. Fue en el siglo IV
cuando se inició la reglamentación del ordo
virginum, estableciendo unos requisitos y creando una gradación para entrar
a formar parte del mismo. Las pautas generales eran las siguientes: La elección
debía ser voluntaria y libre, sin ningún tipo de presión; se exigía la
integridad física pero también la del alma, la santidad espiritual, sin la cual
la primera carecía de valor; tenían que formular la promesa solemne de
renunciar al matrimonio y reunir una serie de cualidades como la caridad,
misericordia, bondad, humildad, etc. Tras el voto de virginidad y de renuncia
al mundo, las jóvenes eran consagradas en una ceremonia solemne presidida por
el obispo, pero no recibían la ordenación o imposición de manos (cheirotonía), exclusiva de los miembros
del clero. Las vírgenes poseían un puesto privilegiado sobre las viudas y los
laicos, pero no eran consideradas miembros del clero, a diferencia de las
diaconisas. Su único campo de acción se circunscribió a las comunidades
ascéticas, donde ese status
privilegiado les permitía acceder a los ambientes intelectuales y a los
estudios teológicos y filosóficos.
En la siguiente fase se incorporó
también la madre de Macrina, tras abandonar el lujo y el bienestar propios de
su clase, y se adaptó a la forma de vida de las otras vírgenes que convivían
con ellas. La casa se transformó en un monasterio en el que fueron eliminadas
las diferencias de clase, convirtiéndose todas, esclavas y señoras, en hermanas
que compartían mesa, lecho y medios de subsistencia. Su existencia transcurría
en medio de las oraciones y la entonación de himnos, día y noche. Así pasó un
largo período de tiempo hasta que, por las mismas fechas, se produjeron
acontecimientos de extraordinaria importancia para la virgen, como el
fallecimiento de la madre, la consagración de su hermano Basilio el Grande como
obispo de Cesarea y la ordenación de Pedro como sacerdote[37]. Sólo 8 años más tarde
murió Basilio, provocando en Gregorio de Nisa y en Macrina un tremendo dolor,
con el que ya estaban familiarizados por haber sufrido la pérdida de su hermano
Naucracio y de su madre. Poco tiempo después, un año según el autor de la
biografía, murió Macrina.
b)
A Melania iunior el
nombre le vino dado por su abuela, Melania senior,
conocida por la historia debido a su renuncia al mundo, a su fortuna y a su
familia, cuando enviudó a muy temprana edad.
A pesar de su temprana inclinación por la virginidad, sus padres la
casaron, para asegurar la transmisión de un inmenso patrimonio, con Piniano,
hijo de un ex-Prefecto de Roma[38]. La
pérdida de sus dos hijos, que murieron siendo muy pequeños, impulsaron a ambos
esposos a comprometerse definitivamente en la castidad. Tras vender sus
propiedades, dispersas por las provincias del Imperio, en el 410, tras la toma
de la ciudad por Alarico, abandonaron Roma Pininano, Melania y su madre Albina
y se dirigieron a África. Vivieron en Tagaste siete años en compañía del obispo
Alipio, amigo de Agustín de Hipona. La asceta pasó ese periodo entregada al
estudio de la Biblia y de los textos monásticos, así como a su transcripción,
como nos dice su biógrafo:
Escribía con mucho talento y sin faltas sobre
pequeños cuadernos… Caligrafiaba textos para satisfacer sus necesidades vitales
y vendía los ejemplares escritos con su propia mano a los santos monjes… Leía
con tal asiduidad los tratados de los santos que ningún libro que ella pudiera
encontrar le resultaba desconocido (Vit. Melan. 23 y 26)[39].
A continuación decidieron ir en
peregrinación a los Santos Lugares, objetivo común de todos los ascetas de la
época, y llegaron a Jerusalén pasando por Alejandría. Allí se instalaron
definitivamente, y Melania se encerró en una celda ubicada en el Monte de los
Olivos, de donde salió sólo a la muerte de su madre, que fue enterrada en ese
lugar, y donde hizo construir a continuación un monasterio femenino del que se
convirtió en preceptora y directora espiritual[40]. Piniano por su parte
vivía en compañía de otros hombres que, al igual que él, habían abrazado la
vida monástica, y así transcurrió su existencia hasta el año 432 en que murió.
Fue enterrado en la capilla que a tal efecto había hecho construir Melania y
que estaba dedicada a los apóstoles. A partir de ese momento se convirtió en
viuda de pleno derecho, pero en realidad llevaba mucho tiempo comportándose
como tal y desarrollando actividades propias de esa institución. Los antiguos
griegos, judíos y romanos no concedieron a la viudez la importancia que le
reservó el cristianismo. El grupo de las viudas fue una categoría femenina
favorecida siempre por la Iglesia como principal beneficiaria de la caridad
cristiana, debido a la situación de necesidad e indefensión en que quedaban
frecuentemente las mujeres al perder a sus maridos. En los inicios del
cristianismo no era un cargo eclesiástico, sino un estado de vida, pero, a
partir del siglo IV se convirtió en una institución de la Iglesia, con unas
funciones claramente definidas. Las viudas no pertenecían al clero, al igual
que el grupo de las vírgenes, y cuando manifestaban su voto de continencia no eran
ordenadas. Sus obligaciones poseían un marcado carácter asistencial, debiendo
fundamentalmente practicar obras de caridad y consagrarse a la vida
contemplativa y a la oración[41]. El desarrollo de la vida
monástica contribuyó a la progresiva desaparición de la institución de las
viudas, porque el ideal que hasta entonces se había desarrollado en el mundo,
empezó a realizarse en el ámbito de los monasterios, como acabamos de ver, y
las actividades propias de esas mujeres fueron en adelante desempeñadas por las
diaconisas, función que suplantó a las viudas.
Precisamente, en el ejercicio de la caridad y del ascetismo encontraron
muchas mujeres una vía para promocionarse y adquirir un prestigio que de otra
forma les estaba negado, pues disfrutaron así de una mayor libertad de
movimientos y de actuación.
En el 436 viajó a Constantinopla y
desplegó su acción en favor de la ortodoxia y del ascetismo en la capital y en
la Corte, en estrecha relación con la emperatriz Eudocia, la mujer de Teodosio
II, y con su hija Eudoxia, futura esposa del emperador Valentiniano III. Volvió
a Jerusalén donde completó sus fundaciones monásticas, al menos dos femeninas y
una masculina, e hizo construir un martyrion, o santuario en honor de
los mártires. Melania falleció a finales del 439.
c)
En Constantinopla, a mediados del siglo IV, y en una familia noble
y extraordinariamente rica nació Olimpia[42]. Su abuelo fue Flavio
Ablabio, prefecto del Pretorio de Oriente y cónsul bajo Constantino, que
profesaba la religión cristiana. Desde temprana edad se sintió inclinada al
ascetismo, como nos lo explica Juan Crisóstomo
en una de las cartas: “Esta ascesis
era practicada desde la más tierna infancia, sin tener maestros para
enseñártela, escandalizabas a un gran número de gente y, desde el punto de
vista espiritual, pasaste de un medio impío a la verdad, tratándose además de
un cuerpo femenino y delicado a causa de la situación y del lujo de tus padres (Ep.
ad Olimp., 8, 5c)[43] pero las expectativas de
Procopio, su tutor, eran otras. A instancias del emperador Teodosio el Grande,
le eligieron como esposo a Nebridio, prefecto de la ciudad de Constantinopla en
el 386, y pariente de la emperatriz Aelia Flacilla. El matrimonio duró muy
poco, unos meses según las fuentes, debido al fallecimiento del esposo. A pesar
de las presiones de unos y otros para que la joven renunciara a sus
aspiraciones ascéticas y consintiera en volver a casarse, se mantuvo firme en
su postura. Finalmente, el obispo de Constantinopla Nectario la consagró como
diaconisa a los 30 años, en contra de la normativa eclesiástica que establecía
una edad no inferior a los 60[44].
La institución del diaconado femenino
debió surgir en la primera mitad del siglo III en la zona oriental del Imperio,
puesto que el primer texto 12 que la presenta en una posición paralela al
diaconado masculino es la Didascalia de los Apóstoles, obra de carácter
normativo escrita en griego por esa época. En el siglo IV las Constituciones
Apostólicas, que refundieron la Didascalia en los 6 primeros libros, añadieron
ciertas precisiones y ampliaron las tareas atribuidas a las diaconisas. Éstas
debían ser elegidas entre las vírgenes o las viudas casadas una sola vez (univirae).
Sus tareas incluían una doble misión: pastoral y litúrgica; la primera
consistía en la asistencia y los cuidados a domicilio de las mujeres enfermas o
incapacitadas, para evitar las críticas de los paganos. Podían desempeñar
también el papel de intermediarias entre las mujeres y los hombres de la
jerarquía eclesiástica, siendo testigos de sus conversaciones para asegurar así
la decencia (Const. Ap. 2, 26, 6; 3, 19,1; 6, 17,4). La misión litúrgica
tenía lugar durante la ceremonia del bautismo, en la que ungían el cuerpo de
las mujeres antes de sumergirse en el agua y las recogían para secarlas al
salir, por la inconveniencia de que su desnudez fuera contemplada por los
hombres. También debían recibir a las mujeres en las asambleas litúrgicas,
cuidando de que encontraran un lugar en la iglesia y de que las más jóvenes
cedieran su sitio a las de más edad. Esas eran sus funciones, estando excluidas
de las propias de los diáconos como asistir al obispo y al sacerdote en el
altar, y distribuir la comunión. La institución de las diaconisas formaba parte
del clero y, como los restantes miembros, recibían la ordenación conferida por
la imposición de manos (cheirotonía) y la oración del obispo. En cambio
las viudas y las vírgenes, los otros ordines femeninos, no eran
ordenadas (Const. Ap. 2, 58, 4-6; 3, 16, 4; 8,19, 2; 24,2; 25, 2. Didasc.
Ap. 3, 12, 3). Frente a las regiones de lengua griega, en las iglesias de
lengua latina la institución de las diaconisas no apareció hasta el siglo V, y
Roma la aceptó a finales del siglo VIII. Además, se trató de una función
honorífica más que de un ministerio propiamente dicho[45].
Una vez ordenada diaconisa, Olimpia se
convirtió en la benefactora de los pobres y necesitados, pero, sobre todo, de
la Iglesia de Constantinopla, ya que los monjes y obispos fueron sus
principales beneficiarios. A partir del nombramiento de Juan Crisóstomo como
sucesor de Nectario en el episcopado (397) y del encuentro y la amistad con
ella, el obispo puso fin al descontrol de la actividad caritativa de la
diaconisa, pues una especie de paroxismo
caritativo la había llevado a dilapidar casi totalmente su fortuna. Lo que
quedaba de sus bienes fue puesto a disposición de la Iglesia
constantinopolitana y de su obispo, con lo cual se fundaron hospitales,
hospicios, asilos, así como el monasterio femenino que Olimpia ordenó construir
junto a la Iglesia de Santa Sofía y a la casa episcopal. A esta fundación
monástica, la primera de la que tenemos noticia en Constantinopla, incorporó a
sus 50 criadas y se sumaron igualmente parientes y amigas aristócratas que
llevarían consigo también a su servidumbre femenina, llegando a alcanzar el
número de 250 miembros. Ignoramos el funcionamiento de la comunidad, pues los
escasos datos que nos proporciona su biografía se limitan a la práctica de la
ascesis, la abstinencia, los cantos y oraciones, el ejercicio de la caridad y
el retiro, sin relacionarse con hombres o mujeres, a excepción de su director
espiritual, Juan Crisóstomo. Este tipo de monacato femenino aristocrático nos
evoca el que surgió en Roma unos años antes en torno a Marcela y otras mujeres
de su clase, cuyo director fue Jerónimo, y que tuvo su continuación en el que
Paula fundó en Belén 13. Además, el paralelismo entre las relaciones de Juan
con Olimpia y las de Jerónimo con Paula resulta evidente, como se ha señalado
en la bibliografía sobre ese tema[46].
Pero el obispo cayó en desgracia,
víctima de la confabulación de ciertos individuos, como Teófilo de Alejandría,
con la casa imperial y sobre todo con la emperatriz Eudoxia, y el asunto
desembocó en la deposición y exilio de Juan Crisóstomo en el 404[47]. A partir de ese momento
Olimpia desplegó su capacidad de influencia ante las autoridades civiles y
eclesiásticas para intentar conseguir, sin éxito, la vuelta de su amigo; fue
víctima de persecuciones por parte de los enemigos de Juan, que la obligaron a
comparecer en juicio ante el prefecto y posteriormente a exiliarse a Nicomedia
hasta su muerte. Aunque la comunicación entre ambos fue fluida e incluso
abundante, teniendo en cuenta las dificultades del transporte en esa época, el
desánimo y el abandono fueron haciendo mella en el cuerpo y en el ánimo de la
diaconisa hasta que terminaron con su vida. La correspondencia que ambos
intercambiaron durante el exilio del obispo constituye un testimonio
extraordinario del sufrimiento de los dos amigos[48].
d)
Mónica, la madre de Agustín, representa el último de los cuatro
prototipos. A diferencia de las otras instituciones femeninas, la mulier
maritata supone una mayor continuidad con respecto a la tradición anterior,
adaptándose simplemente a los aspectos específicamente cristianos. Si la
virgen, la diaconisa y la viuda fueron arquetipos en gran medida originales del
cristianismo, la esposa y madre encuentra su modelo en la tradición pagana y en
el Antiguo Testamento, y se perpetúa con la nueva religión. La mujer casada se
realiza plenamente en el ámbito del núcleo familiar, en esa doble vertiente de
esposa y madre, pero en contacto con el mundo, como una variante de los otros status
que fundamentalmente desarrollaban su actividad en el interior de un
monasterio[49].
En realidad la función de la maternidad justifica el matrimonio, pues
tradicionalmente se concibió la procreación como su razón de ser y fue
considerada por los Padres de la Iglesia como su fin primordial. Todos los
moralistas cristianos aceptaron el matrimonio en calidad de mal menor, por
tratarse de una institución establecida por Dios, pero lo consideraron un
obstáculo para la entrega y dedicación completa al culto divino[50]. Debido a la escasa
valoración otorgada al matrimonio por los escritores cristianos, frente a la
alta estima concedida a la virginidad, se desarrolló en muchas de sus obras un
argumento, ya utilizado por los filósofos paganos y especialmente por los
estoicos, que llegará a constituir el lugar común de las molestiae
nuptiarum. Este tópico consistía
en poner de manifiesto las múltiples desventajas e inconvenientes que acarreaba
la vida conyugal, frente a los escasos beneficios, resaltando en cambio los
innumerables méritos y recompensas de los célibes[51].
Si la realización plena de la mujer
casada abarcaba una doble función, la de esposa y madre, su continuidad dentro
del cristianismo implicó una tercera faceta relacionada con Dios. Así, la
tipología de la mulier maritata se configuró a través de una triple
dimensión que afecta a su relación con Dios, como famula Dei, con su
esposo en el papel de uxor y con sus hijos en calidad de mater[52].
En el cumplimiento de estas tareas hay que encuadrar la figura emblemática de
Mónica, madre Agustín de Hipona. Las noticias que poseemos sobre ella aparecen
básicamente recogidas por su hijo en “Las Confesiones”. Nació en el seno de una
familia piadosa y fue educada en los dogmas del cristianismo, pero su esposo
Patricio era pagano. Ella intentó convertirle a través del ejemplo de sus
sobrias y púdicas costumbres y manifestándole en todo momento respeto y
sumisión, objetivo que logró al morir él, siendo muy joven. De esa forma Mónica
se encontró libre para entregarse a la oración y para educar en la fe a su hijo
Agustín, como verdaderamente anhelaba. Pero durante la vida de Patricio adoptó
una actitud de sumisión, prudencia y tolerancia que despertaba sorpresa y
admiración entre las otras matronas, debido al carácter colérico del esposo. El
texto que recoge esta información constituye un documento de excepción como
testimonio de los malos tratos infligidos por los maridos a sus esposas ya en
esa época de finales del siglo IV[53].
Resume Agustín las virtudes de su
madre en pocas líneas cuando afirma: “Había
sido mujer de un solo varón -unius viri uxor-, había cumplido con sus padres, había
gobernado su casa piadosamente y tenía el testimonio de las buenas obras, y
había nutrido a sus hijos, pariéndolos tantas veces cuantas los veía apartarse
de Dios” (Confess. IX, 9,22). Efectivamente,
una de las mayores preocupaciones en la vida de Mónica fue convertir al
cristianismo a su hijo Agustín, objetivo que le ocasionó terribles disgustos, pero todos sus esfuerzos se vieron al final
compensados, cuando por fin se bautizó y despreció la felicidad terrena, como
le hizo saber a su madre en el lecho de muerte. Por tanto, esa mujer cumplió a
la perfección con las tres funciones que comportaba su status: amor y
devoción a Dios y a los asuntos sagrados, representados en la cualidad de la pietas;
sumisión y respeto al marido como primera autoridad, para que reinara la paz y
la armonía en la familia, llevando una vida marcada por la castidad o pudicitia;
y en tercer lugar el cuidado y educación cristiana de sus hijos, anteponiendo
el alimento espiritual al material, como optima mater. Todas esas
cualidades las recoge con precisión Agustín al afirmar “Nos acompañaba mi madre con hábito de mujer, fe de varón, seguridad de
anciana, amor de madre y piedad cristiana”[54].
Murió en Ostia, camino de su tierra, a los 56 años, y sus restos fueron
depositados junto a los de su marido, tal como era su deseo.
2.4. Protagonismo de las mujeres.
Algunos ejemplos
Las fuentes
literarias y epigráficas nos informan de que algunas mujeres participaron
activamente en la política eclesiástica de los primeros siglos, desempeñando
tareas importantes. Pese a no existir un reconocimiento oficial, la
documentación a nuestro alcance proporciona testimonios sobre la intervención
ejercida por algunas mujeres, y también sobre la gran influencia que
desplegaron en cuestiones trascendentales para la Iglesia. Las elecciones y
deposiciones de obispos, la orientación doctrinal o la difusión y consolidación
del movimiento ascético dependieron en gran medida de ellas. Las prohibiciones
más importantes, como la enseñanza y el sacerdocio, no impidieron en absoluto a
ciertas mujeres desempeñar un enorme poder, aunque de carácter extra-oficial.
Son muchos los ejemplos y por ello voy a referirme solamente a los casos más
significativos[55].
Se observa que la mayoría de esas mujeres pertenecían a la élite social y
política; eran ricas, cultas y tenían gran influencia sobre sus parientes
masculinos. Muchas de ellas eran expertas en teología, por lo cual resultaría
muy difícil impedir su participación en las disputas teológicas, además, sus
recursos y autoridad harían imposible
excluirlas de la organización eclesiástica. Precisamente, sabemos que las
emperatrices de la familia teodosiana desempeñaron un gran protagonismo en los
diferentes concilios: Elia Flacilla en el de Constantinopla del 381, como fiel
guardiana de la doctrina nicena, evitó que su esposo Teodosio I se entrevistara
con Eunomio de Cízico, de orientación neo-arriana, por temor a que le
persuadiera e indujera a cambiar de idea al emperador. Eudocia, monofisita, y
su hermana Pulqueria influyeron sobre Teodosio II en el concilio de Éfeso
(431); en el de Calcedonia (451) Pulqueria, junto a Marciano, tuvo un papel
importante en la victoria anti-monofisita. Y Gala Placidia intervino en el
debate pelagianista así como en el cisma de la iglesia de Roma del 419,
enviando cartas a diversos obispos para que acudieran al sínodo de Espoleto y
terminaran con el conflicto[56].
Además de las
emperatrices, otras mujeres ejercieron gran influencia en la política
eclesiástica, como vamos a exponer a
continuación:
a) Los
arrianos de Sirmio enfrentaron a vírgenes exaltadas contra Ambrosio de Milán, y
casi acaban con su, vida cuando intentó imponerles al obispo niceno Antemio.
Ambrosio, a su vez, se rodeó después de un numeroso grupo de vírgenes que le
proporcionaban poder y prestigio[57].
b) Juan Crisóstomo experimentó las
ventajas e inconvenientes del poder asumido por las mujeres en ámbito
eclesiástico. Entre otros factores, los sucesivos conflictos que protagonizó en
Constantinopla con la emperatriz Eudoxia y con su grupo de poderosas viudas,
Marsa, Castricia y Eugrafia, le valieron su deposición y exilio hasta el final
de sus días. Pero también disfrutó del apoyo y amistad incondicional de otras
mujeres de la aristocracia, tanto durante su episcopado como después en el
destierro, recibiendo ayuda material, diplomática y espiritual por parte de la
diaconisa Olimpia, de sus compañeras y de numerosas corresponsales que
secundaron su causa[58].
c) También se implicaron en las
disputas teológicas las mujeres que, por su cultura y formación religiosa,
estuvieran capacitadas para ello. Marcela, gran amiga de Jerónimo, es
presentada como defensora de la ortodoxia contra los origenistas y adquirió
tales conocimientos de las Escrituras que, cuando se planteaba alguna duda, se
recurría a ella para resolverla.
d) Melania senior apoyaba a Rufino de Aquileya, que
era atacado por ser el traductor de Orígenes, y durante la persecución
antenicena de Valente había proporcionado con sus bienes el sustento a obispos
y sacerdotes ortodoxos deportados a Palestina. Después en su monasterio de
Jerusalén acogió durante 27 años a
obispos, monjes y vírgenes que pasaban por allí.
e) Melania iunior desplegó todos sus conocimientos para luchar contra la
doctrina de Nestorio durante su estancia en Constantinopla, y su biógrafo
Geroncio nos describe esa actividad: “También venían a discutir con la santa
madre sobre la fe ortodoxa muchas mujeres de senadores y de hombres muy distinguidos
por su elocuencia. Y ésta no cesaba de hablar sobre teología de la mañana a la
noche reconduciendo hacia la fe ortodoxa a muchos extraviados… (Vida de
Macrina, 54.).
f) A pesar de que la enseñanza en
público estaba prohibida a las mujeres, su actividad como educadoras y
transmisoras de los principios cristianos se desarrollaba en el interior del
hogar. En ese aspecto, por tanto, sí que
tuvieron una intervención decisiva. Un testimonio ilustrativo de la ascendencia
femenina entre los parientes del otro sexo nos lo proporciona Basilio de
Cesarea en una epístola destinada a los habitantes de Neocesarea, lugar de
origen de su abuela Macrina senior.
El texto dice así: “¿Qué prueba más clara podría haber en favor de nuestra fe
que el hecho de haber sido educado por una abuela que era una bienaventurada
mujer, salida de entre vosotros? Me refiero a la noble Macrina…, que nos ha
educado en los dogmas de la devoción cuando aún éramos niños muy pequeños
(Basilio de Cesarea, ep., 204, 6)[59].
g) En los conflictos eclesiásticos también
mediaron las mujeres, en grupo o individualmente, lográndolo en multitud de
ocasiones. Teodoreto de Ciro describe un episodio en que las esposas de los
cargos públicos en Roma y de los honorati acudieron ante Constancio II
para pedirle que les devolviera al papa Liberio, desterrado a Tracia por el
emperador al negarse a firmar la condena contra Atanasio de Alejandría en el
concilio de Milán del 355. Se presentaron ante el emperador ataviadas con sus
mejores galas para hacer ver su origen noble y ser tratadas con respeto. Como
consecuencia de esas
protestas, Liberio pudo volver a su sede[60].
h)
Otro testimonio del enorme poder que llegaban a ejercer algunas mujeres se
produjo en el contexto del cisma donatista, que afectó a las provincias del
África romana. En los primeros años del siglo IV la admiración de los
cristianos por sus mártires se convirtió en un culto exagerado, contraviniendo
incluso las normas de las autoridades eclesiásticas. Ceciliano, obispo de
Cartago, criticó tales manifestaciones de piedad y se granjeó así el odio de
una poderosa mujer, Lucila, que tenía la costumbre de besar el hueso de un
mártir antes de comulgar. En su elección episcopal Ceciliano se encontró con la
fuerte oposición de un grupo de eclesiásticos, liderado por Donato, que dio
nombre al famoso cisma. En ese conflicto Donato contó con el apoyo de Lucila;
los donatistas declararon nula la consagración de Ceciliano en un sínodo
celebrado en Cartago y eligieron en su lugar a Mayorino, servidor de esa
intrigante mujer y su candidato favorito[61]. Así pues, la influencia de esa mujer en la deposición
de un obispo y la elección de otro fue extraordinaria.
De todo lo expuesto hasta ahora se
deduce que la participación femenina en la política eclesiástica fue un hecho
indiscutible, pero no se produjo de forma generalizada, sino restringida a
algunos grupos, y extensiva a cierto número de mujeres con nombre propio, pues
la normativa de la Iglesia y la opinión de sus autoridades establecía fuertes
restricciones al acceso de las mujeres.
IV Consideraciones finales
Tras
este recorrido por el Mundo antiguo hemos constatado que, pese a la
transformación del derecho durante la época imperial con respecto a la
equiparación femenina, la sociedad continuó mirando con desprecio y suspicacia
a las mujeres emancipadas, situación que solo se podían permitir las más cultas
y ricas.
Se ha podido
comprobar también que algunas mujeres influyeron de manera determinante en el
gobierno del Imperio, pero, debido a la falta de reconocimiento legal para
intervenir en política y en los virilia
officia, lo hicieron mediante una participación indirecta, la manera más
habitual, por otra parte, de ejercer su poder las mujeres.
Las fuentes nos
informan de que durante el Imperio la cultura entre las mujeres fue en aumento,
pues aprovecharon la posibilidad de instruirse y cultivarse intelectualmente
para participar en actividades hasta entonces típicamente masculinas. Pero
observamos que la instrucción era un derecho exclusivo de las clases
privilegiadas, y fundamentalmente de ámbito urbano, pues las mujeres humildes y
de ambientes rurales no tenían esas posibilidades.
Así mismo, hemos
llegado a la conclusión de que la posición de las mujeres en el plano religioso
fue muy similar tanto en las religiones politeístas como en el cristianismo. Su
colaboración en los cultos religiosos paganos apenas tuvo reconocimiento
oficial, pero en la realidad se evidenció su carácter de complementariedad y su
extraordinaria influencia en las diversas facetas.
Por otra parte, un número importante de mujeres participaron en los cultos de
las religiones mistéricas, que ayudaron a dignificar la condición de la mujer.
Con la llegada
del cristianismo se dieron algunos pasos para avanzar en un proceso de
equiparación con los hombres, pero la asimilación de la organización
eclesiástica con las estructuras del Estado supuso una vuelta a los valores
tradicionales y a la supeditación femenina. A pesar de ello, las mujeres
intervinieron activamente en la política eclesiástica y resultaron
determinantes en cuestiones trascendentales para la Iglesia.
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Recibido: 31 de julio de 2019
Aceptado: 27 de septiembre de 2019
Versión Final: 20 de octubre de 2019
Recibido: 8 de abril de 2019
Aceptado: 21 de junio de 2019
Versión Final:23 de septiembre de 2019
[1] Ulp., Digesto 50, 17, 2 pr.: Feminae ab omnibus officiis civilibus vel
publicis remotae sunt et ideo nec iudices esse possunt nec magistratum gerere
nec postulare nec pro alio intervenire nec procuratores existere.
[2]
Gaius, Institutiones I, 190: Feminas vero perfectae aetatis in tutela
esse fere nulla pretiosa ratio suasisse videtur: Nam quae vulgo creditur, quin
levitate animi plerumque decipiuntur et aequum erat eas tutorum auctoritate
regi, magis speciosa videtur quam vera.
[3] Cf. Treggiari, Susan; Roman marriage. Iusti coniuges from the time of Cicero to
the time of Ulpian; Oxford; 1993.
[4]
Sobre el tema del divorcio en las élites romanas cf. Raepsaet-Charlier,
Marie-Thérèse; “Ordre sénatoriel et divorce sous le Haut-Empire romain: un
chapitre de l’histoire des mentalités”, ACD
17-18; 1981-1982; pp. 161-173.
[5]
Rousselle, Aline; “La politica
dei corpi: tra procreazione e continenza a Roma”; en Georges Duby-Michelle
Perrot (eds.); Storia delle donne in
Occidente. L’Antichità ; Roma-Bari; 1990; pp. 317-372, p. 335.
[6]
Así lo afirmaba Papiniano en el Digesto 35,2, 9,1 (Pap. 19 quaest.): partus nondum editus nasciturus homo non
recte dicitur; y Digesto, 11, 8,
2: (foetus) spes animantis.
[7] Sobre todas esas cuestiones remito a la ya clásica obra de Cantarella, Eva;
L’ambiguo malanno. Condizione e immagine
della donna nell’antichità greca e romana; Roma; 198; pp. 185-207.
[8] Ulp., Digesto
50, 17, 2.
[9] Cf. Van Bremen, Riet; The limits of participation.
Women and civic life in the Greek East in the Hellenistic and Roman periods;
Amsterdam; 1996.
[10] Cf. Melchor Gil, Enrique; “Mujeres y evergetismo en la Hispania romana”; en
Juan Francisco Rodríguez Neila (ed.), Hispania
y la epigrafía romana, cuatro perspectivas. Epigrafia e Antichità 26; Faenza; 2009; pp. 133-178.
[11] Sobre la educación de las mujeres en la Antigüedad
cf. Haines-Eitzen, Kim; "Girls Trained in Beautiful Writing": Female
Scribes in Roman Antiquity and Early Christianity”; Journal of Early Christian Studies 6, 4; 1998; pp. 629-646; Keener,
Graig; “Women’s Education And Public Speech In Antiquity”; Journal of the Evangelical Theological Society 50,4; 2007; pp.
747-759; Osiek, Carolyne; “The Education of Girls in Early Christian Ascetic
Traditions”; Studies in Religion /
Sciences Religieuses 41(3); 2012; pp. 401–407; Caldwell, Lauren; Roman Girlhood and the Fashioning of
Femininity; Cambridge University Press; 2015; Hemelrijk, Emily A.; “The
education of Women in Ancient Rome”; in W. Martin Bloomer (ed.); A Companion to Ancient Education, John
Wiley & Sons, Inc, Hoboken, NJ; 2015; pp. 292-304; y Martínez Maza, Clelia;
“Cristianas sabias, arquetipo femenino en el mundo tardoantiguo. Una aproximación historiográfica”; Revista
de historiografía (RevHisto), nº 22; 2015; pp. 83-100.
[12]
Plin., Hist. Nat. 7, 8, 46: “También
Nerón, príncipe hace poco tiempo y enemigo del género humano durante todo su
principado, nació de pie, según escribe Agripina, su madre…” (Neronem quoque, paulo ante principem et toto
principatu suo hostem generis humani, pedibus genitum scribit parens eius Agrippina) (tr. esp. Del Barrio Sanz, Encarnación; Garcia
Arribas, Ignacio; Moure Casas, Ana María; Hernández Miguel, Luis Alfonso; y
Arribas Hernáez, Mª Luisa; ed. Gredos; vol. III; Madrid; 2003; ed. Karl Friedrich Theodor Mayhoff); y Tac., Ann.
4, 53: “Esto no ha sido relatado por los historiadores, sino que lo he
encontrado en las memorias de Agripina la joven, la madre del emperador Nerón,
que ha transmitido a la posteridad su vida y los avatares de los suyos” (id ego, a scriptoribus annalium non
traditum, repperi in commentariis Agrippinae filiae quae Neronis principis
mater vitam suam et casus suorum posteris memoravit) (tr. esp. José Luis Moralejo; ed. Gredos, vol. I; Madrid; 1979;
eds. Alfred John Church & William Jackson Brodribb).
[13] Mart. 10, 35: Omnes
Sulpiciam legant puellae, Uni quae
cupiunt viro placere; Omnes Sulpiciam legant mariti, Uni qui cupiunt placere
nuptae. Non haec Colchidos adserit furorem
Diri prandia nec refert Thyestae;
Scyllam, Byblida nec fuisse credit: Sed castos docet et probos amores, Lusus, delicias facetiasque. Cuius carmina
qui bene aestimarit, Nullam dixerit esse nequiorem, Nullam dixerit esse
sanctiorem (tr. Fernández Valverde, Juan y Ramírez de Verguer, Antonio; ed. Gredos, vol.
II; Madrid; 1997; ed. The Latin Library).
[14] Sen., De
cons. Ad Helv. 17, 4: Vtinam quidem
uirorum optimus, pater meus, minus maiorum consuetudini deditus uoluisset te
praeceptis sapientiae erudiri potius quam inbui! non parandum tibi nunc esset
auxilium contra fortunam sed proferendum. Propter istas quae litteris non ad
sapientiam utuntur sed ad luxuriam instruuntur minus te indulgere studiis
passus est. Beneficio tamen
rapacis ingenii plus quam pro tempore hausisti; iacta sunt disciplinarum omnium
fundamenta: nunc ad illas reuertere; tutam te praestabunt. 5. Illae
consolabuntur, illae delectabunt, illae si bona fide in animum tuum
intrauerint, numquam amplius intrabit dolor, numquam sollicitudo, numquam
adflictationis inritae superuacua uexatio ((tr. esp.
Mariné Isidro, Juan; ed. Gredos; Madrid; 1996; ed. The Latin Library).
[15]
Juv. VI, 185-191: nam quid rancidius quam
quod se non putat ulla formosam nisi
quae de Tusca Graecula facta est, de Sulmonensi mera Cecropis? omnia Graece:
(cum sit turpe magis nostris nescire Latine). hoc sermone pauent, hoc iram,
gaudia, curas, hoc cuncta effundunt animi secreta. quid ultra? concumbunt
Graece… (The Latin Library).
[16]
Cf. Pau, Guy; L’émancipation
fémenine dans la Rome Antique: París; Les Belles Lettres; 1978; Sirago,
Vito Antonio; Femminismo a Roma nel primo
Impero; Roma; 1983; y Mañas Núñez, Manuel;
“Mujer y sociedad en la Roma imperial del siglo I”; Norba. Revista de Historia; vol. 16; 1996-203; pp. 191-207.
[17] La
primera traducción al castellano de ese extenso epitafio fue realizada por Jose
María Robles y apareció como obra póstuma en Robles, José Mª y Torres,
Juana; “Epitafio de una esposa ejemplar: la Laudatio Turiae”; en Juana
Torres (ed.); Historica et
Philologica in honorem J. M. Robles;
Universidad de Cantabria; 2002; pp. 15-27.
[18] Marcial, 1, 28: Hesterno fetere mero qui credit Acerram,
fallitur: in lucem semper Acerra bibit; Marcial 5, 4: Fetere multo Myrtale
solet uino, sed fallat ut nos, folia deuorat lauri merumque cauta fronde, non
aqua, miscet; Juvenal, VI, 302-305: grandia
quae mediis iam noctibus ostrea mordet, cum perfusa mero spumant unguenta
Falerno, cum bibitur concha, cum iam uertigine tectum, ambulat et geminis
exsurgit mensa lucernis; Juv. VI, 430-432: marmoribus
riui properant, aurata Falernum peluis
olet; nam sic, tamquam alta in dolia longus deciderit serpens, bibit et uomit.
[19]
Juvenal, VI, 419-420: grauis occursu,
taeterrima uultu balnea nocte subit, conchas et castra moueri nocte iubet,
magno gaudet sudare tumultu…
[20] Tácito, Ann.
15, 32 spectacula gladiatorum idem annus
habuit pari magnificentia ac priora; sed feminarum inlustrium senatorumque
plures per arenam foedati sunt (tr. esp. Moralejo, José Luis; ed. Gredos,
vol. I; Madrid; 1979; eds. Church, Alfred John & Brodribb, William Jackson); Suetonio, Vit. Caes. 4, 1-4: Spectacula assidue magnifica et sumptuosa
edidit non in amphitheatro modo, verum et in circo; nec virorum modo pugnas,
sed et feminarum… in stadio vero cursu etiam virgines (Picón, Vicente; ed. Cátedra;
Madrid; 1998).
[21]
Esa paradoja ha sido señalada por diversos autores: John Scheid habla de
“Extranjeras, extrañas indispensables” (“Indispensabili «straniere». I ruoli
religiosi delle donne a Roma”; en Georges Duby y Michel Perrot; Storia delle
donne; P. Schmitt Pantel (ed.); L’Antichità; Roma; 1990; pp.
424-462); Sarah B. Pomeroy titula su libro Diosas, rameras, esposas y
esclavas (Goddesses, Whores, Wives, and Slaves: Women in
Classical Antiquity; Nueva
York; 1975); Pilar Pavón sitúa a la mujer “entre la participación y la
marginación” (“La mujer en la religión romana: entre la participación y la
marginación”; en Eduardo Ferrer Alveda, y Álvaro Pereira Delgado, (eds.); Hijas
de Eva. Mujeres y religión en la Antigüedad; Sevilla; 2015; pp. 115-141); y
Marie Thérèse Raepsaet-Charlier las denomina “indispensables pero incapaces”
(“Indispensables pero incapaces: las mujeres romanas en el Derecho y la
Religión”; Annaeus 3; 2006; pp.
161-181); también afirma que “…las mujeres desempeñan en la religión romana
papeles indispensables”; y que “No se debe hablar de marginalidad religiosa de
las mujeres, hay que señalar más bien su complementariedad…” (“La place des
femmes dans la religión romaine: marginalization ou complementarieté? L’apport
de la théologie”, en Pavón, Pilar (ed.); Marginación
y mujer en el Imperio romano; Edizioni Quasar; Roma; 2018; pp. 201-219, p.
218).
[22]
Dion. Halic., Antiquitates romanae
II, 22,1-2 (tr. esp. Jiménez, Elvira y
Sánchez, Ester; Historia antigua de Roma; vol. 1; ed.
Gredos; 1984).
[23]
Por mencionar solo algunos de los títulos más importantes, cf. Cantarella, Eva;
L’ambiguo malanno. Condizione e immagine della donna nell’antichità greca e
romana; Roma; 1981; Scheid, John; “Indispensabili «straniere». I ruoli
religiosi delle donne a Roma”, en Georges Duby y Michel Perrot; Storia delle
donne; P. Schmitt Pantel
(ed.); L’Antichità; Roma; 1990; pp. 424-462; Sfameni Gasparro, Giulia;
“Ruolo cultuale della donna in Grecia e a Roma: per una tipologia
storico-religiosa”; en Ugo Mattioli (ed.); Donna e culture. Studi e documenti nel III anniversario della “Mulieris dignitatem”; Génova; 1991; pp.
57-121; Kraemer, Ross Shepard; Her Share of the Blessings. Women’s Religions
among Pagans, Jews and Christians in the Graeco-Roman World; Nueva York-Oxford;
1992; Scheid, John; “Les rôles religieux des femmes à Rome. Un complément”, en Regula Frei-Stolba, Anne Bielman y Olivier Blanchi (eds.); Les femmes antiques entre sphere privée et
sphere publique; Berna; 2003; pp. 137-151; Kraemer, Ross Shepard (ed.); Women’s
Religions in the Greco-Roman World. A Sourcebook; Oxford University Press;
2004; Takács, Sarolta A.; Vestal Virgins, Sibyls and Matrons. Women
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“La mujer en la religión romana: entre la participación y la marginación”, en
Eduardo Ferrer Alveda, y Álvaro Pereira Delgado (eds.); Hijas de Eva. Mujeres y religión en la
Antigüedad; Sevilla; 2015; pp. 115-141; Pavón, Pilar (ed.), Marginación y mujer en el Imperio romano;
Edizioni Quasar; Roma; 2018,
[24] De entre la numerosa bibliografía sobre este
sacerdocio femenino, cf. Raepsaet-Charlier, Marie Thérèse; “L’origine sociale
des Vestales”; en Panayotis D. Dimakis (ed.); Mnémè G. A. Petropoulos II; Atenas; 1984; pp. 253-270; Beard, Mary;
“Re-Reading Vestal Virginity”, en Richard Hawley & Barbara Levick (eds.); Women in Antiquity: New Assessments;
Routledge; Londres; 1995; pp. 166-177; Staples, Ariadne; From Good Goddes to Vestal Virgins: Sex and Category in Roman Religion;
Routledge; Londres; 1998; Wildfang, Robin Lorsch; “The Vestal Virgins’Ritual
Function in Roman Religion”; CM 50; 1999; pp. 227-234; Idem; “The Vestals and annual public
rites”; Clas. et Med. 52; 2001; pp.
223-256; Parker, Holt; Why Were the Vestals Virgins? Or the Chastity of Women
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125; 2004; pp. 563-601; Mekacher, Nina; Die
vestalischen Jungfrauen in der römischen Kaiserzeit; Wiesbaden; 2006; y
Takács, Sarolta A.; Vestal Virgins,
Sibyls and Matrons. Women in Roman Religion; Universidad de Texas;
2008. Algunos estudiosos han comparado la institución de las vestales con la de
las vírgenes cristianas, como se puede ver en: Lizzi, Rita; “Vergini di Dio –
vergini di Vesta. Il sesso negato e la sacralità”; en Salvatore Pricoco; L’Eros difficile. Amore e
sessualità nell’antico cristianesimo, Soveria Manelli, Rubbettino; 1998; pp. 89-132; y Bybee, Ariel E.;
“From Vestal Virgin to Bride of Christ: Elements of a Roman Cult in Early
Christian Asceticism”; Studia Antiqua
1,1; 2001.
[25]
Cantarella, Eva; L’ambiguo malanno.
Condizione e immagine della donna nell’antichità greca e romana; Roma;
1981; p. 209: “Il diffondersi dei nuovi culti, insomma, turbava l’ordine
costituito, gettava lo scompiglio nelle case dei romani, era visto come causa
di una inammissibile licenziosità
[…] In nome dei nuovi culti
troppe cose stavano cambiando, troppi principi venivano scossi, troppe libertà
venivano rivendicate da persone che, prima, non avrebbero mai pensato di
mettere in discussione la loro inferiorità: schiavi e donne, ora, si ritenevano
“persone” uguali a tutte le altre” […]
[26] Cf. Gryson, Roger; Le ministère des femmes dans l’Église
ancienne; Gembloux; 1972; pp.22-23; Martimort, Aimé Georges; Les diaconesses: Essai historique; Roma;
1982; pp. 15-16; y Aubert, Marie- Josèphe; Des
femmes diacres. Un nouveau chemin pour l’Èglise; París; 1987; p. 69 y pp.
75-77.
[27]
Cf. Ash, James L.; “The Decline of Ecstatic Prophecy in the Early
Church”; Theological Studies 37;
1976; 227-252; y Marcos, Mar; “Mujer y profecía en el cristianismo antiguo”, en
Ramón Teja (ed.); Profecía, magia y
adivinación en las religiones antiguas; Aguilar de Campóo; 2001;
pp.103-104.
[28]
Acerca de la participación de las mujeres en las primeras comunidades
cristianas, cf. Schüssler y Fiorenza, Elizabeth; “Word, Spirit and Power: Women
in Early Christian Communities”; en Rosemary Ruether y Eleanor McLaughlin
(eds.); Women of Spirit. Female Leadership in the Jewish and Christian traditions; Nueva York; 1979; pp. 29-70; Guiducci, Armanda; Perdute
nella storia. Storia delle donne dal I al VII secolo d.C.;
Florencia; 1989; Mazzuco, Clementina; “E fui fatta maschio”. La donna nel cristianesimo primitive; Turín; 1989; Kramer, Ross Shepard &
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1999; Alexander, Monique; “Immagini di donne ai primi tempi della cristianità”,
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pp. 472-478; Torjesen, Karen J.; When Women Were Priest. Women’s Leadership
in the Early Church and the Scandal of Their Subordination in the Rise of
Christianity; San Francisco; 1995.
[29] Sobre los ministerios femeninos, entre otros títulos
cf. Danielou, Jean; “Le ministére des femmes dans l’Église ancienne”; La Maison Dieu 61; 1960; pp. 70-96;
Gryson, Roger; Le ministère des femmes dans l’Église ancienne; Gembloux; 1972;
Martimort, Aimé Georges; “A propos des ministéres feminins dans l’Église”; Bulletin de Littérature Ecclésiastique
74; 1973; pp. 103-108; Ruether, Rosemarie Radford; “Mothers of the Church:
Ascetic Women in the Late Patristic Age”; en Rosemarie Radford Ruether y Eleanor Mclaughlin (eds.); Women of Spirit. Female Leadership in the
Jewish and Christian Traditions; Nueva York; 1979; pp. 29-70 y pp. 71-98; y
Madigan, Kevin y Osiek, Carolyne; Ordained Women in the Early Church. A Documentary History; Baltimore; 2005 (tr. esp. Teresa Arístegui Aguirre; ed. Verbo
Divino; Estella (Navarra); 2006; pp. 31-49).
[30]
Sobre la presencia de mujeres en los documentos martiriales cf. Mazzucco,
Clementina; “E fui fatta maschio”. La
donna nel Cristianesimo primitivo; Turín; 1989; cap. V y VI; pp. 95-138; Eadem; “Figure di donne: la martire”;
Atti del II Convegno nazionale di Studi
sulla donna nel mondo antico; Turín; 1989; pp. 167-195; Consolino, Franca
Ela; “Modelli di santità femminile nelle più antiche Passioni romane”; Augustinianum 24; 1984; pp. 83-113; Eadem; “La donna negli Acta Martyrum”; en Ugo Mattioli (ed.); La donna nel pensiero cristiano antico;
Génova; 1992; pp. 95-117; y Torres, Juana; “El protagonismo de las primeras
mártires cristianas”; en Isabel Gómez-Acebo (ed.); La Mujer en los orígenes del cristianismo; Madrid; 2005;
pp.171-209.
[31] Laud. Tur., Domestica bona pudicitiae, opsequi, comitatis, facilitatis, lanificiis
tuis adsiduitatis, religionis sine superstitione, ornatus non conspiciendi,
cultus modici… (I, 30-32); custodia
pudicitiae (I, 10); morum probitas
(I, 1); fidissuma (II, 43).
[32] Sobre este tema cf. Giannarelli, Elena; “La mulier virilis ed i suoi sviluppi eterodossi"; en Elena
Giannarelli; La Tipologia femminile nella
biografia e nell’autobiografia cristiana del IVº secolo; Roma; 1980; pp.
86-88; Eadem; “La rivalutazione della
donna, la donna virile e la filosofia”; en Elena Giannarelli; S. Gregorio di Nissa. La vita di S.
Macrina; intr., tr., y not.;
Milán; 1988; pp. 30-41; Aspegren, Kerstin; The
Male Woman. A Feminine Ideal in the Early Church; Uppsala
Women’Studies/Women in religion 4; 1990; Clark, Elisabeth; “Women and asceticism
in Late Antiquity: The refusal of gender and status”; en Vincent L. Wimbush
& Richard Valantasis (eds.); Asceticism;
Nueva York; 1995; pp. 33-48; y Pedregal, Amparo; “La mulier virilis como modelo de perfección en el cristianismo
primitivo”; en Isabel Gómez Acebo (ed.); La
mujer en los orígenes del cristianismo; Desclée de Brouwer; Bilbao; 2005;
pp. 141-168.
[33] Me he ocupado ampliamente de la tipología femenina en el cristianismo
antiguo y, especialmente en la literatura epistolar, como se puede comprobar en
algunas publicaciones: Torres, Juana; “Tipología femenina en las epístolas de
San Basilio: Principios teóricos y manifestación práctica”; Studia Historica 4-5; 1986-87; pp.
227-234; Eadem; La mujer en la
epistolografía griega cristiana (ss. IV-V): tipología y praxis social;
Servicio de Publicaciones. Universidad de Cantabria; 1990; Eadem; “Optima uxor/impudica
et perversa mulier en la epistolografía griega cristiana (s. IV-V)”; Faventia 17; 1995; pp. 59-68; y Eadem; “Misoginia en la literatura
patrística: Hacia una sistematización tipológica del ideal femenino”; en Juan
José Pomer, Jordi Redondo y Ramón Torné (eds.); Misogínia, religió i pensament a la literatura del món antic i la seua
recepció; Hakkert; 2013; pp. 243-271.
[34] Cf. Schade, Kathrin; Frauen in der Spätantike: Status und Repräsentation, eine Untersuchung
zur römischen und frühbyzantinen Bildniskunst; Mainz; 2003.
[35] La fuente fundamental para conocer información sobre esta mujer es la “Vida
de Macrina”, escrita por Gregorio de Nisa. La edición y traducción francesa fue
llevada a cabo por Maraval, Pierre; Saint
Grégoire de Nysse. La vie de Sainte Macrine; París; 1971.
[36]
Diversas fuentes atestiguan que durante los primeros siglos del cristianismo la
vida de las vírgenes transcurría en un ambiente familiar, y así continuó hasta
bien avanzado el siglo IV. Cf. Metz,
René; La consécration des vierges dans l’Église
romaine. Étude d’histoire de la liturgie; París; 1954; Elm, Susanna; “Virgins of God”: The Making of Asceticism in
Late Antiquity; Oxford; 1994; y Cooper, Kate; The Virgin and the Bride: Idealized Womanhood in Late Antiquity;
Cambridge (MA); 1996.
[37] En
el 370 Basilio fue elegido obispo, al año siguiente murió Emmelia y entre el
370 y el 375 fue ordenado Pedro, llegando a ser obispo de Sebaste.
[38]
Nos proporcionan información sobre la vida de Melania iunior una biografía compuesta por Geroncio, sacerdote, confidente
y amigo de la asceta a partir de su estancia en Jerusalén, además de
referencias varias en las fuentes patrísticas de la época como la “Historia
Lausiaca” de Paladio de Helenópolis y la Correspondencia de Paulino de Nola,
Jerónimo y Agustín.
[39]
Gorce, Denys; Vie de Sainte Mélanie;
ed., tr. y not.; Sources Chrétiennes; París; 1962.
[40]
Sería una especie de abadesa, al igual que otras santas mujeres fundadoras de
monasterios.
[41]
Sobre el ordo viduarum, entre los numerosos estudios modernos cf. Danielou, Jean; “Le ministère des
femmes dans l’Église ancienne”; La Maison Dieu 61; 1960; pp. 70-96; Davies, John Grant; “Deacons, deaconesses
and the minor orders in the patristic period”; Journal of Ecclesiastical
History 16; 1963; pp. 1-15;
Nazzaro, Antonio Vincenzo; “La vedovanza nel cristianesimo antico”, Annali
della Facoltà di Lettere e Filosofia della Università di Napoli 26; 1983-84; pp. 127-130; Idem; “Figure di donne cristiane: la
vedova”; en Renato Uglione
(ed.); Atti del II convegno nazionale di studi su La donna nel mondo antico;
Turín; 1989; pp. 197-219; Rosa B. Bruno Siola; “Viduae e coetus
viduarum nella chiesa primitiva e nella norma dei primi imperatori
cristiani”; en Atti dell’Accademia
romanistica costantiniana. VIII Convegno internazionale; Nápoles; 1990; pp. 367-426; Bremmer, Jan; “Pauper or
patroness: The widow in the early Christian Church”; en Idem & Laurens Van den Bosch (eds.); Between Poverty and the Pyre: Moments in the
History of Widowhood; Londres-Nueva York; 1995; pp. 31-57; y Barcellona,
Rossana; “Le vedove cristiane tra i Padri e le norme”; en Johannes Grohe, Jerónimo Leal & Vito Reale (eds.); I Padri e le scuole teologiche nei concili;
Atti del VII Simposio Internazionale della Facoltà di Teologia; Ciudad del
Vaticano; 2006; pp. 181-199.
[42]
Nos dan información sobre esta mujer las 17 epístolas de Juan Crisóstomo a Olimpia,
el “Diálogo sobre la vida de Juan
Crisóstomo” y la “Historia
Lausiaca” de Paladio de Helenópolis, la “Vida anónima de Olimpia” y las “Historias eclesiásticas” de Sócrates y Sozomeno.
[43] La edición más reciente es la de
Malingrey, Anne Marie; Jean Chrysostome. Lettres a Olympias. Vie anonyme d’Olympias; intr., ed. tr. y not.; París; 1968.
[44] Cf. Cod. Theod. XVI, 2, 27; y Torres, Juana; “Mulieres
diaconissae. Ejemplos paradigmáticos en la Iglesia oriental de los ss.
IV-V”; Diakonía, Diaconiae, Diaconato. Semantica e Storia nei Padri della
Chiesa; Studia Ephemeridis Augustinianum 117; Roma; 2010; pp. 625-638
[45]
Cf. Ferrari, Giuseppe; “Le diaconesse nella
tradizione orientale”; Oriente Christiano 14; 1974; pp.
28-50; Vagaggini, Cipriano; “L’ordinazione delle
diaconesse nella tradizione greca e bizantina”; Orientalia Christiana
Periodica 40; 1974;
pp. 146-189; y Martimort, Aimé Georges; “A propos des
ministères féminins dans l’Église”; Bulletin de Littérature Ecclésiastique 74; 1973; pp.
103-108.
[46] Esos textos han sido objeto de estudio por parte de diversos
historiadores, como Mathews, John; Western Aristocracies and Imperial Court,
A.D. 364-425; Oxford; 1975; Clark, Elisabeth A.; Jerome, Chrysostome and
Friends. Essays and Translations; Nueva York-Toronto 112; 1979; Consolino,
Franca Ela; “Modelli di comportamento e modi di
santificazione per l’aristocrazia femminile d’Occidente”; en Andrea Giardina (ed.); Società romana e
impero tardoantico; vol. I; Roma-Bari; 1986;
pp. 273-306 y pp. 684-699; y Marcos, Mar; Las
mujeres de la aristocracia senatorial en la Roma del Bajo Imperio (312-410);
Servicio de Publicaciones. Universidad de Cantabria; 1990.
[47] Esos acontecimientos han suscitado el interés de varios investigadores,
entre otros Van Ommeslaeghe, Florent; “Jean
Chrysostome en conflict avec l’impératrice Eudoxie. Le dossier et les origines d’une légende”; Analecta Bollandiana 97; 1979; pp. 131-159; y Torres,
Juana; “Concerning John Chrysostom: Collectio
Avellana 38 and his controversy in the West”; en Alexander Evers (ed.); Emperors, Bishops, Senators. The
significance of the Collectio Avellana
367-553 AD; Peeters; (en prensa).
[48] Cf. Torrres, Juana; La mujer en la epistolografía griega cristiana (ss.
IV-V): tipología y praxis social; Servicio de Publicaciones. Universidad de
Cantabria; 1990; y Marcos, Mar; “Le lettere di Giovanni Crisostomo a Olimpiade:
Frammenti di un’amicizia”; en Ramón Teja; Olimpiade la diaconessa, Donne
d’Oriente e d’Occidente; Milán; 1996; pp. 113-146.
[49] Sobre la dicotomía entre la esposa ideal y su contraria en las epístolas de
los Padres griegos cf. Torres, Juana; “Optima uxor/impudica et perversa
mulier en la epistolografía griega cristiana (s. IV-V)”; Faventia 17;
1995; pp. 59-68.
[50] Por citar solo alguno de los numerosos trabajos sobre el matrimonio
cristiano de los primeros siglos, cf. Crouzel, Henri; “Le mariage des chrétiens
aux premiers siècles de l’Église”; Esprit et Vie 93; 1973; pp. 87-91; Cantalemassa, Raniero (ed.); Etica
sessuale e matrimonio nel cristianesimo delle origini; Milán; 1976;
Sargenti, Manlio; “Matrimonio cristiano e società pagana”; Studia et
Documenta Historiae et Iuris 51; 1985; pp. 367-391; Munier, Charles; Mariage et virginité dans l'Église ancienne
(Ier-IIIe siècle); Traditio Christiana 6; Berna; 1987.
[51] Cf. Torres, Juana; “El tópico de
las molestiae nuptiarum en la literatura cristiana antigua”; Studia
Ephemeridis Augustinianum 50; La Narrativa cristiana antica. Codici
narrativi, Strutture formali, Schemi retorici; XXIII Incontro di Studiosi dell’antichità
cristiana Roma; 1995; pp. 101-115.
[52] Reynolds, Philip Lyndon; Marriage in the Western
Church: The Christianization of Marriage during the Patristic and Early
Medieval Periods; Leiden; 1994; Aubin, Melissa; “More apparent than real?
Questioning the difference in marital age between Christian and non-Christian
women of Rome during the third and fourth centuries”; Ancient History
Bulletin 14; 2000; pp.
1-13.
[53] Agustín, Confess. IX, 9, 19 (Custodio Vega, Ángel; Obras de San
Agustín. Las Confesiones; ed. y tr.; Madrid; 1963) Sobre la violencia
doméstica en esa época cf., entre otros, Schroeder, Joy A; “John Chrysostom's
Critique of Spousal Violence”; Journal of
Early Christian Studies 12/4; Johns Hopkins University Press; 2004; pp.
413-442; y Dossey, Leslie; “Wife beating and manliness in Late Antiquity”; Past
and Present 199; 2008; pp.
2-40.
[54]
Aug. Confess. IX, 4,8: Matre adhaerente nobis muliebri habitu, virili fide, anili
securitate, materna caritate, cristiana pietate.
[55]
Sobre la influencia de las mujeres en ámbito eclesiástico cf. Torres, Juana; “Minorías poderosas. Participación femenina en la política eclesiástica de
los primeros siglos”; en Gonzalo Bravo y Raúl González Salinero (eds.); Minorías
y Sectas en el Mundo romano; Signifer Libros; Madrid; 2006; pp. 93-105.
[56] Cf., entre otros,
Pietri, Charles; “Esquisse de conclusion. L’Aristocratie chètienne entre Jean de Constantinople et Augustin
d’Hippone”; en Kannengiesser, Charles (ed.); Jean Chrysostome et Augustin;
París; 1975; pp. 283-305; Holum, Kenneth H.; Theodosian Empresses. Women and Imperial Dominion in Late Antiquity; Berkeley; 1982; Consolino, Franca Ela; “Modelli di comportamento e modi
di santificazione per l’aristocrazia femminile d’Occidente”; en Andrea Giardina
(ed.); Società romana e impero tardo-antico I; Roma/Bari; 1988; pp.
273-306; y Teja, Ramón; “Feminismo, religión y política en la Antigüedad
tardía”; en Ramón Teja; Emperadores, obispos, monjes y mujeres. Protagonistas
del cristianismo antiguo; Madrid; 1999; pp. 215-231.
[57] Paulino, Vida de Ambrosio, 11. Cf. Lizzi, Rita; “Una società esortata al ascetismo: misure
legislative e motivazioni economiche nel IV-V secolo d. C.”; Studi Storici
30; 1989; pp. 137-138.
[58] Entre los diversos estudios cf.
Van Ommeslaeghe, Florent; “Jean Chrysostome en conflicto avec l’emperatrice
Eudoxie. Le dossier et les origines d’une légende”; Analecta Bollandiana 97; 1979; pp. 131-159; y Teja, Ramón; Olimpiade la diaconessa; Col. Donne
d’Oriente e d’Occidente; Milán; 1997.
[59] Courtonne, Yves; Saint
Basile. Correspondance; 2 vols.; ed. & tr,;
París; 1957 y 1961.
[60] Teodoreto, Historia Eclesiástica,
II, 17, 1-7.
[61] Optato de Milevi, Tratado contra los donatistas, I, 18, 3